Belleza Negra. Anna Sewell
por ello que estuviera descontento. Todos los relacionados conmigo eran buenos; me alojaba en un establo aislado y soleado, y comía de lo mejor. ¿Qué más podía desear? ¡Libertad, pues! Durante tres años y medio de mi vida había tenido cuanta pudiera desear; en cambio entonces, semana tras semana, mes tras mes, y sin duda año tras año debía permanecer noche y día en un establo, salvo cuando me necesitaran; y entonces debía ser tan firme y tranquilo como cualquier caballo viejo que ha trabajado veinte años. Debía dejarme poner correas por todos lados, un bocado en la boca y anteojeras sobre los ojos. No me quejo, no, porque sé que así debe ser. Quiero decir solamente que para un caballo joven, pleno de brío y vigor, acostumbrado a un vasto campo o llanura donde levantar la cabeza, menear la cola, galopar a toda velocidad, ir y venir resoplando a sus amigos... digo que es duro no tener ya más libertad para hacer lo que se quiere. A veces, cuando me ejercitaba menos de lo habitual, me sentía tan colmado de vida y energía que, al sacarme John, no podía realmente quedarme quieto. Por más que me esforzara, sentía necesidad de saltar, bailar o hacer piruetas, y sé que debo haberle dado más de una buena sacudida, especialmente al principio, pero él era siempre bondadoso y paciente. -Quieto, quieto, muchacho -me decía -espera un poco, que una buena carrera te quitará enseguida el hormigueo de las patas.
Más tarde, en cuanto salíamos del poblado, me permitía trotar unos cuantos kilómetros, y me llevaba de vuelta tan fresco como antes, aunque ya libre de inquietudes, como decía él. Cuando no se ejercita bastante a los caballos briosos, se los tacha de asustadizos, y algunos caballerizos los castigan, pero nuestro John no, pues sabía que era sólo fogosidad. Sin embargo, tenía sus propias maneras de hacerme comprender, por su tono de voz o un tirón de la rienda. Si estaba muy serio o resuelto, yo lo advertía en su voz, y eso ejercía más poder sobre mí que ninguna otra cosa, pues le tenía mucho afecto. Debería agregar que a veces nos daban libertad por unas horas, habitualmente en domingos, durante el verano. Nunca sacábamos el carruaje los domingos, ya que la iglesia quedaba cerca. Para nosotros era toda una fiesta que nos dejaran sueltos en el cercado hogareño o en el antiguo huerto; tan fresco y suave era el pasto bajo nuestras patas tan dulce era el aire, y tan placentera la libertad de hacer lo que se nos ocurría: galopar, echarnos, rodar de espaldas, o mordisquear el pasto. Entonces, cuando nos deteníamos juntos bajo la sombra del castaño grande, era un momento oportuno para conversar.
Capítulo III
BRAVÍA
Un día, estando Bravía y yo solos a la sombra, tuvimos una larga plática. Como ella quería saberlo todo acerca de mi crianza, se lo conté. -Bueno -comentó luego -si me hubieran criado como a ti, acaso tendría tan buen carácter como tú, pero ahora creo que nunca más lo tendré. -¿Por qué no? -le pregunté. -Porque para mí, todo fue muy diferente –repuso ella.- Nunca hubo nadie, hombre ni caballo, que fuera bueno conmigo, ni a quien quisiera complacer. Para empezar, me apartaron de mi madre en cuanto dejé de mamar, y me encerraron con otros potrillos jóvenes; a ninguno de ellos le importaba nada de mí, ni a mí de ellos. No tuve un amo bondadoso, como el tuyo, que se ocupara de mí, me hablara y me llevara cosas sabrosas para comer. El hombre que nos cuidaba jamás me dirigió una palabra amable. No quiero decir que me maltratara, pero no se ocupaba de nosotros sino para comprobar que teníamos comida suficiente y cobijo en el invierno. Por nuestro campo corría un sendero para caminantes, por donde solían pasar muchachones que nos arrojaban piedras para hacemos galopar. A mí nunca me alcanzaron, pero un hermoso potro joven recibió un mal tajo en la cara, que, según creo, le habrá dejado una cicatriz para toda la vida. Aunque no nos importaban esos muchachos, su conducta nos volvió más salvajes, por supuesto, y nos hicimos a la idea de que eran nuestros enemigos. Nos divertíamos mucho en el prado, ya fuera galopando de un lado a otro, persiguiéndonos por el campo o descansando a la sombra de los árboles. Pero cuando lo pasé mal, fue cuando llegó el momento de la doma. Vinieron varios hombres a atraparme, y cuando por fin me arrinconaron en una punta del campo, uno me sujetó por el flequillo y otro por la nariz, con tal fuerza que apenas si podía respirar, mientras el tercero me aferraba la mandíbula con su dura mano y me abría la boca de un tirón; así, a la fuerza, me colocaron el bocado. Hecho esto, uno me arrastró por el cabestro, mientras otro me azotaba por detrás. Fue esa la primera experiencia que tuve de la bondad humana: pura fuerza. Ni siquiera me dieron una oportunidad de saber qué querían. Yo era muy animosa; sin duda muy salvaje y les ocasionaba muchas molestias, pero el caso es qué era terrible estar encerrada en un establo, día tras día, en lugar de andar en libertad. Me enardecía, languidecía y ansiaba salir. Tú bien sabes que ya es bastante malo aunque tu amo sea bueno y te halague bastante, pero yo no tuve nada de eso. Tal vez el anciano amo, el señor Ryder, pudo haberme dominado sin tardanza, y logrado cualquier cosa de mí, pero había dejado lo más arduo del oficio a su hijo y otro hombre experto. Él iba sólo de vez en cuando, para supervisar. Su hijo era un hombre fuerte, alto y atrevido, llamado Samson, quien solía jactarse de no haber sido derribado por ningún caballo. En él no había nada de bondad, como en su padre, sino sólo dureza: en la voz, en la mirada en la mano. Desde un primer momento comprendí que lo que deseaba era doblegarme, convirtiéndome en una bestia mansa, humilde y obediente. "¡Una bestia mansa!" Sí, no pensaba en otra cosa -agregó Bravía, pateando el suelo como si el solo pensarlo la enfureciera.- Si no hacía exactamente lo que él quería, se ponía furioso, y me hacía dar vueltas a la carrera por el campo de entrenamiento, con esa rienda larga, hasta cansarme. Creo que bebía bastante, y estoy segura de que cuanto más bebía, peor era para mí. Un día me atormentó cuanto pudo, y me acosté fatigada, angustiada y furiosa; todo me parecía tan injusto... La mañana siguiente, fue en mi busca temprano, y de nuevo me hizo correr largo rato. Apenas si había descansado una hora, cuando fue a buscarme de nuevo con una montura, una brida y un nuevo tipo de bocado. Nunca supe bien cómo fue... Recién acababa de montarme en el campo de entrenamiento, cuando, enojado por algo que hice, dio un fuerte tirón de la rienda. El bocado nuevo me hizo doler tanto, que me encabrité de pronto; entonces él, más furioso aún, se puso a azotarme. Ya completamente rebelada contra él, comencé a patear, menearme y encabritarme como nunca; fue una verdadera pelea. Él se mantuvo largo rato sobre la montura, castigándome cruelmente con su látigo y sus espuelas, pero la sangre me hervía y no me importaba lo que me hiciera, con tal de lograr zafarme de él. Por fin, y al cabo de una lucha terrible, lo arrojé de espaldas. Lo oí caer pesadamente en el césped, y sin mirar atrás, galopé al extremo opuesto del campo, desde donde, al volverme, vi que mi torturador se levantaba lentamente y se dirigía al establo. Yo vigilaba desde la sombra de un roble, pero nadie fue a apresarme. Pasó el tiempo; el sol calentaba mucho, las moscas que zumbaban a mí alrededor se posaban en mis ijares ensangrentados, lastimados por las espuelas. Como no había comido nada desde temprano, tenía hambre, pero el pasto de ese prado no bastaba para alimentar un ganso. Yo ansiaba tenderme a descansar, pero con la montura sujeta al lomo no tenía alivio posible, como tampoco una gota de agua para beber. Así pasó la tarde y bajó el sol. Al ver que se llevaban a los demás potros, pensé que iban a alimentarse bien. Por fin, cuando ya el sol se ponía, vi que salía mi anciano amo, con un tamiz en la mano. Era un caballero muy distinguido, de cabello muy blanco, pero cuya voz reconocería yo entre mil: no era aguda, ni tampoco grave, sino plena, clara y tierna, y cuando daba órdenes, tan firme y decidida que todos, tanto caballos y hombres, se daban cuenta de que esperaba ser obedecido. Llegó a mi lado en silencio, y entonces, sacudiendo la avena que llevaba en el tamiz, me habló alegre y bondadosamente: "Ven aquí, muchacha, ven aquí, ven aquí". Yo me quedé quieta y lo dejé acercarse. Cuando me ofreció la avena, me puse a comer sin temor, ya que con su tono lo había disipado por completo. Mientras tanto, él me palmeaba y acariciaba, y al ver la sangre coagulada en mis costados se enojó mucho. "Pobrecita, ¡fue un mal asunto, un mal asunto!” dijo antes de tomarme por las riendas para conducirme al establo. Al ver en la puerta a Samson, bajé las orejas y le eché un tarascón. "Apártate, y no te pongas en su camino” dijo mi amo; "ya has tratado bastante mal a esta yegua". El gruñó algo, llamándome bestia mañosa. "Oyeme” dijo su padre, "un hombre de mal carácter nunca conseguirá que un caballo lo tenga bueno. Todavía no conoces tu oficio, Samson". Dicho esto, me condujo a mi casilla, con sus propias manos me quitó la montura y la brida, y me dejó atada. Pidiendo un balde de agua caliente y una esponja, se sacó la chaqueta, y mientras el peón del establo le tenía el balde, él me lavó los costados con