Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez
¿Qué dice ella?
Ella misma como protagonista cuenta no pocas de las aventuras que le sucedieron durante aquellas travesías. Y lo cuenta casi siempre con su acostumbrada chispa y gracejo. «No pongo –dice– en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino, otras con hartos males y calenturas» (F 18, 4).
Y los demás, ¿qué cuentan?
Otros de sus acompañantes se han ocupado de darnos más detalles relativos a esos desplazamientos fundacionales. El primer biógrafo Francisco Ribera, bien informado por testigos presenciales, trasmite: «Llevaba consigo agua bendita y algunas veces un Niño Jesús en los brazos. Con esto no le causaba el camino distracción, ni la hacía más el andar que el estar, ni los negocios que la quietud, ni los trabajos que el descanso [...]. Iba por el camino tan en oración y en la presencia de Dios que casi nunca la perdía y esto no como otras personas devotas, sino de un modo muy alto, que allá en lo más interior de su alma traía las Tres Personas Divinas»[15].
Y Jerónimo Gracián en las Escolias a la vida de santa Teresa del P. Ribera apunta:
Por los caminos en los carros llevaban su campanilla y tañían a su tiempo silencio y oración y a decir sus Horas como si estuvieran en convento. Era cosa de ver el cuidado de la Madre con todas las cosas necesarias para los que iban con ellas como si no pensasen en otra cosa y toda su vida hubiera sido arriero. Algunas veces llamaba a los que iban a pie y los consolaba y hablaba con tanta gracia que no se sentía el cansancio. Otras íbamos hablando de cosas de Dios, especialmente cuando caminaba en mula.
El mismo Gracián informa acerca de la Madre Teresa como amazona, si queremos hablar así: «Cuando caminaba en mula, se sabía tan bien tener en ella que iba tan segura como si fuera en el coche. Acaeció una vez disparar a correr la mula en que iba, alborotándose, y ella sin dar voces ni hacer extremos de mujer, la refrenó. Finalmente, parece que para todo le daba Dios gracia, y en especial para estos caminos que hacía tan enderezados a su honra y gloria»[16].
La tonadillera
Trataba siempre de hacer lo más alegre posible los viajes a cuantos iban con ella. María de San José contando las jornadas desde Beas a Sevilla escribe: «Todo se pasaba riendo y componiendo romances y coplas de todos los sucesos que nos acontecían, de que nuestra Santa gustaba extrañamente, y nos daba mil gracias porque con tanto gusto y contento pasábamos tantos trabajos»[17].
Con ella
Un recorrido con ella por algunos de sus caminos, atajos, vericuetos, será aleccionador, viendo cómo encaja situaciones de todas clases y cómo sabe contarlas más tarde, regalándonos ese su libro de Las Fundaciones.
A Medina del Campo
En la primera salida fundacional llega con su caravana el 13 de agosto de 1567 a Medina del Campo y anota: «Llegamos a las doce de la noche y a pie nos fuimos a la casa. Fue harta misericordia del Señor, que a aquella hora encerraban toros para correr otro día, no nos topar alguno; el Señor nos libró» (F 3, 7). No hizo falta ni siquiera echarles un capote ni invocar a san Fermín; los toros habían ido por otra calle.
En Puebla de la Mancha
Saliendo de Malagón (Ciudad Real) llegó Teresa con sus acompañantes a Puebla de la Mancha. Entraron en la iglesia del pueblo y los curas no les querían dar la comunión teniéndolas por gente de mala ley que andaba por los caminos haciendo fechorías; «y como la vieron recibir el Santísimo Sacramento, llegáronse a ella muy escandalizados que cómo y cómo había comulgado, que primero que de allí saliese harían probanza de quién era». Ella tan alegre al ver la opinión en que la tenían y no les respondió nada. Se armó un barullo tal que las echaron de la iglesia, «enviando personas con ella hasta cerca de Toledo, para ver qué gente era» (BMC 2, 298-299). Como quien dice, escoltadas por la policía local, y algún alguacilillo en compañía de gente honrada.
En El Tiemblo (Ávila)
Otra aventura de lo más simpática la que corrió en El Tiemblo al ir en 1569 camino de Toledo. Lo cuenta una abulense célebre, Isabel de Santo Domingo, nacida en Cardeñosa, que acompañaba a la Santa. Me gustaría transcribir la narración por entero; pero me contentaré con resumirla. Salió la Santa de Ávila con la mencionada Isabel, otra monja y el sacerdote abulense don Gonzalo de Aranda a últimos de marzo de 1569. La primera noche la fueron a pasar a El Tiemblo. Tuvieron que aposentarse en un mesón. Junto al aposento de las monjas estaba hospedado un caballero, que se encontraba fuera en el momento. La Santa preguntó si no podrían meter allí al cura Aranda. Accedió el mesonero y sacó las pertenencias del otro y las metió en otro cuarto. Acomodado don Gonzalo de Aranda en el nido ajeno, «el buen viejo se puso a rezar sus maitines». En medio del gran silencio de la noche llegó el caballero. Al enterarse «que le habían mudado el aposento, fue tanto su enojo que riñó mucho con el mesonero y le quería dar de cuchilladas». No había manera de apaciguarle y juraba «que había de matar al clérigo». Al fin le redujeron entre el mesonero y los mozos de mulas que iban en la comitiva. Al ruido, las tres monjas se asomaron a ver qué pasaba. Y dice la cronista: «Gonzalo de Aranda salía con una vela en la mano y el Breviario en la otra, que con sus canas parecía un san Pablo, y con mucha paz comenzó a decir: “¡Jesús Señor!, ¿qué es esto y qué agravio le hemos hecho a vuestra merced?”. El otro a quien tenían bien sujeto y asido el mesonero y los mozos forzudos le dijo tantas y tan malas palabras que él se santiguaba muy aprisa y optó por retirarse a dormir. Lo mismo hicieron las monjas echando algunas jaculatorias distintas de las que echaba el agraviado caballero. Al fin desapareció el hombre enfurecido, pero haciendo juramento que había de salir al camino a matar al clérigo. El resto de la noche se pasó en paz, aunque con algún sobresalto. Al día siguiente continuaron su camino y fueron comentando, entretenidas, la braveza del pobre hombre»[18].
La venta de Andino
Siempre el tener que acogerse a ventas y mesones, a veces en condiciones desastrosas, traía consigo situaciones embarazosas entre cómicas y penosas. Basta recordar su estancia en la venta de Andino yendo a la fundación de Sevilla. La víspera de Pentecostés, 21 de mayo de 1575, le dio «una muy recia calentura...; fue de tal suerte que parece tenía modorra, según iba enajenada. Ellas a echarme agua en el rostro, tan caliente del sol, que daba poco refrigerio».
La presencia de la calentura en este caso hace ver que no era literatura lo que le hemos oído al comienzo de estas páginas: tener que viajar con hartos males y calentura. Así las cosas, sigue contando: «no os dejaré de decir la mala posada que hubo para esta necesidad: fue darnos una camarilla a teja vana; ella no tenía ventana, y si se abría la puerta, toda se henchía de sol». Y después de meterse con el sol de Andalucía, continúa: «Hiciéronme echar en una cama, que yo tuviera por mejor echarme en el suelo; porque era de unas partes tan alta y de otras tan baja, que no sabía cómo poder estar, porque parecía de piedras agudas. En fin, tuve por mejor levantarme, y que nos fuésemos» (F 24, 8).
Con esta descripción ha quedado inmortalizada la famosa venta de Andino, unas cuatro leguas antes de Córdoba. María de San José, compañera de camino, habla también de la camarilla donde metieron a la Madre febricitante y dice: «Era un aposentillo, que creo habían estado en él puercos; tan bajo el techo, que apenas podíamos andar derechas y que por mil partes entraba el sol, que con mantos y velos reparábamos; la cama era cual nuestra Madre la significa en el libro de Las Fundaciones (24, 8), y solo esto echaba de ver y no la multitud de telarañas y sabandijas que había, y esto que estuvo en nuestra mano remediar se hizo»[19]. De esta venta y de otras parecidas, Julián de Ávila dice con su buen humor: «Lo bueno que tenían estas posadas era que no veíamos la hora de vernos fuera de ellas»[20].
Desorientadas en el camino
Lo de errar el camino también pasó más de una vez, por ejemplo, cuando en junio de 1568 se acercó a Duruelo con una compañera y Julián de Ávila. Querían ver qué posibilidades ofrecía una casa que un caballero ponía a su disposición para hacer allí el primer convento de frailes.