Magallanes territorio sin fronteras. Patrimonio, identidades, desarrollo sostenible. Carlos Silva
estrecho de Magallanes como en el desierto de Atacama, la elección de crear el hábitat adecuado para albergar a las respectivas comunidades de trabajadores tuvo que enfrentarse a una combinación típica de la experiencia espacial “pionera”: aislamiento y falta de hospitalidad.
La elección de diseñar en lugares aislados y hostiles presupone tanto un acto de sumisión como de rebelión: ambos son dependientes de la compleja relación que une la arquitectura con las manifestaciones del poder.
Al abordar este tema sin rodeos, Deyan Sudjic estigmatizó la dependencia de los diseñadores de la ocupación principal de los poderosos14. Quienes ejercen la profesión de arquitecto no pueden, de hecho, eximirse de transformar las cuotas de poder económico, político y social de sus clientes en objetos construidos. Así, los arquitectos e ingenieros aceptan diseñar la parte del mundo en la que están llamados a lidiar desde una posición subordinada, lo que limita su libertad y autonomía. Aunque ciertamente no es nueva, esta condición se pone de manifiesto dramáticamente en la situación actual, que registra la afirmación cada vez más rápida de las reglas impuestas por la versión financiera del capitalismo, más cínicas y vinculantes que aquellas sobre las que anteriormente se establecían las relaciones entre clientes y profesionales del proyecto15.
Unas décadas antes de que Sudjic expresara su tesis, dos alumnos de Ernesto Nathan Rogers, Ezio Bonfanti y Giancarlo De Carlo, habían señalado el principal riesgo de “condenación” de la arquitectura en la subordinación al “principio hegemónico” del capitalismo industrial16.
Para escapar de este destino, muchos autores modernos y contemporáneos han intentado hipotecar, mediante teorías y proyectos experimentales, el futuro del hábitat humano, con el objetivo de evitar las manifestaciones desoladoras y distópicas de los resultados del capitalismo industrial, primero, y del financiero, a continuación17.
La rebelión de la cultura arquitectónica contra las formas de poder a menudo se ha agotado en acciones retóricas, encaminadas a promover los principios formales y lingüísticos de la modernidad entre el público en general y los clientes potenciales en particular. Frente a las contradicciones implícitas en los procesos de asentamiento, la “bella” escritura de las nuevas obras arquitectónicas se ha convertido así en la principal aspiración de la cultura arquitectónica, casi siempre dispuesta a transigir con el poder. Como en el pasado reciente, en el presente son demasiados los diseñadores que continúan considerando la búsqueda de la “belleza” como un mero sustituto de la vocación política, cada vez más efímera de la arquitectura. Lamentablemente, este retroceso estético casi nunca se expresa con la fuerza adoptada en otros campos de la cultura y el arte. En los mismos años en los que no pocos “pioneros de la arquitectura moderna” se postraban ante los clientes industriales, Virginia Woolf esperaba un “regreso al griego” como antídoto al malestar causado por sentirse “cansada de la vaguedad, la confusión” y “de nuestra época”18. Permaneciendo en el campo de la literatura, Tzvetan Todorov ha mostrado cómo el intento de “salvar el mundo” a través de la “belleza”, que une a Oscar Wilde, Rainer Maria Rilke y Marina Tsvetaeva, ha distorsionado, de manera trágica y emocionante, sus biografías19.
Para representar el éxtasis y el abismo, subyacentes a las manifestaciones absolutas de la “belleza”, la estética ha formalizado la categoría de lo “sublime”, que en latín indica literalmente lo que “yace debajo” (“sub”) del “límite” (“limen”). El enfoque progresivo de la infracción de una frontera es probablemente la imagen que inspiró a David E. Nye cuando acuñó la fórmula “sublime tecnológico” para connotar aquellas obras de la sociedad industrial cuyos efectos emocionales son comparables al resplandor de una erupción volcánica o al rugido de una inmensa cascada20.
El trabajo como obra de arte
Desde un mirador privilegiado, como es Tierra del Fuego, la lista elaborada por Nye, que ya cuenta con presas, puentes, ferrocarriles, rascacielos, plantas para la construcción de bombas nucleares y vehículos espaciales, podría ampliarse para incluir también las grandes plantas para la extracción de energía y la compleja red que permite su transformación.
Enigmática e inquietante, este tipo de arquitectura del trabajo debe ser objeto de una atención específica por parte de quienes estudian el patrimonio industrial, especialmente en una época en la que parece urgente contribuir a la adquisición de una “conciencia ecológica” más madura a esa exhibida por los pioneros del Movimiento Moderno. En esta dirección, se podría dar un paso significativo al reflexionar sobre la amplitud semántica de la palabra “trabajo”.
La carta constitucional italiana puede ayudar en este sentido. El primer artículo dice que la República “se funda en el trabajo”; el tercero, que la “tarea de la República” consiste en “eliminar los obstáculos” a la “participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”; el cuarto, que la “República reconoce el derecho al trabajo de todos los ciudadanos y promueve las condiciones que hacen efectivo este derecho”.
Tullio De Mauro explicó que el alto valor lingüístico de este documento se deriva de la capacidad de sus autores para hacer “concreto, perceptible, activo, el espíritu democrático que inspira y sostiene las reglas”, mediante el uso de términos de uso común y dentro del ámbito de todos.21
Los constituyentes eran conscientes de que, en la etimología de muchas lenguas, el término “trabajo” está ligado a la idea de sufrimiento: en latín, “labor” significa fatiga, como el alemán “arbeit”, con el que comparte una raíz común, mientras que en francés, español y portugués las palabras “travail”, “trabajo” y “trabalho” están asociadas al concepto de sufrimiento físico.
En la Constitución italiana, los sufrimientos y sacrificios que subyacen al significado de la palabra “trabajo” no se eliminan, sino que se reinterpretan: muchos de los autores de la carta constitucional, de hecho, habían sufrido prisión, tortura, exilio y habían vivido penurias, resistiendo. A sus ojos, el término “trabajo” solo podía indicar fatiga individual y empresa común, esfuerzo incansable y su resultado. Este significado específico de la palabra “trabajo” tiene sus raíces en el Risorgimento, las décadas del siglo XIX en las que nació la nación italiana. El “trabajo” mencionado en la Constitución es, por tanto, acorde con el “inmenso depósito de labores” con que el “pueblo poseedor” inscribe “obras de utilidad universal” en el territorio22.
En 1845 estas palabras habían sido utilizadas por el filósofo Carlo Cattaneo para describir su región, la Lombardía23. Promotor de la cultura politécnica, Cattaneo pretendía asociar las herramientas esenciales del “trabajo” (“labores”) con su fin último (“utilidad”), identificando la “segunda naturaleza” goetheana que trabaja con fines civiles24 con un objeto concreto, constituido por relaciones íntimas entre territorio y sociedad.
Las nuevas fronteras del patrimonio industrial
En los idiomas anglosajones, los términos que traducen la palabra “trabajo” (“ work / werk”) se utilizan para identificar tanto al “trabajador” (“man at work”) como a la “obra maestra” (“masterwork / meisterwerk”), o el trabajo producido por el excelente trabajador (“master / meister”).