El doctor Thorne. Anthony Trollope

El doctor Thorne - Anthony Trollope


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El resultado mostrará en qué país aún existe una unión inextricable, y la más sincera confianza, entre el feudalismo y los ahora denominados intereses de los hacendados.

      ¡Inglaterra un país comerciante! Sí, como lo fue Venecia. Inglaterra supera a otros pueblos en el comercio, pero, aun así, no es de lo que más se enorgullece, no es en lo que sobresale. Los mercaderes no son los primeros entre nosotros, aunque tienen el camino abierto, apenas abierto, para convertirse en uno de ellos. Comprar y vender es bueno y necesario; es muy necesario y es posible que sea muy bueno, pero no es el trabajo más noble para el hombre. Esperemos que en nuestra época no se considere el trabajo más noble para un inglés.

      Greshamsbury Park era muy grande. Se alzaba en el ángulo externo formado por la calle del pueblo y se extendía a ambos lados sin límite aparente o frontera visible desde la carretera del pueblo o desde la casa. De hecho, el terreno estaba tan dividido por abruptas colinas, montículos de forma cónica cubiertos de robles, visibles si se asomaba uno, que la verdadera extensión del parque se agrandaba ante la mirada. Era muy posible que un desconocido entrara y hallara difícil salir por alguna de las verjas ya conocidas. Así era la belleza del paisaje: un enamorado del panorama se sentiría tentado de perderse en él.

      He dicho que a un lado estaba la perrera, lo que me dará la oportunidad de describir aquí un episodio especial, un episodio largo, en la vida del actual señor. Una vez había representado a su condado en el Parlamento y, cuando lo dejó, aún sentía la ambición de relacionarse de modo peculiar con la aristocracia del condado, aún deseaba que los Gresham de Greshamsbury fueran algo más en Barsetshire del este que los Jackson de Grange, o los Baker de Mill Hill o los Bateson de Annesgrove. Todos ellos eran amigos y muy respetables caballeros rurales, pero el señor Gresham de Greshamsbury debía ser más que eso: era tanta su ambición como para ser consciente de tal deseo. Por consiguiente, en cuanto se dio la ocasión se aficionó a la cacería.

      Para esta ocupación estaba bien dotado, a menos que fuera un asunto de finanzas. A pesar de que en sus años de mocedad había ofendido su indiferencia a la política familiar, y a pesar de que en cierto modo había fomentado el recelo luchando en el condado y contraviniendo los deseos de los demás señores, no obstante, ostentaba un apellido querido y popular. La gente lamentaba que no hubiera sido lo que deseaba que fuera, que no hubiera sido como había sido el anciano hacendado, pero, cuando se descubrió que no haría gran cosa como político, todavía se deseaba que destacara en otra cosa, si estaba dotado para ello, en nombre de la grandeza del condado. Ahora se le conocía como gran jinete, como completo deportista, como entendido en perros y tierno como una madre que cría una camada de zorros. Cabalgaba por el condado desde los quince años, tenía buena voz para saludar la presa, conocía por su nombre a cada perro de caza y podía hacer sonar el cuerno con la música que anuncia la cacería. Es más, residía en su propiedad, como era bien sabido en todo Barsetshire, con unos ingresos netos de catorce mil libras al año.

      Así es que, en cuanto se localizó al cazador mayor, un año después del último intento de presentarse al Parlamento por el condado, pareció a todos que era un arreglo bueno y racional que los perros se quedaran en Greshamsbury. En verdad era bueno para todos salvo para Lady Arabella, y racional, quizás, para todos salvo para el mismo señor.

      Durante esta época ya estaba considerablemente endeudado. Había gastado mucho más de lo debido, y lo mismo su esposa en esos dos espléndidos años en que habían figurado como grandes entre los grandes. Catorce mil libras al año bastan para que un miembro del Parlamento, con una esposa joven y dos o tres hijos, viva en Londres y mantenga la casa solariega. Pero entonces los De Courcy eran muy poderosos y Lady Arabella eligió vivir como estaba acostumbrada y como vivía su cuñada la condesa: Lord de Courcy tenía mucho más de catorce mil libras al año. Luego llegaron las tres elecciones, con su coste inmenso, y después esos dispendios a los que los caballeros se ven obligados a incurrir porque han vivido por encima de sus ingresos y hallan imposible reducir la servidumbre para vivir con más ahorro. Así es que cuando llegaron los perros a Greshamsbury, el señor Gresham ya era un hombre pobre.

      Lady Arabella se opuso a su llegada, pero Lady Arabella, a pesar de que era difícil decir de ella que estuviera sometida al marido, no tenía derecho a jactarse de que él sí lo estuviera con respecto a ella. Llevó a cabo su primer gran ataque en cuanto al mobiliario de Portman Square y fue entonces cuando se le informó de que dicho mobiliario no era asunto de importancia, pues en el futuro no haría falta trasladar allí la residencia de toda la familia durante la temporada social de Londres. La clase de diálogo que se entabló a partir de este principio puede imaginarse. Si Lady Arabella hubiera preocupado menos a su esposo, quizás él habría considerado con mayor frialdad el disparate de un incremento del gasto tan enorme. Y si él no hubiera gastado tanto dinero en la caza, de la que no disfrutaba su esposa, quizás ella habría reprimido su censura ante su indiferencia por los placeres de Londres. Tal y como estaban las cosas, llegaron los perros a Greshamsbury y Lady Arabella fue a Londres cierto tiempo al año, de modo que los gastos familiares no se redujeron en absoluto.

      Sin embargo, la perrera estaba ahora vacía. Dos años antes de la época en que nuestra historia empieza, se habían llevado los perros a la casa de un deportista más rico. El señor Gresham lo sintió más que cualquier otra desgracia que le hubiera acontecido. Había sido cazador mayor durante diez años y esa tarea la había desempeñado bien. El prestigio como político que había perdido entre los vecinos lo había recuperado como deportista y de buena gana habría sido autocrático si hubiera podido. Pero permaneció así mucho tiempo y al fin se fueron, no sin señales y sonidos de visible alegría por parte de Lady Arabella.

      —Recuerdo bien —dijo el granjero Oaklerath a su vecino— cuando el hacendado cumplió la mayoría de edad. ¡Que Dios le bendiga! Ya lo creo que nos divertimos. Se bebió más cerveza que la que hay en la casa desde hace dos años. El viejo señor era uno de los bebedores.

      —Yo recuerdo cuando nació el hacendado; lo recuerdo bien —dijo el granjero que se sentaba enfrente—. ¡Qué días aquellos! No hace tanto tiempo de eso. El señor aún no ha cumplido los cincuenta, no, ni está cerca, aunque lo parezca. Las cosas han cambiado en Greshamsbury —decía con la pronunciación de la región—. Han cambiado tristemente, vecino Oaklerath. Bueno, bueno; pronto me marcharé, pronto, así que es inútil hablar, pero después de pagarles una libra y quince peniques durante cincuenta años, creo que no me despedirán por cuarenta chelines.

      Así era la clase de conversaciones que se desarrollaban en las distintas mesas. Lo cierto es que tenían otro tono cuando nació el señor, cuando cumplió la mayoría de edad y cuando, dos años después, nació su hijo. En cada uno de estos momentos hubo parecidas fiestas campestres y el hacendado, en esas ocasiones, frecuentaba la compañía de sus invitados. En primer lugar, lo había paseado su padre seguido de una serie de damas y niñeras. En segundo lugar, había frecuentado la compañía de los demás gracias a los deportes, el más alegre entre los alegres, y todos los arrendatarios se habían empujado unos a otros para coger sitio en la hierba y poder contemplar a Lady


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