En vivo y en directo. Fernando Vivas Sabroso
Miles de capítulos
A pocos meses de la fundación del canal, en 1960, la palabra “telenovela” sonaba con insistencia en Panamericana. Goar Mestre las había producido en Cuba y en México, Argentina, Brasil y Venezuela se emitían con gran suceso. Es más, en México se habían filmado algunas para exportar y los norteamericanos, pioneros del video, ya venían grabando las suyas. La experiencia temprana del teleteatro continuo sobre el caso Chessman (véase, en el capítulo 1, el acápite “El impulso a la telenovela”) y posteriores novelas semanales programadas horizontalmente confirmaron a los Delgado Parker que hacer telenovelas era un mandato del destino.
El lunes 22 de mayo de 1960, a las 4.30 de la tarde, poco antes del retorno de los padres de familia a casa y hora en que los niños, si habían llegado, se encontraban haciendo sus tareas escolares, arrancaron los 95 capítulos de media hora de Historia de tres hermanas, el primer folletín nacional. Fue escrito por el peruano Juan Ureta Mille, ejecutado íntegramente por el canal 13 y auspiciado por Copsa (Compañía Oleaginosa del Perú). Antes que los Delgado Parker tuvieran que importar libretos y tal vez tomar la drástica decisión de postergar la producción de telenovelas hasta el arribo del videotape, Ureta los convenció de que podía escribirlas y dirigirlas en vivo. La cabeza del clan teatral Ureta-Travesí, esposo de Elvira y cuñado de Gloria Travesí, padre de Gloria María y de Liz Ureta, había tenido una experiencia trunca montando teleteatros en el canal 9: esta vez quería hacer televisión de largo aliento. Sabía que a diferencia de la radionovela, pródiga en golpes trágicos y sonoros, el equivalente televisivo debía modular el tono e intentar ajustarse a la realidad escénica. Para empezar hizo girar su argumento sobre un hogar de clase media, donde una madre abnegada (Elvira Travesí) es el paño de lágrimas de tres hermanas, dos buenas (Gloria María Ureta y María Elena Morán) y una mala (Mary Faverón). Este esquema, susceptible de abrirse a varios subplots e incorporar un número ilimitado de personajes secundarios como los que interpretaron Fernando Larrañaga (hijo de Gloria) y Benjamín Ureta (también allegado al clan) fue modélico para la intensa producción posterior.
En este primer ensayo se produjo ya ese apuro tan temido y a la vez tan necesario al género. En muchas ocasiones, según María Elena Morán,15 la hermana ingenua, Ureta entregaba el libreto por la mañana y hacia la tarde el elenco debía grabarlo en su memoria. En casos extremos, sin “chuleta” ni apuntador, pues el director español con experiencia en la televisión colombiana Fernando Luis Casañ no lo permitía, se tenía que recurrir a la improvisación. Pero los actores no tenían que atenerse a las indicaciones técnicas, pues para mediar entre la técnica y la actuación estaba el mismo Juan Ureta, director escénico. En el futuro, Ureta optaría por controlar el proceso de producción de las telenovelas e ir delegando en su cuñada Gloria, cuando no se adquirían libretos extranjeros, la tarea de escribir. La vocación mujeril del género obligaba además a buscar manos femeninas, en especial las de señoras sensibles que por haber vivido discretos romances sabían manejar las ansias de las televidentes sin pasarse de la raya (y si no los habían vivido, mejor, pues el carácter autorreprimido y sublimante garantizaba estupendas telenovelas con amores imposibles y corrientes subterráneas).
La segunda novela del 13 escapó a la línea, fue casi un teleteatro continuado y Ureta no tuvo que ver con ella. El abogado del diablo (setiembre a diciembre de 1961), adaptación de un best-seller de Morris West, fue producida por Padema, empresa que Pablo de Madalengoitia fundó para realizar joint-ventures con el 13. Interpretada por Vlado Radovich, Hudson Valdivia, Linda Guzmán, Carmen Escardó, Ofelia Woloshin, Manuel Delorio, Edgar Guillén y Miguel Gómez Checa, las pesquisas de un monseñor en el Vaticano para dar con la verdad tras un sospechoso caso de canonización y el juicio subsiguiente, poco tenían que ver con las telenovelas que vinieron, aunque fueron estiradas a decenas de capítulos. Los culpables (octubre de 1961) fue la tercera novela nacional, que tomó la posta que acababan de dejar las “tres hermanas” y que preparó el terreno para el folletín más lloroso a la fecha.
Las madres nunca mueren prolongó sus cientos de capítulos desde diciembre de 1961 hasta julio de 1963, en el horario central de las tardes del canal 13, las 2.30 de la tarde. Lever Pacocha, el consorcio que representaba las marcas que auspiciaban las soap-operas norteamericanas, publicó esta promoción: “Un argumento sencillo y delicado: ¡amor, ilusión, dolor, intriga!, cada capítulo una emoción, cada personaje un enigma. El drama más intenso que haya producido el autor y director Juan Ureta”.16 A un costo aproximado de 200 mil soles mensuales (5 mil dólares de ese entonces), el libreto de la cubana Marina Anido Viturena adaptado por Ureta era protagonizado por Elvira Travesí, Cuchita Miró, Violeta Bourget, Consuelo García, Alicia Taipe, Benjamín Arce, Sara Canani y Álvaro González. Al día siguiente arrancó otra novela en el 13, Almas solitarias, otro argumento importado de Cuba escrito por Rafael Garrigas e interpretado por Vlado Radovich, Alfredo Bouroncle, Manuel Delorio, Norma Doncel, Carmen Escardó y Ofelia Lazo, la futura “Natacha”, que interpretando a una ciega, criatura melodramática esencial, se dio algunos deliberados porrazos contra el austero mobiliario panamericano.
A fines de 1961 se produce una revolución en el género recién nacido. Ureta comienza a dirigir en videotape Mañana comienza el amor, estrenada poco después. Mientras se llevaba a cabo esta experiencia piloto, en enero de 1962 se lanzó en vivo El cuarto mandamiento, “una historia de abnegación, amor y sacrificio que perdurará en el corazón de las familias”, según la promoción pagada por Johnson & Johnson. Actuada por Alberto Soler, Ofelia Lazo y el español José Vilar debutando en nuestro medio, el 13 había intentado improvisar una libretista, Marina Nerval, cuyo único crédito era el de haber sido campeona de Helene Curtis pregunta. Para entonces, se hizo tradición que los actores presentasen los primeros capítulos; acabado el autobombo seguía lo que ya por ese entonces el comentarista de El Comercio calificó de “situaciones demasiado forzadas, diálogos demasiado ingenuos y personajes carentes de realidad”. Estas críticas que acompañarían la evolución de la telenovela como una letanía, se hacían más agresivas cuando los personajes se desenvolvían en ambientes de clase alta; allí sí el contraste con los austeros sets del canal, que parecían tener siempre una personalidad mesocrática, era deplorable.
Terminaba una novela nacional y empezaba otra. La niebla, filmada en México y único folletín importado por el 13, pasó desapercibido. Al término de Los culpables, en marzo de 1962, entró Acusada, protagonizada por Elvira Travesí. Unas semanas después los Delgado Parker entregaron su primer paquete de afán exportador, grabado en tape, producido con capítulos contados y con un cast variopinto que les permitió anunciarla como “la soberbia telenovela que reúne a grandes figuras internacionales”. Se llamaba Mamá, y como lo demostraba la inacabable Las madres nunca mueren, aquí había material para 100 novelas más. En el estadío inicial del folletín televisivo de sets estrechos, antes de desbarrancarse por territorios románticos, policiales y aún épicos, el pequeño mundo de las mamás, siempre casero y al tanto de las aventuras mundanas de sus hijos, recordando amores y llorando no tenerlos más, sublimando la pasión en el afecto de los jóvenes y cargando más cruces que nadie, fue el más frecuentado. Carmen Montejo, crucificadísima actriz mexicana, fue contratada especialmente para la ocasión, aunque no para hacer de madre sino de hija. La titular era Amalia Sánchez Ariño, conocida actriz hispano-argentina, acompañada de los españoles Josefina Rovira, Carla Martín y José Vilar; de las argentinas Isabel Aguirre y Norma Doncel, y de Vlado Radovich, Fernando Larrañaga y varios más. Casañ, el productor español, se sentía a gusto entre tantos compatriotas.
Tras miles de capítulos de media hora la fábrica de telenovelas por fin hizo su primera exportación. Caras sucias, con Gloria María Ureta y Vlado Radovich rodeados de un grupo de jóvenes de los bajos fondos que justificaban ese título con evocaciones de cine negro, fue escrita por el versátil Felipe Sanguinetti y vendida en junio de 1962 al canal 5 de México. Otro actor jocoserio, Nerón Rojas, escribió y protagonizó junto a Pepe Vilar La parroquia de mi barrio. El año 1962 se cerró con La cobarde y con dos novelas del clan Ureta: Ansiedad y Difamada.