El doctor Thorne. Anthony Trollope
de Greshamsbury. Entre el señor Gresham y el médico había una diferencia de edad de seis o siete años y, es más, el señor Gresham parecía más joven para su edad, mientras que el doctor parecía mayor. Sin embargo, desde el principio su relación fue muy estrecha. Nunca se distanciaron por completo y el médico se supo mantener algunos años ante la artillería de Lady Arabella. Pero las gotas que caen constantemente acaban por perforar una piedra.
Las pretensiones del doctor Thorne, combinadas con su subversiva tendencia democrática, sus visitas de a siete chelines con seis peniques, añadido todo esto a su total desconsideración de los humos de Lady Arabella, fueron demasiado para ella. Él llevaba a Frank desde su primera enfermedad y eso, al principio, lo congració con ella. También tuvo éxito con la dieta de Augusta y Beatrice. Pero, como tal éxito se obtuvo en abierta oposición a los principios educativos de Courcy Castle, apenas decía mucho a su favor. Cuando nació la tercera hija, enseguida declaró que era una débil florecilla y prohibió tercamente a su madre ir a Londres. La madre, por amor al bebé, obedeció, pero odió al médico por esta orden, que ella creía firmemente que la había dado por expresa indicación del señor Gresham. Luego vino al mundo otra niña y el médico fue más autoritario que antes en cuanto a las condiciones para su crecimiento y a las excelencias del aire campestre. Esto suscitó discusiones y Lady Arabella creyó que el médico de su esposo no era al fin y al cabo Salomón. En ausencia de su marido, mandó llamar al doctor Fillgrave, dando la expresa indicación de que no tendría que sentir dañada ni la vista ni la dignidad por encontrarse con su enemigo. El doctor Fillgrave era un gran consuelo para ella.
Entonces el doctor Thorne dio a entender al señor Gresham que, en tales circunstancias, ya no podía visitar profesionalmente Greshamsbury. El pobre señor vio que no había modo de evitarlo y, a pesar de que aún conservaba su amistad con el vecino, se acabaron las visitas de a siete chelines con seis peniques. El doctor Fillgrave de Barchester y el caballero de Silverbridge compartieron la responsabilidad, y los principios educativos de Courcy Castle volvieron a Greshamsbury.
Así transcurrieron las cosas durante años y esos años fueron tristes. No podemos atribuir el sufrimiento, la enfermedad y las muertes ocurridas a los enemigos de nuestro médico. Las cuatro frágiles niñas que murieron probablemente también habrían fallecido si Lady Arabella hubiera sido más tolerante con el doctor Thorne. Pero el hecho es que murieron y que el corazón maternal venció el orgullo materno y Lady Arabella se humilló ante el doctor Thorne. Se humilló, o lo habría hecho si el médico se lo hubiera permitido. Sin embargo, él, con los ojos bañados en lágrimas, detuvo la expresión de sus disculpas y le aseguró que su gozo al regresar era muy grande, dado su cariño por todo lo que pertenecía a Greshamsbury. Así volvieron a empezar las visitas de siete chelines con seis peniques y así acabó el gran triunfo del doctor Fillgrave.
Grande fue el gozo en el cuarto infantil de Greshamsbury cuando tuvo lugar el segundo cambio. Entre las cualidades del médico, sin mencionar hasta ahora, se contaba su aptitud para estar con los niños. Le encantaba hablar y jugar con ellos. Los cargaba en su espalda, tres o cuatro a la vez, rodaba con ellos en el suelo, corría con ellos en el jardín, se inventaba juegos, ideaba diversiones que parecían contrarias al entretenimiento y, sobre todo, sus medicinas no eran tan malas como las que venían de Silverbridge.
Tenía una buena teoría en cuanto a la felicidad de los niños y, aunque no estaba dispuesto a abandonar los preceptos de Salomón[3] —siempre afirmando que él no sería, en ninguna circunstancia, el verdugo—, sostenía que el principal deber del padre con el hijo era hacerle feliz. No sólo tenía que ser feliz el hombre, el hombre futuro, si era posible, sino que había que tratar bien al muchacho del presente y su felicidad, según afirmaba el médico, se lograría con facilidad.
¿Por qué luchar por las ventajas futuras a costa del dolor del presente, viendo que el resultado será dudoso? Muchos contradictores del médico pensaban pillarle cuando sacaba a colación una doctrina tan singular.
—Pues qué —decían los enemigos sensatos—. ¿No hay que enseñar a leer a Johny porque no le guste?
—Por supuesto que Johny tiene que leer —solía contestar el médico—. Pero ¿es inevitable que no le guste? Si el preceptor se esfuerza, ¿no puede Johny aprender no sólo a leer sino también gustarle aprender a leer?
—Pero —dirán los enemigos— hay que controlar a los niños.
—Y también a los hombres —dirá el médico—. Yo no puedo robarte los melocotones, ni seducir a tu esposa, ni calumniarte. Por mucho que yo desee, dada mi natural depravación, ser indulgente con tales vicios, se me prohíben sin pesar y casi puedo afirmar que sin desdicha.
Y así proseguía la discusión, sin que una parte convenciera a la contraria. Pero, entre tanto, los niños de la vecindad se encariñaban con el doctor Thorne.
El doctor Thorne y el hacendado eran aún amigos leales, pero se dieron circunstancias, que duraron muchos años y que casi hacían sentir incómodo al pobre señor en compañía del médico. El señor Gresham debía una gran suma de dinero. Es más, había vendido parte de sus propiedades. Desafortunadamente, había sido el orgullo de los Gresham que la finca hubiera pasado de uno a otro sin imposiciones, de modo que cada poseedor de Greshamsbury tuviera plenos poderes para disponer de la propiedad a su gusto. Hasta entonces no había habido ninguna duda de que fuera a parar a manos del heredero masculino. Alguna vez había sido gravada, pero las cargas se habían liquidado y la propiedad había cambiado de manos sin cargas hasta el actual señor. Ahora se había vendido parte de ella y se había vendido en cierto modo por mediación del doctor Thorne.
Esto hacía del hacendado un hombre desgraciado. Nadie amaba a su apellido y a su honor, a su blasón familiar más que él. Era todo él un Gresham de corazón, pero sus ánimos eran más débiles que los de sus antepasados y, en su época, por primera vez, los Gresham iban a ser desechados por inútiles. Diez años antes del principio de nuestra historia, había sido necesario reunir una gran suma de dinero para enfrentar el pago de una cantidad apremiante y se halló que se podría lograr con más ventajas materiales si se vendía una parte de la propiedad. En consecuencia, se vendió una parte, aproximadamente un tercio del valor total.
Boxall Hill está situado entre Greshamsbury y Barchester y se le conoce por tener la mejor caza de perdices del condado y por tener también el conocido coto de zorros, Boxall Gorse, muy reputado entre los deportistas de Barsetshire. No había residencia en la inmensa hacienda y se desgajó de la restante propiedad de Greshamsbury. Esto permitió al señor Gresham que se vendiera, con muchas quejas interiores y exteriores.
Se vendió, y se vendió bien, mediante contrato particular a un nativo de Barchester, quien había prosperado en el mundo de los rangos sociales y había hecho una gran fortuna. Debemos contar algo del carácter de este personaje. Por ahora basta con decir que confiaba en el doctor Thorne para que le aconsejara en cuestiones de dinero y que, a sugerencia del doctor Thorne, había adquirido Boxall Hill, con el coto de perdices y de zorros incluido. No sólo había comprado Boxall Hill, sino que, además, había prestado grandes sumas de dinero al hacendado como hipoteca, habiendo participado en toda la transacción el médico. Como resultado, el señor Gresham tenía que discutir con el doctor Thorne con cierta frecuencia sobre sus asuntos financieros y, de vez en cuando, someterse a charlas y consejos que, de otro modo, se habría ahorrado.
Hasta aquí el doctor Thorne. Ahora hay que decir unas cuantas palabras sobre la señorita Mary antes de adentrarnos en nuestra historia. Así se partirá la corteza y se abrirá la tarta para los invitados. La pequeña señorita Mary vivió en una hacienda hasta los seis años; entonces la enviaron a un colegio de Bath y se trasladó, unos seis años después, a la casa recién amueblada del doctor Thorne. No debe suponerse que él la hubiera perdido de vista los años anteriores. Era muy consciente de la naturaleza de la promesa que había hecho a la madre cuando partió de viaje. A menudo había visitado a su pequeña sobrina y, mucho antes de que cumpliera los doce años de edad, había olvidado la existencia de su promesa y su deber para con la madre, a cambio del lazo más fuerte del amor personal hacia la única criatura que le pertenecía.
Cuando Mary llegó a su casa, el médico se puso como un