La madre del ingenio. Katrine Marcal
pronto se gastaron. Cuando se detuvieron en la aldea de Bauschlott, Bertha pidió a un zapatero que los recubriera con cuero.
Y así, ella y sus hijos inventaron las primeras guarniciones de freno del mundo.
El agua supuso un problema constante. El motor necesitaba refrigerarse de forma regular para evitar que explotara. Bertha y sus acompañantes sacaron agua de donde pudieron: tabernas, ríos y (en un caso extremo) de la acequia junto a la que pasaron. En el pueblo de Wiesloch, al sur de Heidelberg, se detuvieron para comprar Ligroin, una fracción de petróleo usada habitualmente como disolvente de laboratorio, para reabastecerse de combustible. El farmacéutico local, Willi Ockel, les vendió la botella sin saber que, al hacerlo, se había convertido en la primera gasolinera del mundo.
Cuando Bertha Benz llegó a Pforzheim por la tarde, le mandó un telegrama a Karl. Su marido no estaba enfadado, solo asombrado, y cuando Bertha y sus hijos volvieron a Mannheim al día siguiente, Karl decidió dotar de una marcha menor al carruaje sin caballos para afrontar mejor las colinas de la Selva Negra. Y el resto del mundo, claro. A finales de año, un modelo actualizado del Benz Patent-Motorwagen 3 se producía de forma comercial y, hacia 1900, Karl Benz era el mayor fabricante de coches del mundo.
Fue una mujer quien emprendió el primer trayecto de larga distancia en coche del mundo. Sin embargo, el mundo pronto llegó a la conclusión de que las mujeres conducían peor que los hombres. Una mujer no era una criatura que uno pudiera dejar sola y desamparada en un vehículo motorizado. No: era un ser frágil, creado por Dios para que se atara corsés y se moviera por el mundo ataviada con quince kilos de enaguas, sombreros de ala ancha y guantes largos. La ciencia afirmaba que era débil, tímida, que se asustaba con facilidad y que cualquier estimulación de su cerebro podría tener un efecto adverso en su útero. Ninguna de estas ideas sobre la idoneidad de las mujeres para conducir eran en absoluto nuevas.
En su día, el Imperio romano había tratado de solucionar los problemas de tráfico de Roma prohibiendo a las mujeres que fueran en carruaje. Moverse por las calles de Roma no era tarea sencilla: las callejuelas estrechas serpenteaban tejiendo un intrincado entramado de callejones y además uno tenía que lidiar con un enjambre de vendedores de ajo, mercaderes de plumas y productores de aceite de oliva. En muchos puntos de la ciudad solo podía pasar un carro a la vez, de modo que se mandaba a los esclavos para que se adelantaran y detuvieran cualquier vehículo que se aproximara, como si fuesen semáforos con patas, de carne y hueso y de propiedad privada.5
Roma estaba en guerra con Cartago en esa época y eso había conducido a una prohibición de diversas formas de consumo de lujo cuya motivación era política: nadie quería irse a África a morir mientras veía cómo la clase alta disfrutaba de todo tipo de lujos. Así que el objetivo fue limpiar las calles de Roma de cualquier cosa que la población local pudiera considerar una preocupación y, por consiguiente, hacer mella en el espíritu de lucha. ¿Y había algo que fuera más decadente que una mujer sobre ruedas? Se promulgó una prohibición de los carruajes de mujeres, que hizo enfurecer de sobremanera a las ricas matronas de Roma. Pero más aún, el poeta Ovidio afirmó que, hasta que no se revocó la prohibición, las mujeres llegaron incluso a abortar los fetos de sus vientres como forma de protesta.
A principios del siglo xx, el problema no era tanto la decadencia que comportaba una mujer sobre ruedas, sino la idea de que simplemente no estaban capacitadas. Una mujer era demasiado inestable a nivel emocional, débil a nivel físico e inferior a nivel intelectual como para ocupar el asiento del conductor, según se creía. Era el mismo argumento que se usaba contra ella cuando se abordaba su derecho a votar y su derecho a recibir estudios superiores, dos otras cosas a las que las mujeres estaban intentando acceder durante esa época. Las mujeres se subían a los coches en unos años en los que su papel en la vida pública se estaba discutiendo como nunca antes. Y todos esos debates sobre quiénes eran y de qué eran capaces se abrieron camino poco a poco y fundamentaron el desarrollo tecnológico.6
En ese tiempo, los coches se hacían por encargo para el consumidor. Podías pedir lo que quisieras y el coche se construía a tu medida. La mayoría de los fabricantes de coches no tenían tiempo de invertir grandes cantidades de energía mental para pensar en el mercado en su totalidad, así que improvisaban.
La gente de la época usaba un amplio abanico de medios de transporte de una forma un tanto arbitraria, desde las dos piernas hasta caballos, burros, trenes, tranvías e incluso coches. Y los propios coches podían funcionar de muchas formas distintas: con gasolina, electricidad o vapor. A principios de siglo, un tercio de la totalidad de los coches de Europa eran eléctricos. Y en los Estados Unidos incluso más.
Sería fácil imaginar a los fabricantes de coches de gasolina y de coches eléctricos de la época discutiendo sin parar sobre qué tecnología era la mejor. Sin embargo, en los primeros años del automóvil, lo que los fabricantes querían promocionar en realidad era la superioridad de su producto en comparación con los caballos y los carros. Lo cual era lógico, puesto que el mercado del transporte tirado por caballos era el que querían invadir.
Los coches de la época que funcionaban con gasolina (los sucesores del Benz Patent-Motorwagen 3 que Bertha Benz había conducido hasta Pforzheim) eran bastante poco fiables. Difíciles de arrancar y muy ruidosos, no eran tanto un vehículo, sino más un estilo de vida en una máquina de pistones a presión que salpicaba gasolina por doquier. Eran máquinas viriles para viajar a toda velocidad, coches que podían llevarte lejos de casa y (si Dios quería) devolverte. Era el coche del aventurero, y la aventura, como ya sabemos, es para los hombres. No para las mujeres.
Como consecuencia, pronto surgió la idea de que el coche eléctrico era más «femenino».7 Se lo percibía como el sucesor más natural de la calesa tirada por caballos, mucho más que al coche de gasolina, un vehículo que simplemente te llevaba adonde quisieras ir. El coche de gasolina, en cambio, en muchos sentidos no era tanto un medio de transporte sino más bien un deporte para los temerarios jóvenes (varones) a los que les gustaba fardar de dinero. El columnista automovilístico estadounidense Carl H. Claudy escribió: «¿Ha habido alguna vez una invención que ofrezca una comodidad más absoluta a la mitad femenina de la humanidad que el carruaje eléctrico?».8 ¿Acaso no era práctico para una mujer poder ahorrarse el lavado de crines, cascos y colas que comportaba una calesa tirada por caballos? Así, solo tenía que pedir un coche a la cochera. Ni que decir tiene que esto solo se aplicaba a las mujeres más acaudaladas.
Por otro lado, el coche de gasolina necesitaba que se le diera a la manivela solo para arrancarlo. Se trataba de una operación sudorosa y a menudo también peligrosa. Primero tenías que colocarte junto al motor y tirar de un cablecito que sobresalía del radiador, luego agarrar la manivela y dar unos cuantos tirones hacia arriba, entonces ir al asiento del conductor, arrancar el motor, volver junto al motor, sujetar la manivela en la posición correcta y, finalmente, darle unas cuantas vueltas decisivas para arrancarlo.
En contraposición, los coches eléctricos podían encenderse desde el asiento del conductor. Además, eran silenciosos y fáciles de mantener. El primer coche que llegó a superar los cien kilómetros por hora era, de hecho, eléctrico.9 Con el tiempo, sin embargo, los coches de gasolina los adelantaron y los eléctricos se convirtieron en la opción más lenta y fiable.
«Los eléctricos […] seducirán a cualquiera que esté interesado en un vehículo completamente silencioso, inodoro, limpio y elegante que siempre está listo», reza un anuncio escrito de 1903.10 La imagen que lo acompaña muestra a dos mujeres con sombrero, guantes y sonrisas de oreja a oreja. Una mujer conduce mientras la otra se sienta a su lado alegremente. Las curvas del coche eléctrico eran delicadas.
Un anuncio de 1909 muestra un enfoque similar y anima al consumidor varón a comprar un coche eléctrico para «Su futura esposa o su esposa desde hace varias primaveras».11 El mensaje: este es el coche para las personas que valoran la comodidad. Sin gasolina, sin aceite, sin manivela, sin riesgo de explosión ni de que el vestido se te incendie. Ven y cómpralo sin preocupaciones.
En Taking the Wheel, la historiadora Virginia Scharff cita a comentaristas estadounidenses de la época que sostenían que: «No debería concederse el permiso de conducir a nadie