La ciudad sin límites. Alejandro Susti

La ciudad sin límites - Alejandro Susti


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es ésta de relacionar para un Almanaque callejero meses del año con calles de Lima. La arbitrariedad espontánea como fueron bautizadas muchas de ellas, desde antaño por la improvisación popular, al margen de todo oficialismo, hace de la toponimia de la ciudad antigua algo pintoresco y bizarro. (p. 3)

      La reconstrucción del pasado se sustenta en el conocimiento de la historia de los nombres de las calles, proceso que lleva Gálvez (1943) a descubrir la alternancia de dos voluntades en conflicto: la de un discurso oficial que impone determinadas denominaciones a las calles y la de una voluntad popular reflejo, a su vez, de los saberes y costumbres de sus habitantes, tal como señala más adelante en el texto:

      En el siglo XIX, el año 1861, la Municipalidad de Lima, considerando enrevesada la nomenclatura colonial, dispuso denominar las calles de Norte a Sur con nombres de Provincias del Perú en planchas amarillas y las de Este [sic] a Oeste [sic] con nombres de Departamentos en planchas azules, y en un órden [sic] semejante al del territorio nacional, de modo de hacer coincidir cada calle con nombre de provincia, en algún punto, con la de su respectivo departamento. (p. 5)

      Como los nombres de las calles de Lima fueron resultado del hábito y reflejo de costumbres y no respondieron a propósitos deliberados de bautismos impuestos. (p. 39)

      El texto, por otra parte, presenta una serie de paralelismos que parecen eludir la naturaleza de los cambios que afectan a la ciudad, noción que sugiere una visión estática o sincrónica de esta:

      En el siglo XVI antes de denominarse esta vía la Amargura, estaba comprendida en el común indicador del “camino a Pachacamac”, como todas las del sur así como las del Oeste [sic] se llamaban “camino de la mar” y las del este, hacia arriba, “camino de la sierra”. En esto, como en tantas otras cosas, lo más remoto se parece a lo más actual. La Lima naciente de los primeros años debió asemejarse mucho a los modernísimos lugares de huertas y chacras circunvecinas en trance de urbanización. Ya en el siglo XVII el “camino a Pachacamac” se llama preferentemente de Surco y como el mar homérico era innumerable. (p. 44)

      Por último, otro aspecto vinculado ya no al ámbito del espacio público sino al privado, es el énfasis colocado en el estatus y jerarquía social de quienes fueron los primeros propietarios de determinadas zonas de la ciudad. Así, Gálvez crea una distinción y jerarquización entre estos dos tipos de espacio sustentadas en el poder económico de sus propietarios lo cual normaliza la hegemonía de una clase y, de paso, legitima las desigualdades sociales:

      Fue famoso en la Amargura el callejón de Zumarán, antigua propiedad de Don Domingo de Ordazábal. Los Zumarán y los Hurtado y Zumarán vendieron al opulento Don Julián Zaracondégui, el de la bullada quiebra, quien en 1872 vendió a su vez al diplomático boliviano Don Juan de la Cruz Benavente, y su heredera, Doña Manuela Benavente de Sáenz, enajenó a la Beneficencia. Aquel callejón se llamó después de la Esperanza y es hoy hospicio de señoras pobres. (p. 45)

      En su conjunto, Calles de Lima y meses del año es probablemente una de las últimas expresiones de la visión pasatista de la ciudad fundada por las Tradiciones palmianas. Coincidentemente, durante el mismo periodo —la década de los años 40— aparecen otras publicaciones que también inciden en una visión que contrasta con las transformaciones urbanísticas, sociales y culturales que se están dando en ese entonces2.

      Otro testimonio de la visión pasatista de la ciudad al que aludiré brevemente lo proporciona la novela epistolar Cartas de una turista (1907) de Enrique A. Carrillo, “Cabotin”, en la que se propone una representación del balneario sureño de Chorrillos de comienzos del siglo XX a través de la focalización de su protagonista, una turista inglesa:

      Trapisonda —a donde he venido a pasar el verano con mamá y miss Sparklets, mi vieja y bondadosa chaperonne— es un balneario, donde se reúne toda la gente adinerada y de campanillas de este país. La ciudad se extiende en lo alto de un empinado barranco, ante una tranquila y anchurosa bahía, de líneas amplias y armoniosas. Se halla situada a treinta minutos de la capital, con la que se comunica de hora en hora —¡de hora en hora, solamente, darling!— por medio de un tren perezoso, que sale cuando quiere y llega cuando puede. (p. 29)

      […]

      En Trapisonda, solo dos grandes avenidas paralelas que dividen la población en toda su amplitud, merecen el nombre de calles. En ambas, al pie de las rústicas veredas de viejos tablones, se extiende una doble hilera de hermosos árboles, de copa ancha y polvorienta. En esta comarca, donde se acostumbra a podar el árbol hasta dejarlo desnudo, como un poste telegráfico, la sombra amiga de esas enramadas y el suave murmureo de sus hojas me procuran una sensación muy dulce y muy honda. (p. 30)

      Las descripciones citadas configuran un paisaje de resonancias idílicas en que la ciudad establece una relación armónica con el paisaje natural circundante y se complementa con él. En “esta comarca”, el tiempo transcurre sin prisa, acompasado por la presencia de un tren que “sale cuando quiere y llega cuando puede”. No estamos, entonces, ante un espacio urbano que exija al personaje desplazarse y, con ello, apropiarse simbólicamente de este. Nada, en realidad, resulta tan cómodo como describirlo mediante la modalidad textual de la carta destinada a alguien —aludido por el vocablo inglés darling— ausente y situado fuera de la narración y del mundo representado. Por otra parte, la adopción de la carta como vehículo de comunicación contribuye a dar cuenta de un universo cerrado en sí mismo —existente solo dentro del marco preciso que establece la comunicación epistolar regida por una fecha y un espacio específicos— donde el presente se configura como un tiempo ya pasado y concluido para el destinatario.

      Otro rasgo que subraya el carácter estático del espacio y el tiempo reside en el empleo del topónimo “Trapisonda”, que incide en el tono irónico adoptado por la protagonista para describir la apacible y monótona vida social del balneario3. En este escenario casi aldeano queda excluida la posibilidad de cualquier transformación; “las dos grandes avenidas que dividen la población en dos grandes avenidas paralelas” apenas “merecen el nombre de calles”, es decir, no ofrecen la morfología propia de una ciudad moderna, así como la presencia de sujetos sociales no pertenecientes a la clase alta.

      LA LIMA DE JOSÉ DIEZ CANSECO: EL KILÓMETRO 83

      La narrativa de José Diez Canseco ocupa un lugar singular en el desarrollo de la representación del espacio urbano de Lima. En una parte significativa de su obra —sin incluir la novela corta Duque de la cual me ocuparé más adelante— convergen la evocación de una Lima criolla y los síntomas del surgimiento de una urbe moderna. La ciudad representada en cuentos como “El trompo” o “El kilómetro 83” históricamente corresponde al periodo en que los viejos barrios populares del centro de Lima están sufriendo una serie de transformaciones:

      La concepción colonial de “vivir separados” se reviste de modernidad con la mudanza de las familias acomodadas a los distritos exclusivos del sur. Los pobres se quedan en los viejos barrios ocupando los espacios baldíos aún disponibles y luego, con las migraciones tempranas, presionando por un mayor número de viviendas. Demanda satisfecha por los propietarios en retirada con la subdivisión de viejas casonas y la construcción, con fines de renta, de numerosos callejones y casa de vecindad. La tugurización de estas viviendas absorbe el incremento demográfico de aquellos años. (Panfichi, 1995, pp. 36-37)

      Como bien se sabe, Diez Canseco desarrolló una intensa actividad como cronista cultural particularmente interesado en lo “criollo popular” como una forma de identidad que “supone compartir un estilo de vida, un código de interacción y un conjunto de solidaridades entre iguales, basados en valores provenientes tanto de la cultura de la plebe colonial como de la nueva cultura popular emergente con la modernización temprana de la ciudad” (Panfichi, p. 37). El criollismo, además, constituyó una forma de resistencia a las transformaciones culturales generadas desde inicios del siglo XX por la modernización de la ciudad —renovación de los servicios de agua, desagüe y alumbrado público, implementación del tranvía eléctrico— y a los cambios operados en la composición social de los habitantes del centro4. Una de las manifestaciones de esta subcultura fue


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