El juego de las élites. Javier Vasserot

El juego de las élites - Javier Vasserot


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qué te puedo ayudar, Tomás? –contestó muy a regañadientes.

      –Sube a mi despacho en media hora, que te cuento una operación muy confidencial que nos va a tener ocupados todo el puente. Espero que no tuvieras planes.

      –No, nada especial.

      Pues claro que tenía planes. ¡Quién no los tenía para un puente de cuatro días! No obstante Tomás era uno de esos socios a los que más te valía no decirle nunca que no. Las consecuencias podían ser brutales. Ese «no» perduraría indeleble más que una mancha de vino en un vestido blanco y, llegado el momento de votarse a los seis años de su incorporación al Gran Bufete la deseada promoción a asociado sénior, no faltaría quien rescatase un «no» para impedir un seguramente merecido ascenso marcando con una cruz a quien bien podría haberse matado a trabajar todo ese tiempo pero que en un mal día tuvo la ocurrencia de dar un no por respuesta a la persona equivocada.

      Así que no tuvo más remedio que llamar a casa para decirles a sus padres que no contaran con él hasta el lunes (tampoco no tenía planes mucho más ambiciosos que esa tanto tiempo prometida y tanto tiempo postergada salida al cine con su padre) y encaminarse a la tercera planta al despacho de Tomás.

      Mientras David subía los escalones para ver al socio estrella (el ascensor estaba reservado para los socios de cuota o equity, esto es, los socios «pata negra», como decían los abogados jóvenes para referirse a los socios que tenían participación en el capital del bufete para distinguirlos de los socios «de recebo», que eran los que no tenían participación en el capital y tan solo cobraban un generoso sueldo), iba maldiciéndose por seguir siendo tan inocente como cuando era estudiante. «Quién narices me manda a mí quedarme a estudiar la víspera de un puente», musitaba para sus adentros. Si es que estaba convencido de que al ser la tarde antes de fiesta todo el mundo estaría huyendo a casa temprano.

      En fin, allí se encontraba, ante la puerta cerrada de Tomás a las diez de la noche, justo media hora después de la desgraciada conversación en la sala de reuniones, tal y como le había requerido el socio. Llamó ligeramente, como quien no quiere hacerlo pero se siente obligado. Nada, sin respuesta. Probó de nuevo con algo más de intensidad. «A lo mejor estoy de suerte», pensó. Ya estaba a punto de irse, convencido de que efectivamente por una vez los dioses estarían de su parte, cuando apareció Álvaro, que nada más verlo le dijo:

      –David, tío; estás buscando a Tomás, ¿no? Me ha dicho que lo esperes, que se iba a tomar algo rápido y volvía.

      Lo que faltaba. Ahora a esperar a que el señorito volviera de cenar, sin saber si irse a casa, si esperar en la puerta o irse a cenar él también. Optó por lo más prudente, que era quedarse allí dando vueltas hasta que a las once y media, apreció Tomás, que nada más verlo se acordó de que le había pedido subir en media hora hacía ya dos.

      –¿Qué pasa, campeón? –acertó a decir–. Siento el retraso, pero es que he tenido que salir.

      «Claro, a cenar», pensó David.

      –Pues ya me contarás qué quieres que haga –le dijo con la remota esperanza de que el fuego se hubiera apagado o pospuesto, cosa que rara vez ocurría.

      Tomás, que no era un prodigio de elocuencia a esas horas, aunque fruto de su experiencia había desarrollado una admirable intuición jurídica que le permitía ganarse la confianza de los clientes, explicó torpe pero convincente a David en qué consistía el famoso Átomo y la labor que de él esperaba. Consciente como era Tomás del gusto de David por el estudio, le pidió que bucease entre todas las operaciones de compra apalancada de los últimos años en Europa por parte de sociedades que se emplearan en sectores regulados, esto es, aquellos en los que se precisa de autorización administrativa para operar, con el objeto de comprobar si había algún impedimento para la operación que hubiera que tener en cuenta. Era un informe que requería un gran conocimiento jurídico y muchas horas de dedicación y criterio para encontrar precedentes realmente válidos.

      –Perfecto, Tomás; en unas horas te preparo una nota –contestó David encantado de que al menos el trabajo tuviera mejor pinta de lo previsto.

      Lo que no sabía David era que Bernardo ya llevaba toda la tarde-noche preparando exactamente el mismo informe para Tomás, que también lo había cazado horas antes mientras iba a la cocina a prepararse el sexto café de la jornada. De hecho, Bernardo había dejado una nota preliminar sobre la mesa de Tomas hacía ya varias horas cuando, a las tres de la mañana, harto de esperar la revisión por parte del socio, subió a la tercera planta (por supuesto por las escaleras) para preguntarle qué le había parecido el informe. Tal y como le ocurrió a David, se encontró la puerta cerrada. Y de la misma manera que a su compañero, le asaltó la duda de si llamar, esperar o irse. No optó por ninguna de ellas, sino que entreabrió ligeramente la puerta tirando del pomo totalmente hacia abajo para hacer el mínimo ruido posible.

      Cuál sería su sorpresa al encontrarse a Tomás tumbado sobre la moqueta cual largo era dormido, que no durmiendo.

      «¡Manda cojones! Bueno, pues me voy a casa», se dijo Bernardo mientras cerraba de nuevo la puerta con suavidad, molesto por un lado por el hecho de haber perdido tantas horas de manera estúpida, pero aliviado por otra parte al poder irse a dormir de una vez. No contaba con Enrique, «Henry» para sus allegados, el socio que hacía habitualmente de segundo de Tomás en las operaciones de campanillas.

      «Henry» había sido el socio más joven de la historia del Gran Bufete y su lealtad a don Ramón y a Tomás estaba fuera de toda duda. Para «Henry», el solo hecho de pertenecer a ese bufete era el mayor honor que ningún abogado de la Nación podía recibir. Aunque fuera sin cobrar, cualquier abogado joven debería matar por poder ejercer la abogacía en El Gran Bufete al lado de esos grandísimos juristas, entre los que él se consideraba incluido, por supuesto.

      –Y tú ¿a dónde te crees que vas? –le preguntó a Bernardo al percibir que el júnior parecía estar marchándose a hurtadillas.

      –Le he dejado a Tomás la nota que me pidió y ahora me iba a casa.

      –¿De qué tema?

      –Proyecto Átomo.

      –Así que estás al tanto de la operación.

      –Claro, Enrique –contestó Bernardo, que se negaba de plano a llamar «Henry» a Enrique, ya fuera por la falta de confianza, ya porque le parecía sencillamente ridículo.

      –¿Así que sabes quién es nuestro cliente? –Como buen abogado, «Henry» no soltaba prenda antes de asegurarse unas cuantas veces de no romper la cadena de custodia de la información confidencial.

      –Gasística, ¿no? –respondió Bernardo sin tiempo de poder arrepentirse mientras observaba cómo comenzaba a dibujarse una retorcida sonrisita en el rostro de «Henry».

      Demasiado tarde. Se dio cuenta de que acababa de cometer el grave error de ser el primero en la conversación en revelar el nombre del cliente, cuando lo que tenía que haber hecho es continuar con todos los circunloquios que fueran precisos hasta que fuera el otro el primero en desvelar el nombre de la compañía. «Henry» ya tenía la excusa perfecta para frenar la carrera del joven protegido de Tomás cuando varios años después se reunieran los socios para valorar las promociones a asociado sénior.

      Bernardo se podía imaginar la escena en su mente. La sala de juntas repleta de socios a punto de votar las promociones y, al anunciarse su nombre preguntando por las valoraciones del joven abogado, «Henry» señalaría que años atrás el tal Bernardo había roto la confidencialidad de un asunto de extrema importancia al desvelar el nombre de un cliente. Daría igual si a quien se lo había desvelado era un socio que estaba trabajando en la misma operación. Lo realmente relevante era que no había actuado con la cautela que se espera de un asociado sénior del Gran Bufete. Así que a esperar un año más para promocionar y con un borrón en su historial.

      Era el riesgo que se corría al ser evaluado por aquellos que nunca en su vida cometieron un error, si es que no errar en la vida consistía en ir permanentemente con el freno de mano echado, arropado por los


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