Rondas, fanfarrias y melancolía. Ricardo Bedoya

Rondas, fanfarrias y melancolía - Ricardo Bedoya


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enanas, batallones de Camicie Nere pasando como muñecos de cuerda o marionetas, o prostitutas llevando máscaras más que afeites cosméticos. En esa sumatoria se percibe la atracción, casi fetichista, por la superposición o acumulación de superficies: los colores de los vestidos, las texturas del mobiliario, los matices cromáticos de los decorados, los movimientos de los cuerpos, los significantes que atraen la mirada. Alejándose de la vocación de los narradores de historias o los fabuladores novelescos preocupados por redondear la coherencia interna de sus acciones, Fellini conecta fragmentos que a menudo tienen más potencia y energía que el todo. No es casual, por eso, que recordemos muchas de sus películas por algunos pasajes notables que se imponen sobre el conjunto.

      En esa nueva figuración, el universo plástico de Fellini exalta el artificio. La fotografía expresionista de Gianni Di Venanzo en Ocho y medio pasa de la lechosa sobreexposición de la secuencia en los baños termales (donde aparece el ideal de la mujer angélica de Fellini, la etérea Claudia Cardinale) a los contrastes de la habitación donde juegan los niños, deteniéndose en las tenidas monocromáticas de Marcello. Luego convierte la pureza de ese blanco y negro en el explosivo cromatismo de Giulietta de los espíritus. Erradicando las fuentes luminosas naturales y saturando la gama cromática que se impone en las escenografías y vestuarios, el realizador acentúa la irrealidad del universo mental de la protagonista y su confusión ante la visita de su madre y sus hermanas, ante los invitados inesperados de su marido y ante los sueños, pesadillas, recuerdos e invocaciones espiritistas; cada secuencia trae consigo un patrón estilístico —expresado en la selección cromática y en la saturación del campo visual— que busca figurar las tribulaciones de la crisis íntima del personaje y los fantasmas que la asaltan (en su artículo, Giovanna Pollarolo desarrolla la presencia e importancia de la figura, personalidad y querencias de Giulietta Masina en la obra de Fellini).

      Los referentes visuales del delirio en Giulietta de los espíritus provienen de la cultura psicodélica (presente también en Toby Dammit) y se asientan en las experiencias lisérgicas con LSD-25 a las que Fellini accedió antes del rodaje, tal como lo acredita Kezich (2007, p. 253) en su biografía del realizador. Efectos visibles en algunas otras de sus películas, como Fellini Satyricon, que expande la percepción de una Roma alucinógena, captada con un perfil arquitectónico que tiene algo de laberíntico, ruinoso y fragmentario; la escenografía de Danilo Donati imagina una Roma antigua que se ofrece ya como una suma de vestigios entrevistos en el curso de un sueño agitado.

      Al mismo tiempo, Fellini abandona las escenografías naturales y se refugia en los estudios de Cinecittà. Quedan atrás los paseos por los suburbios romanos emprendidos con el director artístico Piero Gherardi para hallar las localizaciones de Las noches de Cabiria. El realizador abandona los afanes de plasmar con realismo los lugares por los que transitan sus personajes. Con el propio Gherardi, Fellini se lanza a recrear la Via Veneto en Cinecittà para La dolce vita. Desde entonces, la falsedad escenográfica se convierte en aspiración. La dirección artística se estiliza, lo mismo que ocurre con los vestuarios, los decorados, el maquillaje y la iluminación.

      Roma se convierte en el escenario de trips que alargan o condensan períodos temporales, como ocurre en Toby Dammit, proponiendo una inmersión sensorial en espacios que lucen a ratos desolados y a ratos saturados, sin términos medios. De allí las impresiones de sobresalto e inquietud que provocan algunos pasajes de esa y otras películas de Fellini, con personajes enfrentados a las experiencias del perderse en la niebla o de encontrarse en terrenos baldíos (Amarcord, La voz de la luna), sin tiempos de referencia ni lugares reconocibles, en el colmo de la soledad, para pasar luego, y de repente, a la apoteosis de la celebración y los estallidos colectivos.

      La ilusión se convierte en exigencia. La dirección de actores se separa de los patrones naturalistas. El sonido postsincronizado no tiene pudor de mostrarse tal cual, destruyendo la convención de la sincronía labial; los diálogos, como otros componentes de la banda sonora, adquieren texturas extrañas, irreales, que se perciben como amortiguadas, distantes, como si fuesen ecos provenientes de la interioridad de los personajes, sobre todo de Marcello y de Giulietta. Como si estuviesen murmurando confidencias.

      El cineasta se sabe demiurgo y se muestra encaramado en una grúa, esa herramienta usada como soporte para los travellings de ascenso vertical y para el registro de los ángulos de altura, pero que Fellini transforma en la vara mágica de Mandrake, el mago, ese personaje de las historietas que tanto admiró. La grúa le permite ofrecer la mirada omnisciente y panorámica del fresco, remontar el tráfico romano al inicio de Fellini Roma, elevarse sobre la superficie inclinada del Gloria N en el naufragio de Y la nave va, encumbrarse para mostrar el paisaje de la mascarada veneciana de Casanova, trazar la topografía de la ciudad a la que llegó desde Rímini. Es, además, el instrumento que lo eleva para confirmar que su mirada es la del orgulloso y narcisista autor que pone su apellido al lado del nombre de la película.

      FELLINI, EL PERSONAJE

      En el período que inicia Ocho y medio en 1963, se imponen la autoficción, la reflexividad y la fantasmagoría. Fellini se convierte en personaje y se tematiza. Los años sesenta son los del paso al subjetivismo. Pero ello no trae consigo el diseño de un autorretrato. Al construirse como personaje, Fellini no se atiene a los datos objetivos y comprobables de su biografía. No es que descarte el realismo de lo verificable; más bien, lo amplía. “En un cierto sentido, todo es realista. No veo una línea divisoria entre imaginación y realidad. Pienso que hay mucha realidad en la imaginación”, afirma (Keel y Strich, 1978, p. 174).

      Embustero, Fellini siempre sembró en las entrevistas pistas falsas sobre su propio pasado5. Lo que sabemos de él como persona es aquello que se desprende de su cine. Ahí encontramos a un regista que jamás estableció jerarquías entre “alta” y “baja” cultura, nutriendo su obra de las técnicas y modos de representación del circo, del teatro popular y del music hall, pero también de la estética de los fumetti o historietas, de la memoria de los musicales de la RKO de los años treinta, de las notas sensacionalistas de la prensa, de los péplums del cine mudo, de las aventuras de Flash Gordon y de Mandrake y la princesa Narda, del humor de los cómicos de la legua, de la pintura surrealista, de la comedia melodramática chapliniana, de la publicidad televisiva, de la fotonovela, de las películas de los estilistas del horror del cine italiano de los años sesenta, de los melodramas con Myrna Loy y Ronald Colman, de la cultura de la psicodelia, de la iconografía de las opulentas maggiorate del cine italiano de los años cincuenta, de la imaginería frívola aportada por los paparazzi, del humor escatológico de la comedia popular, de las representaciones visuales que activan las fantasías del varón que observa a las mujeres desde sus miedos más arraigados y desde los tabúes y alarmas morales inducidas por la educación católica, tal como lo hemos visto representado (y caricaturizado) tantas veces en la salaz comedia popular italiana de los años setenta. Ahí están las raíces de su imaginería. El personaje Fellini es el producto de todo eso6.

      Amarcord, que cierra un ciclo de películas de autoficción cuyos títulos más importantes son Los clowns y Fellini Roma, da cuenta de esa mixtura de fabulaciones, influencias culturales múltiples y memorias recreadas. El “yo recuerdo” del título alude a la síntesis de la evocación de una biografía más imaginada que real y el retrato de las representaciones colectivas en tiempos de la Italia fascista. El clima de relajamiento y pereza de la vida en el pequeño pueblo que retrata Los inútiles es releído en clave onírica, satírica y grotesca en Amarcord. El relato, digresivo, alterna los diseños del caricaturista (la descripción de los profesores de la escuela), las anécdotas pintorescas (el paciente psiquiátrico que grita “¡voglio una donna!” encaramado en un árbol), los apuntes costumbristas satíricos (esas peleas familiares), las fantasías sexuales y masturbadoras compartidas por los muchachos del lugar a la vista de la Gradisca (Magali Noël), con epifanías en las que el tiempo parece detenerse y se produce la alquimia de lo fantástico (la aparición del pavo real, los muchachos meciéndose entre la bruma, la aparición del transatlántico). La memoria es como ese paisaje brumoso que un anciano confunde con la muerte. Y una caminata por la niebla conduce a la aparición inesperada de un buey; es decir, se produce el encuentro entre el azar y la


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