En el principio... la palabra. Antonio Pavía Martín-Ambrosio

En el principio... la palabra - Antonio Pavía Martín-Ambrosio


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su mente y en su corazón –han de ir juntas– aquello que, como dijo el ángel Gabriel a María, es imposible. Esto fue lo que le respondió al proponerle la encarnación del Hijo de Dios: «[...] porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,37).

      El mundo sensorial nos hace no pocas veces audaces, casi rayamos en lo imposible; de hecho no son pocos los que pierden su vida en el intento. En el mundo de la fe temblamos ante el imposible tanto que no nos sirven ni la audacia ni el arrojo, tan solo la confianza de que la Palabra nos adentra en una realidad intuida por el corazón, al tiempo que ajena –al menos en parte– al mundo sensorial.

      Con esta intuición grabada a fuego en lo más profundo de su ser, el buscador de Dios toma la decisión de ir al encuentro de la nube que se interpone entre él y Dios a quien busca, sin dejar de preguntarse si la Palabra que le mueve y hasta le quema tiene o no su crédito. Aun así se adentra porque quiere saber si hay Alguien más allá de la nube. No, nunca jamás podrán adentrarse en ella los escépticos, los autosuficientes, los bien pagados de su pedantería intelectual, los que se conforman con ser los reyes de la fiesta sensorial.

      El hombre buscador se adentra en la nube aunque no las tenga todas consigo; sin embargo está haciendo gala de una sabiduría excepcional, pues ha llegado a la conclusión de que no tiene nada que perder y sí mucho, más bien todo, que ganar. Se introduce en la densa nube, y lo primero que descubre es que sí, que es verdad, «que aunque camine por valle de tinieblas, tú vas conmigo» (Sal 23,4). Es entonces cuando ante la pregunta de Isaías y Pablo, «¿quién dio crédito a nuestra noticia?», responde: ¡Yo doy crédito al anuncio, al Buen Anuncio, a la Palabra!

      1

      Dios y su Palabra

      En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios ( Jn 1,1).

      Antes de iniciar el comentario al Prólogo del evangelio de san Juan es conveniente aclarar el significado bíblico catequético de la expresión «en el principio» tal y como la encontramos en este contexto. Apunta a una pretemporalidad. Nos podremos hacer una idea de esto fijándonos en que una de las antífonas de los salmos de vísperas de la fiesta de la Navidad comienza así: «En el principio, antes de los siglos, la Palabra era Dios». Con esta clarificación pasamos a comentar este primer versículo.

      Entre las innumerables interpretaciones que se desglosan de estas palabras, nos aventuramos a exponer esta que nos parece haber descubierto a la luz del profeta Jeremías:

      Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él se llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí?, dice Yavé ( Jer 30,21).

      Leída esta profecía abordamos el núcleo catequético del versículo joánico: «y la Palabra estaba con Dios». No hay duda de que los ojos de águila del evangelista –expresión de los santos Padres de la Iglesia– han distinguido a su Maestro y Señor permanentemente unido al Padre a causa de su radical obediencia. De Él es de quien recibe el Evangelio que anuncia a lo largo de su vida-misión. Es una obediencia al Padre que va infinitamente más allá de unas consideraciones más o menos pías; Juan es consciente de ello, de ahí que nos haga saber que Jesús habla-anuncia lo que ve al estar junto al Padre: «Yo hablo lo que he visto junto a mi Padre» ( Jn 8,38).

      Juan utiliza el verbo «ver» en su más amplia riqueza del hontanar de la espiritualidad bíblica, que apunta a «experimentar», «poseer» e, incluso, puede entenderse en correlación al hecho de acoger la fe. Hablamos de un ver que acompaña al creer en Jesús, como lo podemos observar en el siguiente pasaje:

      [...] porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite en el último día ( Jn 6,40).

      Damos un paso más y vemos asombrados que es el mismo Jesucristo quien hace constar a sus discípulos que no habla por su cuenta sino por cuenta del Padre, Él es quien le dice lo que tiene que anunciar:

      Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí ( Jn 12,49-50).

      Desde la Palabra, que es la que mantiene viva y eficaz la misión confiada, el Hijo tiene autoridad para proclamar: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» ( Jn 14,11). Desde su unión indisoluble el Señor Jesús hace saltar en pedazos el muro divisorio levantado por Satanás aprovechándose de nuestros miedos y debilidades.

      Nos sobrecoge ver al Hijo de Dios cargando con el miedo propio de su debilidad humana y librando su combate contra Satanás en el huerto de los Olivos. Preso de la tristeza y la angustia dio con su cuerpo en tierra, y desde el polvo elevó esta súplica:

      Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero que no sea como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39).

      No se haga mi voluntad, grita, porque entonces el muro, aparentemente inexpugnable, levantado por el Adversario del hombre permanece en pie y, desde su atalaya, proclamará su victoria sobre él. De ahí su oblación: no se haga mi voluntad sino la tuya; solo así el muro será desmoronado y aparecerá de entre sus ruinas el camino abierto hacia Dios. Queda abolida la separación y se da paso a la integración en ti. No, Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya que siempre juega a favor del hombre.

       En tus manos, en tu voluntad

      En su estar con el Padre, con su voluntad que es lo mismo, el Hijo lleva a cumplimiento su misión. Quizá entendamos mejor ahora la intuición espiritual de Juan: «La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Por supuesto que siempre lo estuvo, pero fue en el Calvario donde todos fueron testigos de la integración existencial entre el Hijo y el Padre cuando oyeron decir al Crucificado:

      ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

      En tus manos, en tu fuerza, en ti que eres la vida. En realidad toda muerte del creyente es una integración con Dios, su Padre. En la gloriosa madrugada de su resurrección, los que lo vieron aquel día, los que lo siguieron viendo de generación en generación y los que lo vemos hoy no nos extrañamos en absoluto cuando oímos a nuestro Señor proclamar «el Padre y yo somos uno» ( Jn 10,30).

      Volvemos al texto de Jeremías. En el cumplimiento de esta profecía Dios acercó hacia sí a su Hijo por medio de la Palabra que le susurraba y, con su acogida, el Hijo se hizo uno con Él. Nunca la carne fue tan elevada, nunca el Espíritu y Vida propios de la Palabra ( Jn 6,63) se entrelazaron con tanta plenitud en la carne. Así pues, el Padre hizo al Hijo acercarse, llegarse hasta Él, haciendo caer estrepitosamente el miedo irracional del hombre a la muerte. El Hijo creó –podemos, sí, utilizar este verbo– la libertad; sí, la libertad para jugarse la vida a fin de que esta alcanzase el apelativo de Vida.

      Agonizante en la cruz llenó de luz los túneles oscuros que discurrían por las mentes y corazones presentes ante lo que Lucas llamó «ese espectáculo». En su proclamación victoriosa de la que ya hemos hecho mención («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»), la muerte dio un paso atrás, también los miedos y las debilidades del hombre. Los hasta entonces aliados con los sumos sacerdotes y Pilatos dieron rienda suelta a su libertad confesándose tan pecadores y asesinos como ellos:

      Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: Ciertamente este hombre era justo.Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc 23,47-48).

      Creo que lo que hasta ahora hemos leído acerca de Jesús y su estar en el Padre hasta llegar a ser uno con Él nos podría impresionar, maravillar y hasta dejar asombrados; pero poco provecho sacaríamos de ello si no revertiera a nuestro favor, es decir, si no se cumpliese también en nosotros. A alguno o a muchos esto les parecerá


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