El juego de las élites. Javier Vasserot
de una manera ciertamente idealizada, como no podía ser menos a una edad en que lo habitual era que el mundo solo se hubiera leído o que a uno se lo hubieran contado.
A Álvaro, en cambio, la disertación del tutor le sonaba a música celestial. Rubio, ojos claros, robusto sin ser especialmente alto, de mirada viva aun cuando no necesariamente inteligente, con esa vivacidad que a uno le concede el estar rodeado de múltiples posibilidades desde niño y de personas que, ellas sí, en algún momento debieron de haber conseguido algo relevante y meritorio en sus vidas. No era la primera vez que le decían algo así. No en vano llevaba sobre sus anchas espaldas trece años de educación privada en un muy exclusivo colegio de futuros elegidos. Trece años para ir construyéndose una imagen y un carácter mimetizados con un contexto irreal pero extrañamente persistente en la sociedad y que le rodeaba desde la cuna. Se trataba, sin más, de lograr acabar encajando en ese molde. No estaba oyendo en definitiva nada diferente a lo que él esperaba oír, sin realmente haberlo llegado a escuchar nunca. Estaba lisa y llanamente en el lugar que le correspondía. Por eso y porque también sabía de la importancia de una buena primera impresión, había ocupado, ataviado con sus pantalones beis de pinzas y una camisa a rayas de marca, un asiento en la primera fila del aula, repleta en su totalidad de ex compañeros de colegio o similares. Y donde, por supuesto, no estaba Damián D.
Al llegar después que los demás ese primer día de clase, no necesariamente tarde sino menos pronto que el resto, Damián no había tenido más remedio que sentarse en el sitio que, en cualquier caso, habría elegido de haber podido escoger: el anonimato, la tranquilidad y el «silencio» de la última fila, allá donde todo se ve y nada se te ve, donde todo se oye y nada te oyen. Y allí se mantendría durante todo su periplo universitario, rodeado de alumnos repetidores de curso y de otros despistados tan inadaptados como él mismo que tan solo buscaban que les dejaran un poco en paz mientras sacaban adelante, en algunos casos brillantemente incluso, sus estudios.
Porque Damián era un tipo marginal, pero tan solo en el círculo de las «elites». En la realidad mundana, en el universo de fuera de las aulas, era paradójicamente de los muy pocos de su recién estrenada promoción académica que estaba totalmente integrado con las personas que habían tenido la suerte o la desgracia de nacer en la normalidad estadística de clase social. Hacía honor a su vocación de inadaptado tanto en personalidad como en aspecto, comenzando por su osadía de acudir el primer día a la «uni» en vaqueros y camiseta de Living Colour, lo mismo que se había puesto para el último día de colegio antes del verano, no pensaba esa mañana en nada en particular mientras el tutor seguía hablando. Lo suyo era la intuición por encima de la reflexión. Era un chico con un pelo normal, ni oscuro ni claro, ojos ni oscuros ni claros, barba de dos días y cuerpo de dos días al año de ejercicio. La anormalidad de lo excesivamente ordinario en un círculo extraordinario. Un visitante inesperado acudiendo a una fiesta a la que nadie acude sin ser invitado, pues él, como todos sus compañeros de clase venidos de fuera de la Gran Capital, había sido el mejor alumno del colegio de su pequeña ciudad de origen y, como a todos los que destacaban en colegios de provincias, le habían aconsejado, más bien empujado, a que se decidiera a formar parte de esas «elites» sociales sin tilde en la «e», que no necesariamente intelectuales, tomando el camino «correcto» de olvidar sueños y juveniles vocaciones y dirigir sus pasos a la Facultad de Derecho de la Gran Universidad.
Y él había aceptado. En el fondo, porque aceptar implicaba la necesidad de trasladarse a la Gran Capital, donde posiblemente sería más sencillo encontrar con quién compartir sus auténticas pasiones: la música y la literatura, aficiones con riesgo de ensoñación a los dieciocho y con grandes limitaciones para poder convertirse en un profesional respetable y suficientemente pagado, al menos a ojos de sus preocupados padres.
En esto coincidía con Bernardo, a quien también le atraía fuertemente la literatura, pero cuya cobardía y falta de arrestos le habían llevado a autoconvencerse de, en lugar de estudiar Filosofía y Letras, dirigir sus pasos al Derecho, lo que en el fondo también le iba a permitir desarrollar sus presuntas dotes de escritor, o al menos ese era su infantil consuelo para no reconocer abiertamente que la prosperidad económica y social también le atraían más de lo que él quería confesarse. Bernardo tampoco se había acabado de decidir por sus otras incipientes vocaciones, mucho más arriesgadas, a una edad en la que lo más importante parecía ser no equivocarse del todo, mucho más aún que llegar a acertar plenamente, o, al menos, otorgarse la posibilidad de alguna vez llegar a hacerlo.
Siempre se arrepentiría de ello.
–Ahora tengo treinta y cinco años –proseguía el profesor.
–Con treinta y cuatro fui nombrado catedrático de Derecho Romano de la Universidad del Sur. Con treinta publiqué mi tesis doctoral, que escribí a los veintiocho –seguía con su retrospectiva auto-semblanza–. Con veintiséis comencé los cursos de doctorado, tras licenciarme con veintitrés en la Gran Universidad y dedicar tres años a la docencia y al estudio. Y con dieciocho, al fin, estaba sentado igual que ustedes frente a uno de esos pupitres.
Hizo una pausa teatral para concentrar la atención de sus nuevos alumnos y continuó, remarcando mucho sus palabras:
–Ustedes están aquí para comenzar a construir sus sueños, como hice yo. Tienen el privilegio de ser los diseñadores de su futuro.
Respiró profundamente, hizo una pausa aún más prolongada y gritó con los ojos prácticamente en blanco:
–¡Ustedes son los arquitectos de sus sueños!
«¡Pues menudo sueño de mierda el suyo!» pensó Álvaro. Eso de ser profesor, de seguir estudiando, de tragarse horas y horas de rigurosos análisis científicos para acabar soltando una chapa de ese calibre a los pobres rehenes de primer día de clase le parecía de lo más triste, de perdedor sin ideas claras, de alguien a quien en realidad lo más seguro es que no lo llegaran a admitir nunca en un buen banco de inversión. Ese sí que era un sueño digno de un nombre tal, algo por lo que luchar durante los siguientes cinco años.
Bernardo, mientras tanto, por muchas vueltas que le daba a la disertación del tutor no acababa de comprender muy bien por qué un catedrático de la Universidad del Sur daba clases en la Gran Capital, ni cómo uno podía llegar a ser catedrático de una universidad en la que no había estudiado ni trabajado nunca, para finalmente acabar dando clases en otra diferente, que resultaba ser la misma en la que había estudiado.
No era lo único que le desconcertaba. Todo le parecía extraño y acartonado el primer día de clase. Y no porque hubiera esperado grandes dosis de diversión, entretenimiento y sorpresas, sino porque su concepto idealizado de la universidad, seguramente influido por las series de televisión y las películas de su infancia, era más abierto y relajado, menos colegial y estricto, más maduro. Más serio quizá. Pero es que este era un centro demasiado privado.
A Damián, en cambio, el panegírico del tutor ni le iba ni le venía. ¿Arquitecto de sueños? Con los ojos hinchados precisamente por la falta de horas del mismo, escuchaba adormilado. Tan solo llevaba una semana en la Gran Capital y le había pasado de todo. ¡Y eso sin prácticamente salir de las puertas del colegio mayor! En ese momento estaba mucho más necesitado de dormir que de diseñar sueños. En efecto, bastante tendría con sobrevivir esos primeros días en la Gran Capital escabulléndose en la medida de lo posible (que siempre acababa siendo poco) de las novatadas del colegio mayor, esas que en teoría estaban ya erradicadas por ley. Él sabía perfectamente que iban a ser unas cuantas semanas de dormir escasamente, de sufrir pequeñas humillaciones y vejaciones y de delimitar su territorio. En definitiva, de señalar el camino por el que iba a discurrir su estancia allí. Y para eso lo que tenía que hacer era aguantar estoicamente hasta que escampara.
Lo que sin embargo unía a los tres era un firme propósito de aprovechar al máximo una experiencia que marcaría por siempre el resto de sus vidas y que habría de convertirse en los cimientos de su futuro. Al fin al cabo, no estaba al alcance de cualquiera el compaginar el estudio de dos carreras universitarias de manera simultánea: Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales.
* * *
No había transcurrido ni un mes de su recién comenzada andadura universitaria cuando,