El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Isaac León

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mientras que en Argentina las turbulencias políticas tienen efectos perturbadores en la actividad fílmica. Pero también la cercanía geográfica de México con Estados Unidos y la asociación que establecen al inicio de la Segunda Guerra Mundial favorecen los intereses de la producción fílmica de ese país, mientras que la posición de neutralidad argentina inhibe a Estados Unidos del envío de película virgen, un bien relativamente escaso en el periodo de la guerra. En realidad, durante la guerra, Estados Unidos le deja a México parte de su mercado continental que, años después, y sobre todo en el curso de los cincuenta, recupera para su industria fílmica, con lo que le asesta un duro golpe a la industria vecina7.

      En relación con la presencia del cine de esos países en la región, Carlos Monsiváis afirma:

      A la dictadura de Hollywood las cinematografías nacionales oponen variantes del gusto, que derivan de la sencillez y simplicidad en materia de géneros fílmicos, de los presupuestos a la disposición, de métodos para entenderse con la censura, de estilos de los directores, de capacidad de distribución internacional, de aptitudes actorales, de formación de los argumentistas, etcétera. Hollywood intimida, deslumbra, internacionaliza, pero el cine de América Latina depende de la mimetización tecnológica y el diálogo vivísimo con su público, que se da a través de lo ‘nacional’: afinidades, identificación instantánea con situaciones y personajes (la simbiosis de pantalla y realidad), forja del canon popular (Monsiváis 2000: 62).

      Argentina no consolida un estrellato de alcance continental tal como lo hace México. Incluso la inesperada muerte del cantante y actor Carlos Gardel en un accidente aéreo en la ciudad de Medellín en 1935 priva a Argentina de su figura más internacional. Gardel había consolidado su imagen protagónica no solo de la canción popular porteña, sino también del cine en castellano. Era la gran figura latinoamericana de la canción, sin que esto signifique que, salvo alguna rara excepción, interpretara temas no argentinos. Pero, asimismo, había filmado varias películas “hispanas” de la Paramount, primero en los estudios Joinville de París y luego en los estudios Astoria de Nueva York, con muy buena acogida en los diversos países del continente, y se dirigía a continuar a sus 45 años una carrera de seguro privilegiada en su país.

      Su muerte impidió que eso ocurriera y no hubo luego ningún cantante-actor que cubriera el espacio dejado por Gardel. Por cierto, esas producciones estadounidenses en español protagonizadas por Gardel difundieron lo “argentino” internacionalmente, antes de que lo hicieran las propias películas argentinas sonoras, por lo que de algún modo fue Gardel la primera figura internacional de un cine de la “argentinidad” no hecho en Buenos Aires, sino en estudios de París y Nueva York por productores de Estados Unidos.

      En México, en cambio, Tito Guizar se convierte en un actor cotizado a partir del éxito de Allá en el Rancho Grande, y unos pocos años después aparecen las figuras de Jorge Negrete y Pedro Infante, entre otras, que llegan a tener una proyección seguramente cercana a la que hubiese podido tener Gardel en el cine de no mediar el infausto desastre aéreo. A falta de un gran actor-cantante en las empresas bonaerenses, la gran figura argentina de actriz-cantante será Libertad Lamarque, cuyos filmes Madreselva y Besos brujos se convierten en grandes éxitos continentales a fines de los treinta. Sin embargo, y para mala suerte del cine de su país, Lamarque se enemista con la todopoderosa Eva Perón en 1946 y se traslada al país de la competencia, donde proseguirá su carrera. Casi una ironía para la industria argentina, pues su figura de mayor proyección internacional se pasa al bando mexicano. Por su parte, otras populares intérpretes argentinas, como Nini Marshall o Tita Merello, no trascendieron las fronteras rioplatenses con la misma fuerza, pues su idiosincrasia era más porteña y, por tanto, más eficaz en el contacto con las audiencias argentinas o uruguayas, lo que no significa en absoluto que no alcanzaran grados variables de popularidad en otros países, como también ocurrió con el cómico Luis Sandrini y otros intérpretes.

      En relación con Argentina, César Maranghello afirma:

      A partir de 1933, el cine argentino ofreció a su público una ilusión de uniformidad, y cumplió un papel similar al del criollismo literario. Su discurso sintetizó el naturalismo fotográfico y rescató los modos de hablar de los argentinos. Así, el público participaba activamente en las funciones y se emocionaba cuando se denunciaban situaciones de injusticia… También se fue dibujando un mapa de preferencias temáticas: un cine conservador y populista que trabajó con la nobleza de los humildes y el despotismo de los ricos. El melodrama se codeó con el sainete y las comedias costumbristas aportaron mensajes moralizadores. El cine clásico ofreció una tradición narrativa que perduró hasta el fin de la era de los estudios, y que luego heredaría la televisión (Maranghello 2005: 70-72).

      La llamada época de oro del cine mexicano, que alcanza su etapa de apogeo en los años cuarenta, empieza a debilitarse en la década siguiente. Otro tanto ocurre en Argentina, aunque en este caso el debilitamiento se inició antes. Esas cinematografías —a diferencia de lo que luego afirmaron los voceros de los nuevos cines— harán un importante aporte a la constitución de un cine nacional y popular, aun cuando, y en contra de una cierta ortodoxia marxista, ese cine no proviniera del pueblo, sino de sectores empresariales que orientaban la producción y lo hacían dentro de esa dinámica en la cual la respuesta del público significaba la posibilidad o no de continuar en una dirección determinada.

      Al respecto, Jesús Martín-Barbero observa:

      El cine medía vital y socialmente en la constitución de esa nueva experiencia cultural, que es la popular urbana: él va a ser su primer ‘lenguaje’. Más allá de lo reaccionario de los contenidos y de los esquematismos de forma, el cine va a conectar con el hambre de las masas por hacerse visibles socialmente. Y se va a inscribir en ese movimiento poniendo imagen y voz a la ‘identidad nacional’. Pues al cine la gente va a verse, en una secuencia de imágenes que más que argumentos le entrega gestos, rostros, modos de hablar y caminar, paisajes, colores. Y al permitir al pueblo verse, lo nacionaliza… Con todas las mistificaciones y los chauvinismos que ahí se alientan, pero también con lo vital que resultaría esa identidad para unas masas urbanas que a través de ellas amenguan el impacto de los choques culturales y por primera vez conciben el país a su imagen (Martín-Barbero 1987: 181).

      El debilitamiento interno que se inicia en los años cincuenta en México y se acentúa en Argentina tiene varias causas: desgaste de los géneros (de su funcionamiento expresivo) por repetición banalizada de temas y motivos, muerte o decaimiento de las figuras dominantes de la actuación y de la dirección, estructuras técnicas y administrativas muy cerradas y burocratizadas, con escasa apertura a los cambios y a las potenciales novedades. Pero el factor capital está en la incorporación y gradual crecimiento del medio televisivo, especialmente en México. Mientras que los años cincuenta muestran una industria hollywoodense que responde con habilidad a los desafíos de la televisión emergente (en pantallas chicas y en blanco y negro), que empieza a afectar la asistencia a las salas, no ocurre lo mismo en México o Argentina. Hollywood se abre a las pantallas anchas, a la tercera dimensión y al cinerama, al sonido estereofónico, al technicolor, que se va extendiendo progresivamente y que va siendo acompañado por otros registros cromáticos, y con ellos a los espectáculos musicales, de aventuras y épico-históricos envolventes.

      En cambio, el crecimiento de la industria televisiva que se instala para convertirse poco a poco en la gran industria audiovisual, en primer lugar en México, será a la larga el golpe mortal para la actividad fílmica, aunque el decaimiento no se perciba de forma inmediata y se prolongue por varios años. Al respecto Paulo Antonio Paranaguá, dice: “La televisión solo consolida su posición en México, Brasil y Argentina en la década de los sesenta y avasalla a todos los demás medios en la década de los setenta. Antes de eso, no compite con el cine o por lo menos no afecta a su público” (Heredero y Torreiro 1996: 281). En ese proceso, el cine en México y Argentina, además de perder el monopolio audiovisual que ostentaba, va quedando relegado a un segundo lugar en términos de preferencias del público. De allí que el decrecimiento de los volúmenes de producción, la pérdida progresiva de los mercados extranjeros y la ausencia de brújulas en el interior de esas industrias cierran una relativamente larga y próspera etapa, que no se repetirá posteriormente.

      De


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