La madre del ingenio. Katrine Marcal
estos trabajos, que precisaban de mucha mano de obra.
A veces ni siquiera valía la pena intentarlo. En Oriente Medio se preferían los camellos a las ruedas como método de transporte. Se trataba de una decisión económica: los camellos eran mucho más baratos de usar: marchaban a diario con cargas de doscientos cincuenta kilos, alimentados por un puñado de ramitas espinosas y hojas secas que masticaban durante horas y horas. Sus rutas no tenían que pavimentarse con piedrecitas con la angulosidad precisa, porque los camellos se movían con libertad por la arena. Esto es lo que suele ocurrir con la innovación: puede que la nueva tecnología sea una absoluta genialidad, pero no siempre es económica. Con todo, cuesta imaginar una explicación económica de este tipo sobre el motivo de que las ruedas no se unieran a las maletas hasta 1972.22
Durante mucho tiempo, los viajes de ocio fueron una actividad reservada solo para la clase alta. Los nobles jóvenes colocaban sus posesiones en baúles tan grandes como armarios y partían en un viaje formativo que los llevaría a París, Viena y Venecia. Por supuesto, cuando uno disponía de sirvientes que cargaran con todos sus bienes, no le hacía mucha falta una maleta con ruedas.
Los viajes en sí también eran muy distintos. En The Emigrants (Los emigrantes), una serie de novelas de Vilhelm Moberg sobre una familia sueca que no tenía un duro y partió hacia América en busca de una vida mejor, los protagonistas meten todos sus bienes materiales, vestimenta y herramientas de carpintería en enormes bultos de metal, madera y cuero. Estos «baúles americanos», como llegaron a conocerse en Suecia, se fabricaban para que pudieran soportar largos viajes en barco, no para facilitar su transporte. Además, las ruedas servían de poco si regresar a Suecia no era una posibilidad.
De hecho, lo que hoy denominamos «maleta» no comenzaría a existir hasta finales del siglo xix, con el despertar del turismo de masas moderno. Fue con los silbidos de los trenes y los bocinazos de los barcos de vapor que la gente empezó a viajar por placer, y lo hizo con un nuevo tipo de bolsa. La innovación de esta bolsa se erigía en la parte superior, donde todo el mundo la podía ver: el asa. Eso es lo que distinguió la maleta moderna de sus predecesoras: que podía agarrarse con solo una mano.
Cuando viajar empezó a popularizarse, las principales estaciones de ferrocarril de Europa se inundaron de botones, que ayudaban a los pasajeros con su equipaje. Pero, a mitad del siglo xx, el número de botones era cada vez más reducido, así que, con mayor frecuencia, los pasajeros llevaban su propio equipaje o usaban carritos.23
En el año 1961, la revista de sociedad británica Tatler publicó un artículo sobre esta problemática. A su parecer, los productos que había en el mercado no eran adecuados para los objetivos de esta nueva era y la industria del equipaje debía idear algo nuevo. Al fin y al cabo, vivían en una era y una economía en las que las personas (sí, incluso los lectores de Tatler) tenían que cargar cada vez más con sus propias maletas. Ibas a sudar como un cerdo antes de llegar siquiera a la aduana de Madrid, anunciaba la revista.24 Había que hacer algo al respecto.
Muchas de las maletas que había en el mercado tenían asas hechas de cuero de alta calidad, pero de todas formas dejaban marcas como «líneas de tranvía» en las manos, según Tatler. Después de que uno recorriera los doscientos metros necesarios para hacer transbordo de tren en la frontera con España, se plantearía darse por vencido. Se trataba de un problema enorme para la nueva generación de trotamundos. Así que en Tatler se arremangaron y aportaron su granito de arena: probaron nuevos modelos de maleta para ver hasta qué punto eran cómodas de llevar.
Por supuesto, podías comprar una maleta en Harrods para simplificar tu viaje, como les dijeron a sus lectores. Estos ilustres grandes almacenes británicos vendían una maleta de lujo que Tatler afirmaba que ofrecía una de las asas más cómodas del mercado. Pero, como ya sabemos, el buen gusto no es barato. Tatler, por tanto, instó a la industria a centrarse en la innovación en términos de diseño. La gran esperanza era que se idearan nuevas asas con materiales punteros, aunque esperaban que no fuera demasiado pedir que no cortaran la circulación.
Tatler, sin embargo, no contemplaba las ruedas. Ese mismo año, 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en llegar al espacio. Podíamos llevar gente al espacio, pero parecía que éramos incapaces de concebir maletas con ruedas. A partir de aquí, las cosas empiezan a ser desconcertantes.
De hecho, en la prensa británica se pueden encontrar anuncios de productos en los que se aplica la tecnología de la rueda a una maleta ya en la década de 1940. No se trata de maletas con ruedas per se, sino que son un artilugio conocido como «el botones portátil», un dispositivo con ruedas que podía atarse mediante correas a tu maleta para que pudieras llevarla rodando. En otras palabras, existía un producto comercial que hacía posible que uno se montara su propia maleta con ruedas. Entonces, ¿por qué esta idea no cuajó?
El nuevo artilugio de correas y ruedas se vio por primera vez en la estación del ferrocarril de Coventry en 1948.25 El periódico local informó de que causó furor. Según el artículo, un botones había recorrido el pasillo apresurado para ayudar a una «bonita joven morena y de complexión menuda» con su maleta grande y pesada. «No, gracias, ya la llevo yo», le había replicado ella. Entonces, se agachó, agarró la correa de color caqui y, con aire triunfante, tiró de su maleta con ruedas anexionadas hacia el tren que esperaba. La gente trataba de verla a través de las ventanas del tren, revelaba el artículo, además de añadir una imagen sospechosamente detallada de la mujer en cuestión en el andén.
Para un lector moderno, esta pieza tiene todas las características de algún tipo de estrategia publicitaria. Daba la casualidad de que la empresa que había patentado el producto era de Coventry y en el artículo se citaba a ambos inventores.26 Vieron un futuro brillante para su idea innovadora, sobre todo «en esta época de escasez de mano de obra».
Y aquí encontramos la primera pista para resolver el misterio. La historia en el periódico sobre la mujer que deslizaba su maleta por el andén de la estación se encuentra en realidad en una sección de The Coventry Evening Telegraph titulada «Mujeres y el hogar», junto con consejos de cocina escritos de forma impecable («[La] margarina mezclada con verduras crudas ralladas o cortadas bien finas […] constituye una pasta excelente para untar un sándwich»). Lo que se insinuaba era que solo las mujeres necesitaban hacer rodar las maletas. Los hombres, en cambio, podían seguir cargando con ellas, puesto que ellos tienen, de media, entre un 40 y un 60 % más de fuerza en la parte superior del cuerpo que las mujeres y, cuando se carga con una maleta, son los brazos, la espalda y los hombros los que se llevan la peor parte del peso. En general, aunque no siempre, eso hace que sea más duro para las mujeres.
Respecto a los dos inventores de Coventry, ni que decir tiene que su nuevo producto iba dirigido, sobre todo, a las mujeres. Los inventores llegaron incluso a producir una maleta con ruedas, ya que llegaron a la conclusión no muy descabellada de que, si una clienta podía añadir ruedas a una maleta mediante correas, la empresa también las podía colocar en la maleta desde el principio. Así, manufacturaron una maleta con ruedas mucho antes de que se le ocurriera a Bernard Sadow. Pero era un producto muy nicho y demasiado barato para las mujeres inglesas, y no prosperó.27 Que un producto para mujeres pudiera hacer la vida más fácil a los hombres y transformar el mercado del equipaje a nivel mundial no era una idea que el mundo de la década de 1960 estuviera listo para concebir.
En 1967, una mujer de Leicestershire escribió una carta incisiva al editor de su periódico local. Poseía una bolsa con ruedas incorporadas mediante correas, del tipo que los inventores de Coventry habían producido dos décadas antes. Pero, cuando la había subido a su autobús local en 1967, el conductor la había obligado a comprar un billete adicional para la bolsa, con el argumento de que «cualquier cosa que llevara ruedas era considerada un cochecito». La pasajera, sin embargo, no quedó convencida y preguntó: «¿Si hubiera subido al bus con patines de ruedas, ¿se me cobraría como pasajera o como cochecito?».28
Un hombre que tenía buenas razones para reflexionar sobre el tema de las mujeres y las cargas pesadas era Sylvan Goldman, propietario de una cadena de colmados estadounidenses en la década de 1930.29