El feudo, la comarca y la feria. Javier Díaz-Albertini-Figueras
intente respetar los derechos y deseos de todos ellos. Estos lugares de libre acceso, transparencia y diversidad solo pueden sobrevivir si la mayoría de sus usuarios se comprometen a defenderlos y a limitar las ansias desmesuradas de control social. Normalmente, esto se logra si las personas se apropian de los espacios (sus calles, parques, veredas), porque es una forma de involucrarse en su uso y destino. Este autor señala que la apropiación ciudadana, habitualmente, se nota en pequeños actos que reflejan el apego al lugar: plantar árboles y flores, mantener las viviendas limpias y pintadas, salir y conversar con vecinos en la vereda o cómodamente sentados en sillas mientras se observa a los niños y niñas jugar, entre otros. En estos espacios es más difícil que avance la delincuencia y la peligrosidad, aunque es imposible erradicarla por completo, pues el riesgo siempre está latente.
Las preocupaciones sobre la protección y la seguridad son las que han llevado a que el espacio público sea entregado a la decisión y arbitrariedad de autoridades y funcionarios gubernamentales, quienes con frecuencia concesionan estos lugares al sector privado para que dejen de ser públicos. Pero el énfasis puesto para que el gobierno o la empresa controlen los espacios públicos, como mecanismo para protegernos de un «otro» considerado peligroso, tiene un costo alto. Según Francis (1991):
En las calles democráticas, no obstante, se debe lograr un acuerdo apropiado entre la protección y las cualidades negadas por la privatización, como son el descubrimiento y el reto. Esto es particularmente importante para los niños y niñas. El riesgo y el descubrimiento contribuyen a su desarrollo individual y competencia ambiental, y un sentido de protección puede mantenerse sin eliminar los retos de la calle. (p. 31)9
El respeto a lo multifuncional hace más complejo el control social y la armonía en los usos, lo cual con frecuencia se traduce en conflictos, pero que en la mayoría de los casos se pueden resolver con la participación y negociación. El ejercicio de la tolerancia y la negociación convierte a los espacios públicos en escuelas prácticas de la democracia. También, de acuerdo con Francis (1991), llevan al amor por las calles, los parques y por la misma ciudad.
Más allá de las connotaciones idealistas –y hasta románticas– del espacio público y su importancia en la conformación de la ciudadanía (Salcedo, 2002), diversos estudios muestran que su pérdida implica una lenta, pero inexorable transición hacia ciudades más fragmentadas y segregadas, lo cual magnifica las diferencias sociales y económicas existentes entre sus pobladores. Como resultado, salvo en pequeños territorios y en reducidas geografías, el habitante de la urbe siente que la ciudad le es «extraña», «foránea» y, en muchas ocasiones, «peligrosa» (Dammert, 2004). Este hecho plantea considerables cambios en cómo visualizamos a la ciudad misma –y a los que habitan en ella– y en las formas como construimos nuestra identidad territorial y ciudadana.
El limeño de clase media de hace cuatro décadas transitaba por el Centro Histórico, el Rímac, Barrios Altos y La Victoria, al mismo tiempo que podía hacerlo por Miraflores y San Isidro. De esta manera, se apropiaba de un sector importante de la ciudad, a pesar de las marcadas diferencias en la conformación física, social y económica de estos ámbitos. Reconocía así al otro, a su conciudadano, y compartía con él un bien común y público: el parque, la playa, el café, lo monumental. No siempre lo hacía en paz y, muchas veces, buscaba controlar o desalojar al pobre o diferente (ambulantes y mendigos, por ejemplo), pero de una forma u otra el espacio se transformaba en un lugar de intercambio y de expresión, de vivencia de nuestra diversidad y diferencias.
Actualmente, vivimos en una ciudad que ha pasado de tener un centro multifuncional que concentraba la economía y finanzas, la burocracia estatal, la oferta cultural y vida social, a ser una ciudad distinta, caracterizada por nuevas y múltiples centralidades y jerarquías que dependen más del flujo de la información que de la ocupación de un territorio determinado (Vega Centeno, 2007). Hasta cierto punto, esta evolución nos ha separado porque no han surgido otras centralidades transversales, es decir, capaces de cruzar barreras de clase, etnia, raza, género. Aunque hay algunos candidatos que quizás logren esta integración –como son el mar, el malecón y la Costa Verde–, todavía es temprano para asegurar que las fuerzas integradoras superen a la tentación de la privatización. Los mayores peligros para el espacio público no provienen de la falta de una centralidad, sino más bien de procesos que se han acelerado en los últimos años, como el incremento de la inseguridad, el dominio del parque automotor y, finalmente, el imperio del liberalismo como ideología dominante detrás de las propuestas urbanas. Examinaré cada uno de estos procesos a continuación.
1.3 El temor y la inseguridad
La inseguridad es esgrimida como razón principal para abandonar o intentar limitar los espacios públicos. En una ciudad crecientemente fragmentada, la mayoría de los habitantes se transforman en «otros», en foráneos y desconocidos. La idea que prima es que el encuentro con estos «otros» siempre conlleva riesgo y peligrosidad. Esta apreciación tiende, además, a ser jerárquica. Por ejemplo, en una ciudad como Santiago de Chile, según la opinión de sus ciudadanos sobre la peligrosidad, esta siempre depende del estrato socioeconómico del interlocutor:
Por ejemplo, Providencia es visto como peligroso para los entrevistados de los niveles más altos, pero no para los estratos socioeconómicos medios. Para éstos, el peligro está radicado en las poblaciones más pobres aledañas a sus barrios. Por su parte, para los entrevistados de los estratos socioeconómicos más bajos, dicha percepción configura la existencia de «barrios» o «sectores» marcados dentro/fuera de la población; es decir, siempre se ubica otro más peligroso y desconocido. (Dammert, 2004, p. 93)
Un tema recurrente de la sociología contemporánea es que la modernidad tardía o posmodernidad está signada por el riesgo, lo cual genera inseguridad, desconfianza y temor (Giddens, 2002). Para Beck (2002), lo que distingue los riesgos actuales es que han sido manufacturados, es decir, han sido creados por el mismo ser humano, y no como antes, cuando eran producto de desastres e infortunios causados por la naturaleza. Nuestras incertidumbres son alimentadas por las mismas estructuras y sistemas sociales que sostienen a la sociedad. A ello contribuye la pérdida de credibilidad en la ciencia (energía nuclear, destrucción masiva, debilitamiento de la capa de ozono, transgénicos), en la economía (crisis de mercados, burbujas financieras, flexibilidad laboral, desempleo), en la industria (contaminación, calentamiento global, obsolescencia planificada, consumismo, migraciones masivas), en la política (terrorismo, guerras, nacionalismos, autoritarismos), en la cultura (fundamentalismos, intolerancia) y hasta en la sexualidad (ETS, sida). La incertidumbre aumenta, además, con el predominio del individualismo –muchas veces manifestado solo en un consumismo desenfrenado–, lo cual dificulta la construcción de las acciones colectivas necesarias para responder a estos riesgos y disminuir las incertidumbres.
Por otro lado, como bien ha analizado Bauman (2000), bajo la noción de seguridad se manejan, por lo general, tres conceptos interrelacionados –aunque analíticamente diferentes– que se expresan en inglés como safety ‘estar a salvo, protegido’, certainty ‘certidumbre’ y security ‘seguridad’. La sensación de riesgo y temor actual es resultado del debilitamiento simultáneo y combinado de estos tres factores. No nos sentimos a salvo porque las instituciones protectoras tradicionales (familia y comunidad) ya no tienen la capacidad de hacerlo, y las instituciones modernas han perdido su legitimidad y eficacia ante el embate de los eventos globales sobre nuestras vidas. La incertidumbre ha aumentado por muchas razones, pero una de las más importantes es la pérdida de confianza. Finalmente, la inseguridad tiende a ser el resultado del debilitamiento del «contrato social» y del fracaso de las grandes ideologías que paliaban las divisiones entre seres humanos, generaban un sentido común en la sociedad y ofrecían alternativas de solución a los problemas/dilemas (marxismo-liberalismo).
Para Bauman (2000), el problema del temor surge porque el individualismo imperante y la total pleitesía al mercado ubican a las libertades económicas como fin máximo de la sociedad y, por ende, del Estado. Esto restringe el marco de acción estatal e inhibe las acciones que podría tomar para proteger o generar mayor certidumbre. En otras palabras, hay poca o nula acción estatal para reforzar el sentido