Belleza Negra. Anna Sewell

Belleza Negra - Anna Sewell


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me curó la boca. Mientras yo comía, él me acariciaba y decía al peón: "Si no se puede domar a un animal tan brioso como éste por las buenas, nunca servirá para nada". Después de esto iba a verme a menudo, y cuando mi boca quedó curada, el otro domador, Job, fue quien siguió con mi entrenamiento. Como era firme y considerado, no tardé en aprender lo que él deseaba. Cuando volvimos a encontrarnos en el cercado, Bravía siguió hablándome de su primer hogar. -Después que me domaron, me compró un tratante para que hiciera pareja con otro caballo zaino. Durante algunas semanas nos condujo juntos; luego nos vendió a un caballero de la sociedad, y fuimos enviados a Londres. El tratante nos manejaba con rienda tensa, cosa que yo detestaba más que nada en el mundo, pero allí nos dirigían con la rienda aún más tirante, porque el cochero y su amo pensaban que así quedábamos más elegantes. A menudo nos llevaban por el parque y otros sitios a la moda. Tú, que nunca has sentido una rienda tensa, no sabes lo que es, pero yo puedo decirte que es algo espantoso. A mí me gusta menear la cabeza, y tenerla tan alta como cualquier caballo, pero piensa cómo te sentirías si, al echar atrás la cabeza, te obligaran a tenerla así durante cuatro horas seguidas, sin poder moverla para nada, salvo levantándola más arriba aún, mientras el pescuezo te duele hasta que no sabes cómo soportarlo. Encima de esto, tienes dos bocados en lugar de uno, y el mío era afilado. Me lastimaba la lengua y la mandíbula, y la sangre de mi lengua coloreaba la espuma que no cesaba de brotarme de los labios, cuando me frotaba y agitaba contra el bocado y las riendas. -¿Tu amo no pensaba para nada en ti? -pregunté. -No... Lo único que le importaba, era la elegancia de su carruaje, como ellos decían. Creo que sabía poco de caballos, y dejaba eso en manos de su cochero, que le decía que yo tenía mal carácter, y que no me habían habituado a la rienda tirante, pero que no tardaría en acostumbrarme. Sin embargo, no era él quien podía conseguirlo, pues cuando yo estaba en el establo, furiosa y cansada, en vez de palabras bondadosas que me tranquilizaran y aliviaran, no recibía más que alguna mirada hosca o algún golpe.

       Si se hubiera mostrado amable, yo habría procurado soportar todo. Estaba dispuesta al trabajo, por arduo que fuera, pero el verme atormentada nada más que por capricho suyo, me enfurecía. ¿Qué derecho tenían a hacerme sufrir de esa manera? Además de la boca lastimada y el pescuezo dolorido, esas riendas tensas me hacían doler siempre la tráquea; sé que de haberme quedado allí mucho tiempo, mi respiración habría quedado estropeada. Sin poder evitarlo, me volví cada vez más inquieta e irritable. Comencé a lanzar tarascones y patadas cada vez que alguien se acercaba para enjaezarme; el mozo de cuadra me azotaba por esto. Un día, cuando acababan de unirnos al carruaje y me echaban atrás la cabeza con esa rienda, me puse a corcovear y patear con todas mis fuerzas. No tardé en romper muchos arreos y abrirme paso a patadas; así concluyó mi estada allí. No tardaron en enviarme a Tattersall para ponerme en venta. Por supuesto, no podían garantizarme libre de mañas, de modo que nada se dijo al respecto. Mi buen aspecto y andar atrajeron pronto a un caballero, que ofreció comprarme, y así fui adquirida por otro tratante. Este, que probó de todas maneras y con diferentes bocados, no tardó en descubrir qué era lo que yo toleraba. Por fin pudo conducirme sin tirar de la rienda, y entonces me vendió como caballo perfectamente tranquilo, a un caballero del campo. Como éste resultó un buen amo, me iba muy bien hasta que llegó otro nuevo, de carácter tan malo y mano tan pesada como la de Samson. Siempre hablaba con voz áspera e impaciente, y si yo no me movía en el establo en el instante deseado por él, me golpeaba encima de los corvejones con la escoba o el rastrillo, lo que tuviera en la mano. No hacía nada sin rudeza, y yo comencé a odiarlo; lo que él quería era que le temiera, pero para eso yo era demasiado fogosa. Un día en que me fastidió más de lo habitual, lo mordí, cosa que, por supuesto, lo enfureció mucho, de modo que comenzó a pegarme en la cabeza con el látigo. Después de eso, no volvió a atreverse a entrar en mi establo, pues yo le tenía listos los cascos o los dientes, y él lo sabía. Aunque con mi amo era muy tranquila, éste prestó oídos a lo que le dijo ese sujeto, y así fui vendida de nuevo. El mismo tratante, que oyó hablar de mí, dijo conocer un sitio donde me iría bien. "Sería una lástima", dijo, "que un caballo tan hermoso se estropeara por falta de una oportunidad realmente buena"; y así fue como vine a parar aquí, no mucho antes que tú. Ya había decidido que los hombres son mis enemigos naturales, y que debía defenderme de ellos. Claro que aquí es diferente, pero ¿quién sabe cuánto durará? Ojalá pudiera pensar como tú, pero con todo lo que he tenido que soportar, me es imposible. -Bueno, sería una pena que fueras a morder o patear a John o a James -comenté. -No pienso hacer tal cosa, mientras sean buenos conmigo... Una vez di un buen mordisco a James, pero John dijo: "Trátala con bondad y James, en lugar de castigarme como esperaba, fue con el brazo vendado a llevarme afrecho molido, y me acarició. Desde entonces no volví a morderlo, ni lo haré más. Aunque compadecí a Bravía, lo cierto es que en esa época sabía muy poco, y supuse que exageraba. Sin embargo, comprobé que al transcurrir las semanas se volvía mucho más mansa y alegre, y que iba perdiendo ese aire cauteloso y desafiante con que antes recibía a cualquier persona desconocida que se le acercaba. Por fin, un día, James dijo: -Creo de veras que esa yegua me está tomando afecto. Esta mañana, después que le estuve frotando la frente, relinchó llamándome. -Sí, sí, Jim; es la receta de Birtwick -le contestó John -no tardará en ser tan buena como Azabache; ¡la pobrecita no necesitaba otra medicina que bondad! El amo también advirtió el cambio, y un día, en que al bajar del carruaje fue a hablarnos como solía hacerlo, le acarició el bello pescuezo, diciendo: -Bueno, linda mía, ¿y cómo te va ahora? Pareces mucho más feliz que cuando llegaste. Pronto la tendremos curada, John -agregó, frotándole el hocico, que ella le acercaba en actitud amistosa y confiada. -Sí, señor, ha mejorado maravillosamente, no es la misma de antes. Es la receta de Birtwick –le contestó John, riendo. Era ésta una broma de John, quien, solía decir que la receta de Birtwick podía curar a cualquier caballo mañoso. Según decía él, esa receta se componía de paciencia y suavidad, firmeza y caricias; un kilo de cada una, mezclado con un litro de sentido común, para darse al caballo todos los días.

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