El doctor Thorne. Anthony Trollope
y así sucesivamente hasta que llegó a la gloria del nuevo salón, aumentando el placer con pequeñas bromas y diciéndole que él nunca se atrevería a entrar en el nuevo paraíso sin su permiso y sin quitarse las botas. A pesar de ser una niña, entendió la broma y la siguió como una pequeña reina. Y así se hicieron muy pronto los mejores amigos.
Pero aunque Mary fuera una reina, hacía falta educarla. Eran los días en que Lady Arabella se había humillado y, para manifestar su humildad, invitó a Mary a compartir las clases de música con Augusta y Beatrice en la casa grande. Un maestro de música de Barchester iba tres días a la semana y se quedaba tres horas. Si el médico elegía enviar a la niña, ella podría enterarse de lo que pasaba sin hacer daño a nadie. Esto decía Lady Arabella. El médico, con mucha gratitud y sin vacilación, aceptó el ofrecimiento, añadiendo sencillamente que tal vez sería mejor contratar por separado al Signor Cantabili, maestro de música. Le estaba muy agradecido a Lady Arabella por permitir a su niña unirse a las clases de las señoritas Gresham.
Apenas hace falta decir que Lady Arabella se exaltó enseguida. ¡Contratar al Signor Cantabili! No, claro; ella lo haría. ¡No había gasto que escatimar en este arreglo en nombre de la señorita Thorne! Sin embargo, ahí, como en la mayoría de las cosas, el médico se salió con la suya. Al ser su época de humillación, la Lady no podía emprender una lucha como en otro tiempo la habría emprendido y así, para su disgusto, se encontró con que Mary Thorne aprendía música en su casa en condiciones de igualdad, en lo concerniente al pago, con sus propias hijas. Habiendo quedado en esto, no se podía echar atrás, en especial porque la niña no era en absoluto desagradable y, más aún, porque las señoritas Gresham la querían mucho.
Y así aprendió música Mary Thorne en Greshamsbury y con la música aprendió además otras cosas: cómo comportarse entre muchachas de su edad, cómo hablar y expresarse como las demás damas, cómo vestirse y cómo moverse y andar. Todo lo cual, al ser rápida en el aprendizaje, lo aprendió sin darse cuenta en la casa grande. También aprendió algo de francés, puesto que la institutriz francesa de Greshamsbury siempre estaba en la clase.
Luego, unos años después, vino un rector y la hermana del rector. Con esta última Mary estudiaba alemán, y también francés. Aprendía mucho del médico: la elección de libros ingleses para su lectura y el hábito de pensar igual que él, aunque modificado por la suavidad femenina de su mente.
Así creció y se educó Mary Thorne. De su aspecto personal me corresponde en verdad como autor decir algo. Es mi heroína y, como tal, debe ser necesariamente hermosa, pero, sinceramente, su mente y sus cualidades internas son más nítidas para mí que sus cualidades y rasgos externos. Sé que estaba lejos de ser alta y de ser llamativa, que tenía manos y pies pequeños y delicados, que los ojos le brillaban al mirar, pero no brillaban para hacerse visibles a su alrededor, que el cabello era castaño oscuro y que lo llevaba sencillamente peinado desde la frente, que los labios eran delgados y la boca, quizás, era en general inexpresiva, pero que, cuando estaba ilusionada al hablar, se mostraba animada con maravillosa energía, y que, tranquila como era en sus gestos, sobria y recatada en su apariencia, podía hablar, llegado el momento, con una energía que en verdad sorprendía a aquellos que no la conocieran y, a veces, a los que sí la conocían. ¡Energía! Mejor dicho, era, a veces, pasión concentrada, que la dejaba momentáneamente inconsciente de lo demás, pero atenta a lo que sentía.
Todos sus amigos, incluido el médico, se habían sentido a veces desgraciados por la vehemencia de su carácter, pero su misma vehemencia la hacía tan querida de los amigos. Casi la había alejado al principio de las clases de Greshamsbury, sin embargo acabó por continuar y Lady Arabella no pudo oponerse, incluso aunque deseaba hacerlo.
Hacía poco que había llegado a Greshamsbury una nueva institutriz francesa que era, o iba a ser, la protegida de Lady Arabella, por poseer todas las cualidades propias de una persona de tal cargo y por ser, además, la protégée del castillo. Decir el castillo, en el lenguaje de Greshamsbury, siempre significaba el de Courcy. Poco después de su llegada, desapareció un valioso guardapelo pequeño que pertenecía a Augusta Gresham. La institutriz francesa se había opuesto a que lo llevara en clase y lo había mandado de vuelta a la habitación por medio de una joven criada, hija de un granjero de la hacienda. Había desaparecido el guardapelo y, al cabo de poco, después de haberse armado considerable alboroto, se encontró, por diligencia de la institutriz, en algún sitio entre las pertenencias de la criada inglesa. Grande fue el enojo de Lady Arabella, altas fueron las protestas de la muchacha, muda fue la aflicción de su padre, piadosas las lágrimas de la madre, inexorable el juicio de los habitantes de Greshamsbury. No obstante, ocurrió algo, no importa el qué, que apartó a Mary de la opinión general. Habló claro y acusó del robo en su misma cara a la institutriz. Dos días estuvo en desgracia Mary, casi tanto como la hija del granjero. Pero en su desgracia no estaba ni callada ni muda. Como Lady Arabella no la escuchaba, acudió al señor Gresham. Obligó a su tío a intervenir en el asunto. Puso de su parte, uno a uno, a la gente importante de la parroquia y acabó por hacer arrodillar a Mam’selle Larron con la confesión de los hechos. A partir de entonces Mary Thorne fue muy querida entre los terratenientes de Greshamsbury y, en especial, en una pequeña casa, donde un inculto padre de familia declaraba que por la señorita Mary Thorne se enfrentaría con un hombre o con un magistrado, con un duque o con el diablo.
Y así creció Mary Thorne bajo la supervisión del médico. Al principio de nuestro cuento era una de las invitadas reunidas en Greshamsbury con motivo de la mayoría de edad del heredero, habiendo ella llegado a la misma edad.
[1] Es la única de las cuatro revistas mencionadas que existe en la realidad.
[2] De Las alegres casadas de Windsor, II, ii, 2-3.
[3] Véase Proverbios 23, 24: «Mucho se alegrará el padre del justo/ y el que engendró a un sabio se gozará en él».
4. Lecciones de Courcy Castle
Era el uno de julio, cumpleaños del joven Frank Gresham. No había terminado la temporada de Londres; sin embargo, Lady de Courcy había logrado ir al campo para honrar la mayoría de edad del heredero, llevando consigo a todas las ladies, Amelia, Rosina, Margaretta y Alexandrina, junto con los honorables John y George, reunidos para la ocasión.
Lady Arabella había planeado pasar este año diez semanas en la ciudad, lo cual, alargándolo un poco, podía pasar como la temporada. Más aún, había conseguido al fin amueblar, magníficamente, el salón de Portman Square. Había viajado a Londres con el pretexto, imperioso, de los dientes de Augusta —la dentadura de las jóvenes es frecuentemente valiosa para estos casos— y, como había obtenido permiso para comprar una nueva alfombra, que era muy necesaria, hizo tan hábil uso de la autorización como para acudir corriendo al tapicero por culpa de una factura de seiscientas o setecientas libras. Había dispuesto, como es natural, de carruaje y caballos, las muchachas habían tenido que salir, había sido de lo más necesario recibir amigos en Portman Square y, en total, las diez semanas no habían sido ni desagradables ni baratas.
En unos minutos de confidencias anteriores a la cena, Lady de Courcy y su cuñada estaban sentadas juntas en el vestidor de esta última, discutiendo la irracionabilidad del hacendado, que se había expresado con más amargura de lo corriente acerca de la locura —probablemente usó una palabra más fuerte— de tal proceder en Londres.
—¡Santo cielo! —exclamó la condesa, con impaciencia—. ¿Y qué se puede esperar? ¿Qué es lo que quiere que hagas?
—Le gustaría vender la casa de Londres y enterrarnos aquí para siempre. Fíjate: sólo he estado allí diez semanas.
—¡Apenas el tiempo necesario para que examinen los dientes de las muchachas! Pero, Arabella, ¿qué te dice? —a Lady de Courcy le preocupaba aprender la exacta verdad del asunto y enterarse, si podía, de si el señor Gresham era realmente tan pobre como pretendía.
—Ayer me dijo que ya no va a haber más viajes a la ciudad, que