El juego de las élites. Javier Vasserot
sin embargo, seguía considerando la facultad como un fin. Algo había que sacar de ella con independencia de lo que se fuera a hacer después. Aparte de un tránsito, esos años los percibía como un elemento clave que contribuiría a conformar su personalidad por siempre, aportándole una visión del mundo diferente al permitirle dedicar la práctica totalidad de su tiempo al estudio. Era un privilegio que ya nunca más en su vida volvería a tener, pensaba con razón. Lo único que se pedía de él esos años era estudiar, formarse. Nada más. Y con eso cumplía con su cometido en la sociedad. Había que aprovecharlo. Sin embargo, al mismo tiempo, por alguna razón que no acababa de tener sentido ni siquiera para él, le atraía la visión de las cosas de Álvaro. Esa seguridad absoluta e inquebrantable acerca de lo-que-había-que-hacer-para-triunfar-en-la-vida.
La consecuencia de sus particulares disquisiciones era que tenía pocas oportunidades de hablar sobre su futuro con nadie. Con los de la primera fila ni lo intentaba, ni siquiera con Álvaro, con quien había trabado cierto nivel de confianza, casi de amistad. Pero sabía cuál iba a ser la respuesta y, además, tras las experiencias del pasado, no se llegaba a fiar del todo de él. Y con la práctica totalidad del resto era imposible. Estaban demasiado agobiados estudiando o pasaban totalmente del tema. Solo le quedaba Damián. Damián era prácticamente el único con el que parecía entenderse, pese a que no habían tenido la oportunidad de pasar tanto tiempo juntos como a ambos les habría gustado. Pero es que Bernardo era demasiado empollón y Damián bastante vividor. Así no era fácil coincidir.
Volvía Bernardo de la facultad a casa a las pocas semanas de haber comenzado las clases de cuarto curso dándole vueltas a todas estas dudas. Era casi de noche cuando se cruzó con Damián, que bajaba acelerado la calle.
–¿Qué pasa, tío? ¿A dónde vas tan deprisa?
–Es que llego tardísimo.
De repente Bernardo cayó en la cuenta de que, en contra de lo habitual, ninguno de sus compañeros lo estaba acompañando a la parada del autobús. Lo cierto es que les había visto quedarse a casi todos en el aula al terminar la clase mientras él salía, como siempre, disparado.
–¡Anda, no jorobes! ¿Había clase ahora y no me he enterado? ¡Si no teníamos que recuperar la de Estadística hasta la próxima semana!
Se dio la vuelta para acompañar a Damián a clase.
–Tranquilo, tío, que la clase de Estadística se recupera el próximo martes. La gente se ha quedado al seminario.
–¿El seminario? –preguntó Bernardo extrañado.
–Sí, el de Derecho del Trabajo.
Bernardo respiró aliviado. No era una materia que lo sedujera especialmente. Podía vivir perfectamente sin ese seminario.
–Es que ya sabes que a quien asista le sube la profesora automáticamente un punto la nota global. Y al que no asista no le pone en ningún caso matrícula, saque lo que saque en el examen –le explicó Damián mientras ambos volvían hacia la facultad casi corriendo de la pura inercia.
–¿Cómo? No tenía ni idea.
–Lo dijo la profe el otro día en un corrillo al acabar la clase. Tú no debías de estar. Yo me enteré de rebote.
–Pues nadie me ha dicho nada.
–Jajajajá. ¿Y qué esperabas?
–Pues que alguien me hubiera avisado, aunque la verdad es que me da igual. No habría ido de todas maneras. Me parece absurdo. Si por esa razón le acaba dando la matrícula a otro que sepa menos pues me alegro por él. Anda, corre que al final por mi culpa vas a llegar tarde tú.
Damián se detuvo de golpe.
–¿Al seminario? ¡No me jodas! Yo tampoco voy. ¡A lo que llego tarde es al concierto de The Cure! Te podías venir.
Acaba de regalarme un amigo sus entradas y me sobra una. Pero antes tengo que pasar por casa.
A Bernardo le encantaba The Cure. Y con la tontería ya casi habían llegado al piso compartido de Damián, situado a pocas manzanas de la Gran Universidad.
Pero es que era jueves. Al día siguiente tenía clase, y si ya salía poco los fines de semana, hacerlo un jueves era todo un anatema en su cuadriculada cabeza.
–Bueno, ¿qué? ¿Te vienes o no? A ti también te gustan los Cure, ¿no?
Bernardo vaciló un instante.
–Venga, ¿y por qué no? –claudicó finalmente. Damián lo rodeó por el hombro y le dijo:
–¡Qué bien, tío! ¡Nos lo vamos a pasar de puta madre!
A la vuelta del concierto regresaron a casa de Damián a recoger las mochilas que habían dejado allí para no tener que cargar con ellas.
La habitación de Damián, como era de esperar, era un desastre.
Las paredes estaban repletas de pósteres de grupos de funk rock como Rage Against The Machine o los Red Hot Chili Peppers, y el suelo repleto de libros de literatura oriental tirados y a medio leer: Tagore, Kipling, Rumi, Gibran, Oé…
«Joder, lo que lee este tío. Y yo que me consideraba un gran lector», pensó Bernardo. Recordó que alguna vez Damián le había comentado que su sueño era llegar a escribir como alguno de estos «autores místicos», como él los denominaba, o cuanto menos vivir un poco como los personajes descritos por ellos en sus obras.
Un sueño que algunos daban por calificar de «alternativo», «indie», «underground» o, mejor dicho, «auténtico», barniz de intelectualidad utilizado para revestir lo que simplemente era más inhabitual que aquello que a cada cual rodea en su micro-cosmos. De esta manera, ir a un cine a ver una película de Bollywood podía ser tanto «mainstream» como «alternativo», dependiendo de si uno la iba a ver en Mumbai o en París.
Mientras Damián se iba a la cocina a por algo de picar, Bernardo observó su mesa de estudio. Tenía dos grandes volúmenes de psicología abiertos. Se notaba que los había estado leyendo con interés. Subrayados y bastante sobados. Le resultó curiosa tanta dedicación. Ciertamente Psicología era muy interesante, pero era una «maría» ¡y encima con examen tipo test! Dedicarle tantas horas a esa asignatura era seguramente absurdo a los ojos de cualquiera de sus compañeros, mucho más pragmáticos, que sabían que con leerse con mediana atención un par de veces los apuntes y la experiencia que ya se acumula tras cuatro años de pruebas tipo test raro sería no sacar un siete. Asimismo eran conocedores de la perversa dinámica del examen test de respuesta cerrada, en el que las preguntas tenían tres posibles contestaciones y en el que por cada tres errores se restaba un acierto, lo que impedía en la práctica obtener más de un ocho y medio aunque fueras el mismísimo Wilhelm Wundt, padre de la psicología moderna. Por fin se sintió identificado con alguien. No estaba tan solo. Era su oportunidad de abrirse.
–Tío, no acabo de tener claro lo que estamos haciendo aquí –se lanzó finalmente cuando volvió Damián de la cocina con un par de refrescos y una bolsa de cortezas.
–No te sigo.
–Parece como si tan solo importase acabar y sacar las mejores notas posibles para después meterse en un banco de inversión a hacer no sé muy bien qué. A veces me entran ganas de dejar la carrera y estudiar algo que tenga más sentido –respondió mientras dirigía la mirada a los manuales de psicología abiertos.
–Jajajajá, cómo te gusta darle vueltas a las cosas. Disfruta mientras puedas, que esto se acabará y tendremos que buscarnos la vida.
–Y tú ¿qué es lo que vas a hacer?
–No tengo ni idea. Algo se me ocurrirá. Tampoco tengo ninguna prisa. A lo mejor hasta me tomo un año sabático para ver las cosas con más perspectiva.
A Bernardo le fascinaba la capacidad de Damián de abstraerse de las preocupaciones que a él le traían de cabeza. Le parecía increíble que alguien con tanta personalidad y determinación a la hora de