La puerta secreta. Belén A.L. Yoldi
puerta, antes de que se desate el caos. Pero el mentagión aún responde ante mí, yo soy su guardiana y debo intentarlo. Sea como sea, no puedo fallar.
Ruego también para que pueda encontrar a alguien digno y valiente al que confiar el mentagión y transmitir este legado. Gamal me ha enviado a su hijo menor desde Egipto, dice que está preparado para asumir la carga; procede de una larga estirpe de Guardianes que se remonta ininterrumpidamente hasta la época de los faraones y desea con vehemencia emular a sus antepasados y convertirse en un centinela del Nunrat, siguiendo el ejemplo de su padre y su hermano mayor. A priori parece un buen candidato. Pero hay algo en él, en su mirada huidiza, que me hace dudar de que sea un Elegido.
Por si acaso, dejo escrito un diario para mi sucesor o sucesora con la esperanza de que sabrá qué hacer cuando lo lea, si yo falto…
A ti te hablo. Cuando la esfera comience a girar y las puertas del universo se abran de nuevo, todos y todas las Guardianas de la Puerta estelar deberán entrar en el orbe del Nunrat con el mentagión, y allí sobre los puentes, al borde mismo del abismo, deberán repetir el conjuro que sirve para cerrar esas puertas. Generaciones y generaciones de guardianes que nos preceden lo han logrado; sus nombres están escritos con luz. Si ahora eres tú la persona elegida, has de saber que el futuro de nuestro mundo estará en tus manos.
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JAVIER |
En la inmensa vastedad del universo, alguien lanzó los dados del destino y uno vino a caer precisamente en un pequeño punto del norte de España, un día tórrido del mes de julio. Y esa voluntad quiso que la suerte se fijara en ellos cuando caminaban por los campos yermos de un pueblo abandonado llamado Ochate, que algunos consideran maldito.
Lo único que compartían eran unos días de vacaciones en un campamento juvenil de verano.
¿Por qué nosotros?, se preguntarían después a menudo. ¿Por qué no?, respondería la suerte sin dar explicaciones.
Si les hubiesen dejado elegir, Javier y Mónica jamás habrían emprendido un viaje juntos. Mucho menos para compartir una aventura.
Lo cierto es que su primer encuentro no había sido nada afortunado. Más que encuentro podría calificarse de encontronazo y solo sirvió para que los dos adolescentes se odiaran a muerte, al menos durante un tiempo.
Pero la vida casi nunca te pregunta tu opinión. Y proporciona extraños compañeros de viaje cuando uno menos se lo espera.
Cuando se conocieron, dos meses atrás, Javier acababa de mudarse a la casa de Mutilva con sus padres y la nueva vecina le pareció una chavala muy desagradable, de lo más impertinente y fastidiosa, con una boca demasiado grande, unos ojos castaños demasiado vivos y con demasiada mala leche para su gusto. Insufrible.
—¡Pedazo de bestia! ¿Por qué no miras por dónde vas? —Fue el saludo abrupto que Nika le soltó entonces, enfadada, sacudiendo la coleta.
Claro que, literalmente, él acababa de atropellarlas con su bicicleta en plena calle, a ella y a una niña gafosa más pequeña que la acompañaba. Esto también hay que decirlo.
Javier bajaba pedaleando a toda velocidad desde Pamplona por la avenida, con la mochila en la espalda. Llegaba tarde a comer y su madre era una maniática de la puntualidad.
Había tomado demasiado deprisa el cruce y, tras girar a la izquierda por la rotonda del Club de Marketing, había enfilado hacia Mutilva Alta sin apretar el freno, mirando hacia los lados para vigilar el tráfico de otros vehículos que se acercaban. No se había fijado en las dos niñas que empezaban a cruzar la calle por el paso de cebra hasta que fue demasiado tarde para esquivarlas.
El sol brillante de finales de mayo había contribuido también, un poco, a deslumbrarle.
Había intentado frenar en el último segundo, al verlas, y había girado el manillar para esquivarlas, pero no con la rapidez suficiente. Él tampoco era un acróbata con la bici. Así que, tras un violento derrape, los tres habían terminado rodando por el suelo en un revoltijo, con los brazos y piernas enredados entre los pedales y las ruedas.
Las gafas habían aterrizado sobre el asfalto caliente, unos metros más allá.
La chica mayor se zafó enseguida de la bicicleta y se levantó de un salto en actitud peleona, con la huella de una rueda marcada en su pantorrilla. La niña más pequeña, en cambio, se agarraba la rodilla contusionada con lágrimas en los ojos.
Javier se habría disculpado con ellas, pues solía ser un chico educado, si Mónica le hubiese dado tiempo. Pero su lengua rápida y el comentario agrio cortaron de raíz las buenas intenciones.
—No lo he hecho a propósito, ¿te enteras? Ha sido un accidente —farfulló, apartando nervioso la bici de la carretera para dejar pasar a los nuevos coches que llegaban. Todos los conductores se paraban, indagaban a través de la ventanilla y luego pasaban de largo al comprobar que no había ocurrido nada grave—. Bueno, qué, ¿os habéis hecho daño?
—¡Claro que nos hemos hecho daño, idiota! ¿A ti qué te parece? Como que venías lanzado...
En realidad, Mónica había parado con su cuerpo el mayor golpe y le dolía terriblemente, pero estaba demasiado indignada con aquel estúpido y demasiado preocupada por su hermana menor como para quejarse.
—¿Te encuentras bien, Leyre? —preguntó a la pequeña, solícita, mientras la ayudaba a levantarse. La menor asintió entre pucheros frotándose la rodilla.
Su hermana recogió las gafas del suelo y se las devolvió. Acto seguido, se encaró con el atolondrado ciclista con expresión beligerante. Era casi tan alta como él, pero parecía mayor. Con catorce años recién cumplidos, estaba bastante desarrollada y se la veía muy resuelta y adulta.
—¡Al menos podías pedir perdón! —espetó al muchacho.
—¡Ya te he dicho que no lo he hecho a propósito! —respondió acalorado en lugar de disculparse.
—¡Solo faltaba eso!
Retraído por naturaleza, Javier se puso decididamente a la defensiva. No estaba acostumbrado a recibir tantos reproches juntos. Además, aunque no quisiera reconocerlo, se sentía un poco intimidado por la actitud combativa de la niña, en inferioridad de condiciones. Él no entendía mucho de chicas —no tenía hermanas, era hijo único, y con sus compañeras de clase se trataba lo justo—, pero esta chillaba demasiado en su opinión. Le parecía que estaba montando un espectáculo por una tontería y Javi odiaba montar espectáculos en público.
—Pero estáis bien, ¿no? ¿Podéis andar?
—Claro que podemos andar… ¿Es que no lo ves o qué?
Pensó que lo mejor sería largarse de allí cuanto antes.
Se agachó a recoger su bicicleta del suelo y al hacerlo comprobó que se le había torcido el manillar y el faro colgaba roto de un cable. «Mierda». Enderezó la bici y puso el pie en el pedal. Al menos la cadena seguía en su sitio y las ruedas giraban sin problemas.
—Pues si estáis bien, yo me marcho. Lo siento, tengo prisa —dijo.
—¡Hala, así de fácil! Nos atropellas y tan fresco…
—Bueno, ¿y qué quieres que haga?
—Sí, sí. ¡Mejor lárgate!
Montado en la bici maltrecha, Javier se escabulló a toda prisa. Por suerte su casa no estaba lejos, en la calle Ezkibel, a solo unos metros de distancia. Pedaleó deseando no volver a ver nunca más a esa niña impertinente. Aún sentía en la nuca los ojos indignados de la chica.
Cuando llegó frente a su