Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez

Los papiros de la madre Teresa de Jesús - José Vicente Rodríguez Rodríguez


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en Dios y a Dios le reconoce en su debilidad.

      Doctora de la Iglesia

      A base de mucho diálogo y lucha profunda con los varones creó un espacio de vida nuevo a las mujeres, para encontrarse con Dios y con la vida donde la diversidad y las relaciones inclusivas y no excluyentes eran muy importantes. Dios invita a todos.

      Cuando Pablo VI la nombró doctora de la Iglesia, se quedó como suspenso un minuto y exclamó: «Qué grande, única, humana y atrayente es esta figura». Y a continuación explicaba el significado de la proclamación doctoral diciendo que se trataba de «un hecho que grabamos en la historia de la Iglesia y que confiamos a la piedad y a la reflexión del Pueblo de Dios».

      Y en la audiencia de Pablo VI a la misión española decía el 27 de septiembre de 1970: «La espiritualidad de santa Teresa, su clarividente impulso renovador, su fidelidad a la Iglesia y su profundo humanismo no deben ser solamente una singular gloria del pasado, sino un mensaje actual y vivo, que se proyecte sobre este mundo nuestro, tan lleno a la vez de turbación y de esperanzas»[1].

      El famoso jesuita Karl Rahner escribía poco después de la declaración pontificia: «Santa Teresa es declarada doctora de la Iglesia. Este acontecimiento tiene, naturalmente, su significado de cara al puesto y función de la mujer en la Iglesia. El carisma del magisterio, y precisamente dirigido a la Iglesia en cuanto tal, no es un privilegio del hombre, del varón. Queda así rechazada la idea de que la mujer, en el aspecto espiritual y religioso, sea inferior al hombre. Y el hecho de que también la mujer estudie teología queda con esto expresamente reconocido [...]. Su declaración como doctora de la Iglesia demuestra que si antes no se reconoció este título a las mujeres no fue debido a la falta de mujeres dignas de tal título, sino a la actitud de no conferirlo por razones nacidas precisamente de una valoración histórica y cultural de la mujer»[2].

       Al proponer nosotros a Teresa como una voz para nuestro tiempo, nos hacemos eco múltiple de lo que dejó dicho Pablo VI en la última frase de su homilía de aquel 27 de septiembre: «Debemos ver una llamada dirigida a todos a hacernos eco de su voz, convirtiéndola en lema de nuestra vida para poder repetir con ella: ¡Somos hijos de la Iglesia!». Y entendemos que ella quiere que bebamos de la fuente de donde ella bebía, y que, como ella escuchemos a Dios que sembró en ella unas semillas poderosas de vida y de verdad. Por ello creo que es una voz fuerte y fértil para nuestro tiempo. El mejor homenaje será, pues, que la escuchemos muy atentos con los oídos del alma y nos dejemos adoctrinar por tan esclarecida Maestra.

      Capítulo 2. Retratos de santa Teresa

      Teresa de Jesús es conocida y reconocida en la Iglesia como maestra de oración por su vida y por sus escritos, que son un regalo, un patrimonio de la Iglesia universal, no solo de su familia religiosa del Carmelo.

      Después de la primera consideración global que hemos hecho de la figura de santa Teresa en las páginas anteriores, conviene diseñar ahora su retrato, con el objetivo de abrir con más seguridad el diálogo con ella. Para hablar de sus retratos debidamente, dejando a un lado los vuelos poéticos, hay que señalar dos tipos de retratos: literario y pictórico.

      Primer retrato literario

      Un primer retrato literario lo encontramos en la declaración que hace el 5 de septiembre de 1595 el padre Miguel de Carranza, carmelita calzado, en el proceso de Valencia. Lo cuenta así: «Primeramente dijo que conoció a la Madre Teresa de Jesús, siendo ella de poca edad». Y esto sucedió así:

      Carranza era secretario del Vicario general de España, fray Damián de León [...]. Visitando la provincia de Castilla en el año 1552 llegaron a la ciudad de Ávila, y después de haber visitado el convento de sus frailes, fueron a visitar el convento de monjas de la misma ciudad, llamado de la Encarnación, que en aquel tiempo era de ciento y ochenta monjas, las cuales por su mucha multitud y poca renta vivían en grande parsimonia y pobreza. Y en él vivía entonces una religiosa llamada Teresa de Ahumada [...]. Era mujer de buenas partes, por ser de linaje esclarecido y de buen ingenio y habilidad; era entonces de pocos años, que según le parece, sería de treinta años, poco más o menos; y que era mujer morena y de buena estatura, el rostro redondo y muy alegre, y regocijada, y amiga de buenas y discretas conversaciones. Y tenía entonces, como dicen, sus devotos en la Orden, aunque nunca entendió que la dicha doña Teresa fuese amiga de malos tratos ni que fuesen fuera de los límites de religiosa, aunque con alguna libertad como en aquella casa y en otras de monjas de otras Órdenes, antes del santo Concilio se usaban (BMC 19, 133).

      Otro retrato literario

      El retrato literario más primoroso se debe a la pluma de María de San José, que fue priora de las descalzas carmelitas de Sevilla y de Lisboa. Siendo jovencita estuvo con la Santa cuando ella fue a Toledo y se aposentó en la casa de doña Luisa de la Cerda en 1562, donde vivía esta jovencita.

      El retrato de la Madre lo extendió, tres o cuatro años después de la muerte de la Santa, en uno de sus libros titulado Libro de recreaciones. Dice así:

      Era esta santa de mediana estatura, antes grande que pequeña; tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta su última edad mostraba serlo; era su rostro no nada común sino extraordinario, y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileño; los tercios de él iguales, la frente ancha e igual y muy hermosa, las cejas de color rubio oscuro con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos; la nariz redonda y en derecho de los lagrimales para arriba disminuida hasta igualar con las cejas, formando un apacible entrecejo, la punta redonda y un poco inclinada para abajo, las ventanas arqueaditas y pequeñas y toda ella no muy desviada del rostro. Mal se puede con pluma pintar la perfección que en todo tenía: la boca de muy buen tamaño: el labio de arriba delgado y derecho, el de abajo grueso y un poco caído, de muy linda gracia y color; y así la tenía en el rostro, que con ser ya de edad y muchas enfermedades, daba gran contento mirarla y oírla porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y acciones; era gruesa más que flaca y en todo bien proporcionada; tenía muy lindas manos, aunque pequeñas; en el rostro, al lado izquierdo, tenía tres lunares levantados como verrugas pequeñas, en derecho unos de otros, comenzando desde debajo de la boca el que mayor era, y el otro entre la boca y la nariz, el último en la nariz más de cerca de abajo que de arriba[3].

      Observadora y detallista al sumo esta mujer ha podido darnos este retrato precioso de la Madre Teresa de Jesús.

      Uno más

      Lo dejó hecho Francisco de Ribera, el primer biógrafo de la Santa[4]. De él extractamos algunos puntos que no aparecen tanto en el anterior. Dice por ejemplo:

      Los ojos negros y redondos y un poco papujados (que así los llaman, y no sé cómo mejor declararme), no grandes pero muy bien puestos y vivos y graciosos, que en riéndose se reían todos y mostraban alegría, y por otra parte muy graves, cuando ella quería mostrar en el rostro gravedad. [...] El labio de arriba delgado y derecho, el de abajo grueso, y un poco caído de muy buena gracia y color, los dientes muy buenos, la barba bien hecha, las orejas ni chicas ni grandes, la garganta ancha y no alta, sino antes metida un poco. [...] Toda junta parecía muy bien y de buen aire en el andar, y era tan amable y apacible, que a todas las personas que la miraban comúnmente complacía mucho.

      Retrato pictórico

      Quien mandó que la pintasen, Jerónimo Gracián, cuenta lo sucedido como sigue:

      Estando en Sevilla (impuse a la Madre) una mortificación, que fue de las que más sintió, que fue mandarla retratar. Y que obedeciese a todo lo que fray Juan de la Miseria, que fue quien la retrató, le mandase [...], y porque entraba allá dentro en el monasterio a pintar, venía bien que él la retratase. Pues teniendo aparejados sus colores y su lienzo, la llamó. Y así, sin mirar más primores, la mandaba poner el rostro en el semblante que quería, riñendo con ella si tantico se reía o meneaba el rostro. Otra vez no contentándose, tomábale él mismo la cara con sus manos y volvíala a la luz que le daba más gusto[5].

      Ya el padre Ribera dejó dicho:

      Sacóse estando ella viva


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