El Padre Pío. Laureano Benítez Grande-Caballero
llevó a cabo la mística francesa Marta Robin. Aquejada desde la infancia por muchas enfermedades incurables, que la produjeron parálisis, trastornos digestivos y ceguera, pasó cincuenta y tres años inmovilizada en su lecho, sin tomar otro alimento que la Hostia. A raíz de una revelación en 1928, ofreció su vida al Corazón de Jesús en la Cruz. Desde entonces, comenzó a sufrir también los estigmas.
A medida que su fama aumentaba, recibía innumerables visitas –llegó a recibir a más de 100.000 personas– y mantenía una intensa correspondencia con personas de todo el mundo. Cambió la vida de muchas personas escuchándolas, aconsejándolas, alentándolas... Incluso fue capaz de realizar numerosas obras de caridad con los pobres, y de fundar una congregación, la Foyer de Charité, hoy extendida por varios países. Resumía su misión en dos palabras: «Ofrecerse y sufrir».
Otra alma víctima de especial relevancia en los tiempos actuales lo constituyó la beata Luisa Piccarretta (1865-1947), que mantuvo frecuentes contacto con el Padre Pío por bilocación. Siendo todavía niña, comenzó a manifestar una misteriosa enfermedad que la obligaba a quedarse en cama. Alrededor de los dieciocho años, mientras se encontraba haciendo la meditación sobre la pasión de Jesús en su habitación, sintió su corazón oprimido y que le faltaba la respiración. Asustada, salió al balcón y desde allí vio que la calle estaba llena de personas que empujaban a Jesús llevando la Cruz. Sufriente y ensangrentado, Jesús alzó los ojos hacia ella pronunciando estas palabras: «¡Alma, ¡ayúdame!».
Luisa entró a su habitación con el corazón desgarrado por el dolor, y llorando le dijo: «¡Cuánto sufres, oh mi buen Jesús! ¡Si pudiera yo al menos ayudarte y librarte de esos lobos rabiosos, o cuando menos sufrir yo tus penas, tus dolores y tus fatigas en tu lugar, para así darte el más grande alivio...! ¡Ah, Bien mío!, haz que yo también sufra, porque no es justo que tú debas sufrir tanto por amor a mí y que yo, pecadora, esté sin sufrir nada por ti». Y desde aquel momento repitiendo siempre su fiat, se hicieron más frecuentes los períodos transcurridos en cama, hasta el punto que estuvo postrada sufriendo una completa inmovilidad durante 62 años.
Luisa murió antes de cumplir los ochenta y dos años de edad, el 4 de marzo de 1947, después de una corta pero fatal pulmonía –¡la única enfermedad diagnosticada en su vida!–.
2 La sangre del Cordero
«¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante medio siglo? Todo eso, ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. En eso consiste toda la cuestión del Padre Pío».[14]
«El Padre Pío recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo» (Cardenal Corrado Ursi).
«Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).
Viacrucis
Como todas las almas víctimas, el Padre Pío realizó su misión vicaria de expiación a través del sufrimiento. En el mes de junio de 1913 escribía al Padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio» (Epistolario I, p. 368).
Esta premonición del Padre Pío se cumplió plenamente a lo largo de toda su vida, que se convirtió en un auténtico viacrucis bajo el peso de sufrimientos abrumadores, tanto físicos como morales y espirituales.
«Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!» (carta del 21 de julio de 1918).
Las enfermedades sufridas por el Padre Pío fueron documentadas en un memorial enviado al Vaticano por el doctor Miguel Capuano, su último médico. El doctor Capuano ejerció su profesión en San Giovanni Rotondo durante cincuenta años, cuarenta de los cuales al lado del Padre Pío y, poco antes de morir, firmó página por página un largo informe científico, en el que anotó con escrupulosidad una larga serie de enfermedades padecidas por el fraile de los estigmas:
«El Padre Pío –se lee en el informe– perdía algo así como un vaso de sangre cada día. Tenía fiebres que a veces alcanzaban los 44-45 grados, las cuales se podían medir solamente con termómetros especiales. A la bronquitis crónica, que tuvo desde niño, se habían añadido el asma y una pleuritis exudativa, enfermedad que dejaba al Padre Pío sin respiración a causa de las terribles punzadas en el costado. Sufría también de pulmonía y bronco-pulmonía dos veces al año, en las estaciones intermedias; de úlcera péptica, con espasmos, vómito y ayuno forzoso. Más tarde aparecieron los cólicos de los cálculos renales, que le hacían gritar durante horas al punto de invocar la muerte. No faltaban las enfermedades –por así decirlo– ligeras, como la artritis, la artrosis, la descalcificación de los huesos de toda la columna, la rinitis hipertrófica, la faringitis y la laringitis purulenta, la otitis, la sinusitis, y las fuertes migrañas.
Además, el Padre Pío no veía bien, al punto que no podía releer sus propios escritos y, en los últimos años de su vida, fue afligido por un epitelioma en el oído izquierdo que no le permitía dormir de aquel lado. Tenía un quiste en la parte derecha del cuello, que le impedía girar la cabeza, y luego aquella hernia en la ingle derecha que en 1925 le llevó a la operación, la cual le fue practicada sin anestesia, porque el Padre Pío tenía miedo a que, bajo los efectos de los fármacos, los médicos aprovecharan para escudriñar sus llagas, que llevaba rigurosamente cubiertas».[15]
A este terrible cuadro clínico hay que añadirle los dolores continuos que padecía debido a sus estigmas, la escasísima cantidad de comida que ingería –a todas luces insuficiente para cubrir sus necesidades diarias, hasta el punto de que durante períodos largos de tiempo solamente se alimentaba de la Hostia–, sus mortificaciones, las largas horas de permanencia en el confesionario, y el hecho de que apenas dormía. Un médico llegó a decir, asombrado ante la pasmosa resistencia de aquel fraile que llevaba una vida increíblemente activa a pesar de sus sufrimientos físicos, que para la medicina «el Padre Pío está biológicamente muerto».
Junto a estos sufrimientos físicos, el Padre Pío también padeció sufrimientos de orden moral y espiritual. Aparte del dolor que experimentaba viendo la decadencia moral del mundo, durante toda su vida fue asaltado por unos lacerantes escrúpulos, que le atormentaban de tal manera que incluso –aunque parezca increíble decirlo– ¡le llevaron a albergar serias dudas sobre si se iba a salvar o no! Esta prueba, inexplicable en alguien tan tocado de gracias sobrenaturales, era aceptada por él como venida de Dios, y tenía por objeto preservarle de la soberbia.
«No se trata de desesperanza –le decía en una carta a su confesor–, pero no lo entiendo. Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos, sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta. Y eso en todo y en todas partes, en el altar, en el confesionario, en todas partes. Avanzo casi por milagro, pero no entiendo nada».
Como trasfondo de todos sus sufrimientos, sufrió durante amplios períodos lo que viene a llamarse, desde san Juan de la Cruz, una terrible «noche espiritual», que le sumió en crisis, sequedades, incertidumbres y angustias indecibles. ¡Quién lo diría, cuando se le veía bromear y atender con tanto amor y entrega a su ministerio sacerdotal!
«Las tinieblas se van intensificando cada vez más; las tempestades se suceden a las tempestades y en lo íntimo de mí mismo van haciendo un vacío cada vez más espantoso, que me hace morir de terror en cada instante. Dondequiera vago encuentro espinas, que todo me penetran. Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así