El feudo, la comarca y la feria. Javier Díaz-Albertini-Figueras

El feudo, la comarca y la feria - Javier Díaz-Albertini-Figueras


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con fondos estatales. Es parte de la denominada «tercerización» y, en este caso, consiste en que las ONG se transforman en una suerte de subcontrata que brinda servicios que antes se encontraban bajo la planilla estatal. Esto representa varias ventajas para el Estado: (a) reduce su personal y no tiene que lidiar con problemas de contratación, nombramiento, pensiones y sindicatos; (b) transfiere parte de los costos políticos de la implementación de los programas a las ONG o firmas encargadas, ya que se responsabiliza a estas por los fracasos; (c) ante problemas diversos puede rescindir contratos y contratar a otros; igualmente, puede interrumpir o terminar programas sin mayor aviso; (d) vía procesos competitivos de proyectos (concursos), saca provecho de la experticia de todos los concursantes (no solo de los ganadores).

      El discurso del liberalismo es que el Estado debe disminuir su intervención en las áreas que afectan la iniciativa y libertades individuales, por un lado, y en aquellas áreas en las que resulta ineficiente e ineficaz porque serían mejor abordados desde el afán de lucro. Desde esta óptica, la iniciativa privada es más eficiente y, por ende, representa un beneficio mayor para la ciudadanía. Como se mencionó anteriormente, esto se extiende a áreas tradicionalmente bajo el manto estatal, como la educación y la salud, pero también a la administración de carreteras, penales y, claro está, el espacio público.

      Inclusive, con el tiempo se va perdiendo la pretensión de extender lo universal a todos los ciudadanos. Algunos analistas añaden que resulta ser un cambio fundamental en las concepciones sobre el desarrollo y la pobreza (Castillo, 2002; Scribano, 2002). Hasta los años noventa, el énfasis estaba puesto en ampliar y extender los derechos hacia todos (universalizarlos) y, especialmente, a los pobres que se encontraban marginados. La pobreza –término poco usado entonces en el léxico del desarrollo– era vista como una vivencia temporal, una anomalía que sería superada con la ampliación de la ciudadanía y con los bienes y servicios del Estado de bienestar (educación, salud, empleo). Para los mismos sectores de menores ingresos, la palabra pobreza tenía una connotación negativa y rara vez estas personas se definían como tales; más bien, se identificaban como humildes o trabajadores.

      Con el neoliberalismo, sin embargo, se normaliza la pobreza y se convierte en un indicador e identidad que abre las puertas a programas sociales. Los pobres son identificados (mapas de pobreza), focalizados (recipientes de asistencia social) y compensados por los posibles estragos sufridos por los programas de ajuste estructural (Castillo, 2002). De parte del Estado hay pocos esfuerzos por solucionar el problema de la pobreza; por el contrario, los programas sociales están orientados a reducir déficits en los servicios, la alimentación y, últimamente, los ingresos. Resulta así porque se considera que el mercado es la fuerza que terminará con la pobreza y el atraso, con lo cual se relega al Estado a funciones de compensación social que «alivian» la pobreza. Los derechos sociales, económicos y culturales no son reconocidos plenamente; muchas veces, se arguye que son «difíciles de identificar», «difíciles de medir» y más aún de viabilizar.

      Por ello, también existe un impulso político-ideológico hacia la privatización –sea estatal o privada– del espacio público. Este ha estado bajo el cuidado del Estado, pero con consecuencias consideradas negativas: descuido, peligro, riesgo, subinversión, etc. De ahí que se razone y proponga que, en lo posible, estos espacios deben caer bajo la iniciativa privada, la cual tiene los recursos para invertir y puede asignarlos de manera más eficiente. El siguiente ejemplo refleja el cambio de pensamiento.

      Hace 35 años –en 1981 para ser exactos–, el entonces alcalde del distrito de Chorrillos, Pablo Gutiérrez, realizó una manifestación en las afueras del Club Regatas, comba en mano, para tumbar el muro que lo separaba de la playa pública Pescadores. Gutiérrez argumentaba que las playas eran públicas y que el club se había apropiado ilegalmente de un bien de todos los peruanos. No pasó de ser una de las múltiples muestras entre populistas y folclóricas de este político, pero expresaba un sentimiento compartido por muchos, en el sentido de ampliar el acceso de todos a los espacios de la ciudad. En pocas palabras, el impulso era a publicitar lo privado.

      Hace unos años, el alcalde de Lima Metropolitana, Luis Castañeda, cambió el nombre de los parques zonales de la ciudad, es decir, las áreas verdes situadas en zonas populares. Los transformó en «clubes zonales» y, en una entrevista televisiva, mencionó que antes los clubes eran solo para los ricos, pero ahora estaban abiertos para el pueblo (claro, previo pago de boleto de entrada). Es decir, privatizó lo público. Más allá de los claros propósitos populistas, una vez más se estaba rebajando la capacidad estatal para gobernar una ciudad inclusiva.

      Como bien indican Xu y Yang (2008), una de las fuerzas principales en la privatización global de las ciudades es la hegemonía neoliberal. El cuestionamiento al gasto estatal –por ser supuestamente ineficiente, plagado de obstrucciones burocráticas y corrupción– es comparado con las innegables virtudes de las decisiones basadas en la eficiente asignación de recursos vía los mecanismos del mercado. Como resultado, disminuyen las inversiones en la generación de nuevos espacios públicos y, más bien, se prefiere la generación de espacios «cuasipúblicos», sea en la promoción de centros comerciales o en la privatización de los espacios públicos existentes vía el cobro de admisión o concesiones.

       1.6 El apego al espacio próximo

      ¿Será que la ciudad posmoderna solo tiene como función ser un dormitorio para descansar y un escritorio para navegar, y que el espacio público –efectivamente– esté condenado a desaparecer? ¿La creciente virtualización hará que nuestras comunidades cibernéticas reemplacen a la plaza o el parque a la vuelta de la esquina? ¿Con qué «terruño» –si hubiera alguno– es que se identificarán los seres humanos?

      De las múltiples fuentes de identidad, una de las más importantes es la posición territorial: la definición de la persona que nace de las diversas unidades espaciales que ocupa y que son socialmente definidas, las cuales varían desde lo más próximo (hogar, collera, barrio) hasta territorios tan amplios como países, regiones y el mismo planeta. El territorio siempre ha estado ligado a nuestra supervivencia como colectivo y como base de nuestra cotidianidad personal, porque está estrechamente relacionado con asuntos como el sentido de protección y pertenencia, el acceso y disponibilidad de recursos, y el sentido básico de compartir un espacio apreciado con otros:

      Con muy pocas excepciones, todos los grupos culturales conocidos por la antropología tienen algún apego a un territorio o paisaje. Esto es cierto entre los nómadas como entre los agricultores, los trabajadores industriales y los programadores de computadoras. Las formas de pertenencia naturalmente varían […], pero el lugar ha jugado una parte importante durante la historia cultural humana. (Eriksen, 2004, pp. 55-56)12

      Es sumamente difícil imaginarse identidades sociales y colectivas sin un referente espacial, porque, como se señaló anteriormente, la acción humana tiene al espacio como soporte material. Esta relación con el espacio se inicia con un sentido de pertenencia territorial. El territorio se puede entender como condicionado por la morfología del espacio, pero esencialmente es una operación social relacionada con ciertos factores que inducen una percepción de fronteras (Gubert, 2005). Todo territorio tiene límites que permiten diferenciarlo de otros, aunque pueden ser establecidos de formas bastante flexibles. La pertenencia significa que alguien se siente parte de algo, en este caso, de un territorio definido socialmente, principalmente con respecto a sus límites o fronteras. En la percepción de fronteras, Gubert (2005) destaca tres factores:

      • El principio de similaridad, es decir, en el interior del territorio se encuentran características morfológicas, físicas y culturales, tipos de actividades económicas, entre otros, que son vistos como similares, lo que genera un sentido de unidad. Esto se nota con claridad al observar cómo muchos territorios son identificados con ciertos servicios o productos, como Silicon Valley en California, los casinos en Las Vegas y las salchichas de Huacho. A pesar de que son ciudades en las cuales hay variadas actividades económicas, una de ellas destaca y genera una suerte de percepción de frontera respecto a las áreas aledañas.

      • El principio


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