Religión y política en la 4T. Raúl Méndez Yáñez
ni sus declaraciones ni sus prácticas permiten entrever una definición clara de qué se entiende por laicidad o cómo se espera recuperar los ideales juaristas. En un intento por sistematizar las constantes contradicciones de las que se ha visto objeto el principio de laicidad en la 4T, esta sección se estructura a partir de los tres rubros esbozados en el acápite anterior.
La pluralización confesional
La diversificación religiosa en nuestro país no es un fenómeno nuevo; cifras oficiales muestran que la hegemonía del catolicismo comenzó a resquebrajarse desde la década de 1950, y a partir de entonces la pertenencia a otras iglesias ha experimentado un crecimiento sostenido (INEGI, 2020). Sin embargo, puede considerarse que la visibilización de tales grupos sí es relativamente reciente. Más allá de la edificación de templos, la asistencia a rituales, el uso de símbolos o el respeto a códigos de vestimenta que derivan de las convicciones espirituales, lo cierto es que algunas iglesias han tenido una mayor presencia mediática en los últimos años.
En un discurso pronunciado en octubre de 2019, el presidente de México se dirigió a un grupo de jóvenes para exhortarlos a ser tolerantes frente a la diversidad religiosa (Palacios, 2019). Aunque la tolerancia a ese tipo de pluralidad no se ha hecho una consigna explícita de su gobierno, ésta parece conducir sus prácticas tanto en lo discursivo como en lo político.
Sobre el primer rubro puede decirse que, a diferencia de quienes le precedieron,9 López Obrador ha tenido cuidado de no identificarse con una creencia en particular. Y si bien ha hecho saber que no existe contradicción entre su juarismo y su guadalupanismo10 (El Universal, 2017), discursivamente el presidente recurre con frecuencia a Dios y a Jesucristo, dos referentes compartidos por la mayoría de la población creyente. No hay manera de saber si las constantes menciones a dichas figuras constituyen una expresión real de sus convicciones o una estrategia comunicativa. Sea como fuere, las repetidas citas a la divinidad en actos públicos han causado polémica en algunos círculos políticos y académicos. Esto se debe a que la tajante separación entre Estado e Iglesia(s) en nuestro país se reflejó por varias décadas en una total ausencia de lo religioso en el discurso de la figura presidencial, especialmente en actos públicos.
Vicente Fox ya había roto con esa tradición política desde 2002 durante una visita del papa Juan Pablo II (Martínez, 2002). Sin embargo, el discurso del actual presidente resulta todavía más disruptivo en función de su naturalidad y de su recurrencia. Las interpretaciones al respecto están divididas. Hay quienes afirman que nombrar a Dios no va en detrimento de la laicidad porque no implica algún cambio institucional. Otras personas argumentan que se trata de un error inaceptable, pues no toda la población es creyente. Con independencia de la gravedad que se le asigne a esta práctica, es innegable que constituye una falta: en el artículo 40 Constitucional se establece que México es una república democrática, representativa, laica y federal (Salazar et al., 2017). Así pues, en su calidad de representante de Estado ningún presidente debería hacer referencias a símbolos o creencias dogmáticas, ya sean religiosas o seculares.
En opinión de quien escribe estas líneas, las referencias a la divinidad en el discurso presidencial son a todas luces inadecuadas. A pesar de ello, ése es quizás el punto menos preocupante en lo que al principio de laicidad se refiere. La diversidad religiosa se visibiliza también a través del contacto personal de López Obrador con varios grupos confesionales, y de su incorporación como parte del debate público mediante la Secretaría de Gobernación (Segob). Aquí no se pretende decir que las iglesias deben mantenerse al margen del desarrollo social, y mucho menos que sus aportaciones carezcan de valor. Sin embargo, la apuesta por resolver los grandes problemas nacionales a través de la cooperación con grupos religiosos supone varios problemas.
En primer lugar, el contacto con representantes de denominaciones religiosas ha sido más bien disparejo. Cuando menos mediáticamente se ha dado cabida, sobre todo, a miembros de la jerarquía católica y de una rama conservadora de organizaciones evangélicas, que esperan incidir en la agenda pública en torno a la así llamada protección de la vida, el matrimonio y la familia. De la primera resultó un compromiso del gobierno federal para apoyar los programas de “Escuelas de Perdón y Reconciliación” (Suárez, 2020), una cuestión totalmente incompatible con la laicidad estatal. De la segunda, un acuerdo para distribuir la Cartilla moral de Alfonso Reyes a través de las redes de Confraternice,11 un grupo que aglutina a varias iglesias evangélicas conservadoras y cuyo representante, Arturo Farela, tiene un vínculo cercano con López Obrador. Habría que ver cómo se difunde y en qué términos se discuten los contenidos de este material, cuya selección generó en sí misma fuertes discusiones en torno a su pertinencia para impulsar la pacificación nacional a través de la moral.
A la inclusión selectiva de grupos religiosos se agrega una dificultad adicional; a saber, que la estrategia de reducción de la violencia se apoya en el compromiso asumido por las iglesias. Una vez más, aquí se reconoce el valor de las acciones emprendidas por los grupos religiosos en el ámbito social. Sin embargo, se considera también que ningún plan o política federal habría de considerar el sostén de las iglesias para su implementación: en ellas, tanto la autoridad como la responsabilidad son exclusivas del Estado.
La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado
En el acápite anterior se ha discutido que la laicidad en México no puede pensarse ya a través de una división artificial entre lo público y lo privado, pues ninguna persona se encuentra aislada de su entorno social. La relación entre ambos espacios parece fundamental para el proyecto de la 4T, y se vincula inextricablemente con la inclusión de las iglesias en el debate público, así como con su apoyo para llevar a cabo algunas de las estrategias impulsadas por el gobierno federal.
El razonamiento que sustenta dicha decisión puede formularse del siguiente modo: si lo que ocurre en el espacio privado tiene repercusiones en el público, entonces habría que incentivar ciertas prácticas en el primero para generar cambios favorables en el segundo. El argumento es lógico, y en principio no se contrapone con la laicidad ni con una administración pública adecuada. Empero, también en este punto pueden identificarse cuando menos dos inconvenientes.
Primero, que en aras de la laicidad y de los derechos reconocidos por la Constitución, el Estado no tiene injerencia en el espacio privado. En otras palabras, no hay modo de regular las acciones de los grupos religiosos, civiles o empresariales que han decidido brindar su apoyo a los proyectos de la actual administración. Respecto del tema que aquí nos ocupa, es indiscutible que las iglesias tienen derecho de operar sin ningún tipo de intervención estatal. Pero si éstas se encuentran dispuestas a contribuir con algunos programas gubernamentales, ¿deberían hacerlo con la misma libertad con la que practican y difunden su doctrina? La pregunta no es menor; se sabe, por ejemplo, que algunas instituciones religiosas se pronuncian en contra del divorcio, de la diversidad sexual y de los núcleos familiares conformados por padres del mismo sexo. Si una persona se acerca a uno de esos espacios para recibir información sobre la Cartilla moral o cualquier tipo de taller destinado a reducir la violencia, ¿se le orientará bajo los parámetros del gobierno federal o bajo los de la iglesia en cuestión? En el primer caso estaría obstaculizándose la libertad de los grupos religiosos para profesar sus creencias sin que el Estado intervenga; en el segundo, no hay manera de regular que la información recibida por la ciudadanía se ajuste al principio de laicidad. Sin una delimitación clara de los parámetros que habrían de guiar sus acciones, la apuesta por recurrir a las iglesias como coadyuvantes en algunos programas gubernamentales acarrea más problemas que beneficios.
La segunda debilidad en el proyecto de la 4T en relación con el vínculo entre lo público y lo privado consiste en asumir que los problemas colectivos pueden solucionarse a partir de acciones individuales. Un buen ejemplo de esta afirmación es el caso antes referido: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia son problemas estructurales, que no pueden resolverse a partir de un programa para moralizar a los individuos. Aquí se reconoce que las familias, las iglesias, las escuelas y cualquier tipo de organización de la sociedad civil pueden, sin duda, influir en la conducta (e incluso en la conciencia) de quienes pertenecen a ellas. Pero pensar que las soluciones dependen más de agentes individuales que del fortalecimiento