Religión y política en la 4T. Raúl Méndez Yáñez
XIX. Esto significa que algunos grupos de la sociedad mexicana operaban ya con una lógica secular, pues de otro modo no habrían podido gestar el proyecto de separación entre Estado e Iglesia(s). No obstante, sería un error considerar que el sistema social en su conjunto funcionaba bajo esa misma lógica; de haber sido el caso, el proceso de laicización no habría sido objeto de oposición o resistencia alguna.
De hecho, y a pesar del peso histórico que ha adquirido la laicidad del Estado mexicano, parece evidente que en la actualidad no todos los grupos conciben el orden social a partir de una visión secular. Un ejemplo que ilustra esta condición es el de las comunidades educativas: si bien el currículum de estudios está definido por la Secretaría de Educación Pública y, por lo tanto, sus contenidos son laicos, en algunos de los colegios que pertenecen a órdenes religiosas éstos se aprenden a partir de una lógica integrista (Molina, 2018).
En ese orden de ideas, en este texto se sugiere que analizar la laicidad en sí misma es un despropósito: su construcción, su implementación, y las prácticas que de ella derivan pueden entenderse mucho mejor si se le estudia en relación con el proceso de secularización. Ante todo, debe reconocerse que existe un vínculo analítico insoslayable entre ambos objetos de estudio.
De manera similar a otros aspectos que configuran el marco jurídico y los códigos legales, en México existe un régimen de laicidad que no siempre se manifiesta en prácticas sociales concretas. Aquí se propone que esa brecha puede explicarse a partir de dos elementos: el desfase entre laicidad y secularización en algunos sectores de la sociedad mexicana; y la inconsistencia entre el proyecto de Estado laico del siglo XIX y las condiciones políticas y sociales de la actualidad. Esto último se discutirá en el siguiente acápite.
DE JUÁREZ A LÓPEZ OBRADOR: EL NECESARIO REPLANTEAMIENTO DE LA LAICIDAD EN MÉXICO
Uno de los hitos históricos recuperados por la 4T es la Guerra de Reforma. Ese enfrentamiento, acaecido entre 1857 y 1861, está directamente relacionado con las consideraciones vertidas en la sección anterior de este capítulo. La sociedad mexicana de inicios del siglo XIX estaba fuertemente influida por la religión católica, oficial desde que se instauró el virreinato de Nueva España.
Más allá de los vínculos entre la Iglesia y el Estado, que se asumía, entre otras cosas, como protector de la “religión verdadera”, lo cierto es que la autoridad eclesial permeaba todos los espacios sociales. Así, por ejemplo, la educación, los servicios sanitarios, y el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones estaban a cargo de la Iglesia católica (Rosas, 2012).
Ante la poderosa presencia eclesial en el espacio público, y en un clima de evidente tensión entre proyectos políticos disímiles, los partidarios del liberalismo consideraron que para consolidar un Estado fuerte era necesario que éste se condujera con autonomía respecto de otras instituciones, garantizando su supremacía por encima de ellas. Ese ideal se oficializó con la Constitución de 1857, en cuyo artículo 123 puede leerse que “Corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer en materias de culto religioso y disciplina externa, la intervención que designen las leyes” (Cámara de Diputados, s/f).
El liberalismo decimonónico subrayó la supremacía del Estado en relación con otras autoridades. Para asegurarse de que no hubiera cuestionamiento alguno sobre esto último, se incautaron los bienes de la Iglesia, se prohibió la obligatoriedad del diezmo, y los registros, escuelas y hospitales religiosos fueron sustituidos por instituciones cuya administración pasó a manos del Estado (Rosas, 2012).
A diferencia de otros contextos, como el estadounidense, donde la diversidad religiosa fue desde siempre una realidad social, en México el régimen de laicidad estuvo pensado para hacer frente al peso político de la Iglesia católica. Esto no significa que los miembros del Partido Liberal estuvieran en contra de la religión o del derecho a profesarla; el propio Benito Juárez se educó en un seminario católico y fue creyente hasta el fin de sus días (García, 2010). Empero, para quienes mantenían una lógica integrista, la separación entre Estado e Iglesia significó una afrenta directa al catolicismo, sus valores, y el orden social que había imperado por tres siglos. La Guerra de Reforma da cuenta del desfase entre laicidad y secularización en ese momento histórico; en otras palabras, la autonomía jurídica del Estado no se traduce en un cambio automático en los marcos de sentido a partir de los cuales se interpreta la realidad, o cuando menos no en todos los grupos sociales.
Desde entonces la autonomía estatal se mantiene incólume en su acepción legal.8 No obstante, los cambios políticos y sociales transcurridos en más de 160 años hacen cada vez más evidente la necesidad de repensar la laicidad en función de las condiciones actuales. En opinión de quien escribe estas líneas, las transformaciones más relevantes para el tema que aquí nos ocupa son tres:
• La pluralización confesional. A diferencia del siglo XIX, hoy no puede hablarse de un sistema de creencias único ni de una iglesia hegemónica. Es cierto que el catolicismo continúa siendo la adscripción religiosa más extendida, pues 77.7% de la población mexicana se identifica en esa categoría (INEGI, 2020). Sin embargo, desde la década de 1950 se ha observado un incremento acelerado de otras denominaciones, especialmente de raíz cristiana (INEGI, 2020). Esta tendencia parece ir al alza; aunque la Iglesia católica prevalece como un actor religioso relevante, no es ya el único que se manifiesta tanto en el campo social como en el político.
• La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado. El pensamiento liberal decimonónico partió de la premisa de que existe una división entre el espacio público, cuya regulación corresponde al Estado, y el privado, en el que los individuos adoptan decisiones libres y autónomas respecto de su propia vida (Breña, 2006). Sin embargo, la realidad social muestra que las fronteras entre ambas esferas son difíciles de definir. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la educación que se discutía en un apartado previo. Los padres tienen el derecho de educar a sus hijos e hijas a partir de los valores que consideren pertinentes, puesto que el hogar pertenece a la esfera privada. Empero, ningún menor está aislado de la sociedad, sino que construyen relaciones con otras personas. De este modo, lo que se ha aprendido en la esfera privada termina por tener repercusiones también en la pública.
• La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado. Puesto que las libertades se entienden a partir de un criterio de individualidad, es lógico que corresponde a los individuos decidir sus creencias y actuar de conformidad con ellas. Así, en un régimen laico tanto las convicciones religiosas como las prácticas que se les asocian corresponden exclusivamente a la esfera privada. No obstante, debe señalarse que la religión no se corresponde del todo con esa descripción.
Las religiones no son de ningún modo individuales; por el contrario, es precisamente la colectividad lo que les provee de significado y de un sentido de pertenencia (Durkheim, 2014). Por otro lado, parece ingenuo considerar que éstas se restringen al ámbito privado. De hecho, muchas de ellas tienen un proyecto social apoyado en la evangelización o en un compromiso por hacer el bien a partir de sus códigos de conducta. Por ese motivo, a ojos de quienes forman parte de un grupo religioso y mantienen una visión integrista en su participación en el espacio público no sólo es posible o deseable, sino absolutamente necesaria.
En este ensayo se argumenta que el régimen de laicidad en México se construyó a partir de un proyecto político que obedeció a los ideales del liberalismo, y que cumplió con el objetivo de lograr la autonomía estatal. Esa manera de entender la laicidad resultó funcional en el momento histórico en el que se originó, y continuó siéndolo durante varias décadas. Sin embargo, las transformaciones sociales aquí mencionadas son muestra de la necesidad de repensar qué se entiende por laicidad, qué implicaciones tiene para el Estado y para los grupos religiosos, y de qué modo habría de repercutir en la configuración del espacio público. A decir verdad, la autora de este trabajo no ha desarrollado una propuesta minuciosa que pudiera aportar a la sustitución de un régimen de laicidad por otro. Pero, ¿hay alguna apuesta de ese tipo en la administración gubernamental actual?
LAICIDAD, JUARISMO Y COOPERACIÓN CON LAS IGLESIAS. LA CONFUSA POSICIÓN DE LA 4T
El presidente López Obrador ha afirmado en repetidas