El doctor Thorne. Anthony Trollope

El doctor Thorne - Anthony Trollope


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recién nacido en brazos como su padre lo había llevado a él. Su orgullo entonces estaba en todo su apogeo y, aunque los arrendatarios murmuraban que se mostraba algo menos familiar con ellos que antes, que se había contagiado algo de los aires de los De Courcy, aún era su señor, su amo, el hombre rico en cuyas manos se encontraban. Cuando el anciano hacendado desapareció, se sintieron orgullosos del joven y de su esposa a pesar de su hauteur. Ahora ya nadie se sentía orgulloso de él.

      Anduvo por entre los invitados y pronunció unas palabras de bienvenida en cada mesa. Mientras, los arrendatarios se levantaban para inclinarse y desear salud al anciano señor, felicidad para el joven y prosperidad para Greshamsbury. No obstante, todo era aburrido.

      Había otros visitantes, de buena cuna, que honraban la ocasión, pero no eran una multitud, a diferencia de antaño, cuando se reunía la aristocracia de la mansión y la vecina en las fiestas de gala. En realidad, la fiesta de Greshamsbury no era muy grande. Se componía principalmente de Lady de Courcy y su comitiva. Lady Arabella aún mantenía, en la medida de lo posible, una estrecha relación con Courcy Castle. Allí iba en cuanto podía, a lo que nunca se oponía el señor Gresham, y siempre que podía llevaba consigo a sus hijas , aunque, por lo que respectaba a las dos mayores, a menudo lo impedía el señor Gresham y, no infrecuentemente, las propias hijas. Lady Arabella estaba orgullosa de su hijo, aunque no fuera su favorito. Sin embargo, él era el heredero de Greshamsbury, hecho del que iba a sacar partido, y era un joven apuesto, afectuoso, al que cualquier madre querría. Lady Arabella le quería mucho, aunque sentía una especie de decepción con respecto a él, al ver que no era tan De Courcy como debería. Le quería mucho y, por consiguiente, cuando cumplió la mayoría de edad, hizo que se reunieran en Greshamsbury su cuñada y todas las Ladies, Amelia, Rosina, etc. También, con cierta dificultad, persuadió al honorable Georges y al honorable John por ser igualmente superiores. El mismo Lord de Courcy se hallaba en la corte —al menos dijo eso— y Lord Porlock, el hijo mayor, sencillamente dijo a su tía cuando le invitaron que jamás se aburría con este tipo de eventos.

      Luego estaban los Baker y los Bateson, y los Jackson, quienes vivían cerca y regresaron a casa por la noche. Ahí estaba el Reverendo Caleb Oriel, el rector de la Iglesia anglicana conservadora, con su bella hermana, Patiente Oriel. Ahí estaba el señor Yates Umbleby, abogado y representante. Ahí estaba el doctor Thorne y su modesta y tranquila sobrina, la señorita Mary.

      [1] Tierra de promisión en Egipto destinada por José a los israelitas (Génesis, 45, 10-11).

      [2] Relativo a Sir Robert Peel, quien, siendo Primer ministro, ocasionó la división del partido tory al introducir la abrogación de la Ley del cereal en 1846, contra los intereses de los terratenientes.

      [3] En 1832 Wellington suscitó el odio de los opositores a la Reforma parlamentaria al retirar su oposición al Proyecto de Reforma en la Cámara de los Lores.

      [4] Es la capilla del Palacio de Westminster donde se reunían los comunes desde 1550 hasta el incendio de 1834.

      [5] Mansión del Marqués de Bath en Wiltshire, construida en 1567-80 por Sir John Thynne y calificada por John Aubrey como «la casa más augusta de toda Inglaterra».

      [6] Hatfield House, mansión construida en 1611 por Robert Cecil, primer conde de Salisbury, para el rey Jaime I.

      [7] Casi un proverbio de Thomas Tusser.

      Como el doctor Thorne es nuestro héroe —o debería decir mi héroe, dejando al lector el privilegio de elegir por sí mismo—, y como Mary Thorne es nuestra heroína, aspecto cuya elección no queda en manos de nadie, es necesario presentarlos, justificarlos y describirlos de un modo apropiado y formal. Casi siento que es mi deber pedir disculpas por empezar una novela con dos largos y aburridos capítulos llenos de descripciones. Soy perfectamente consciente del peligro de tal proceder. Al hacerlo así peco contra la regla de oro que nos exige hacerlo lo mejor posible. La sabiduría de esta regla la reconocen los novelistas, yo entre ellos. Apenas puedo esperar que nadie avance en esta ficción que ofrece tan poco encanto en sus primeras páginas. Pero por retorcido que sea, no lo sé hacer de otro modo. No puedo hacer que el pobre señor Gresham se revuelva inquieto en el sillón de una manera natural hasta que haya dicho que se siente inquieto. No puedo hacer que el doctor hable libremente ante la aristocracia hasta haber explicado que esto concuerda con su carácter. Esto no es artístico por mi parte y muestra falta de imaginación, además de falta de habilidad. Si puedo o no expiar esta culpa a través de la narración directa, sencilla y llana, esto, verdaderamente, es muy dudoso.

      El doctor Thorne pertenecía a una familia en cierto sentido tan buena y en otro sentido tan antigua como la del señor Gresham, y mucho más antigua, según estaba dispuesto a jactarse, que la de los De Courcy. Se menciona primero este rasgo de su carácter pues era su debilidad más llamativa. Era primo segundo del señor Thorne de Ullathorne, un señor de Barsetshire que vivía en la población de Barchester y que se jactaba de que su hacienda hubiera permanecido más años en manos de su familia, pasando de Thorne a Thorne, que cualquier otra hacienda o cualquier otra familia del condado.

      Pero el doctor Thorne no era más que un primo segundo y, por consiguiente, aunque tuviera derecho a hablar de la sangre familiar, no tenía derecho a reclamar ninguna posición en el condado que no fuera la que ganase por sí mismo si escogía establecerse ahí. Era un hecho del que no había nadie más consciente que el propio médico. Su padre, primo hermano de un anterior señor Thorne, había sido una autoridad clerical en Barchester, pero había muerto hacía muchos años. Había dejado dos hijos, uno formado como médico y otro, el menor, que había recibido formación para ser abogado, y no tuvo ninguna vocación satisfactoria. Este hijo había sido primero suspendido en Oxford y luego expulsado y, de regreso a Barchester, fue causa de sufrimiento para su padre y su hermano.

      El anciano señor Thorne, el clérigo, murió cuando ambos hermanos eran aún jóvenes y no les dejó nada más que la casa y otras propiedades cuyo valor ascendía a dos mil libras, que legaba a Thomas, el hijo mayor, mucho más que lo que había gastado en saldar las deudas contraídas por el menor. Hasta entonces había reinado la armonía entre la familia Ullathorne y la del clérigo; pero uno o dos meses antes de la muerte del médico —el período del que hablamos se remonta veintidós años antes del principio de nuestra historia— el entonces señor Thorne de Ullathorne dio a entender que ya no recibiría más a su primo Henry, a quien consideraba la desgracia de la familia.

      Los padres tienen derecho a ser más indulgentes con sus hijos que los tíos con los sobrinos o los primos entre sí. El doctor Thorne aún tenía esperanzas de reformar a su oveja negra y pensaba que el cabeza de familia manifestaba severidad innecesaria interponiendo obstáculos. Y si al padre le entusiasmaba apoyar al hijo pródigo, al aspirante a médico aún le entusiasmaba más apoyar al hermano pródigo. El joven doctor Thorne no era un libertino, pero quizás, por su juventud, no aborrecía lo bastante los vicios de su hermano. De todas formas, permaneció valientemente junto a su hermano y, cuando al final se indicó que no se consideraba deseable la compañía de Henry en Ullathorne, el doctor Thomas Thorne mandó decir al señor que, en tales circunstancias, cesarían sus visitas.

      No fue una resolución muy prudente, pues el joven galeno había decidido establecerse en Barchester, principalmente por contar con la ayuda que podría darle su parentesco con los Ullathorne. Sin embargo, el enfado le impidió pensar. No se supo nunca si, en su juventud o en su vida adulta, consideró esta cuestión, que merecía mayor consideración. Tal vez esto tuvo una importancia menor, ya que sus enfados no eran duraderos, desaparecían con frecuencia antes de que le salieran las palabras de enojo de la boca. Con la familia de Ullathorne, no obstante, la pelea fue permanente


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