El contrato didáctico. Inés Marazzani
3 (ligado a la repetición de modalidades, por así decirlo, “sociales”). Durante tres lunes consecutivos el docente de matemática pide a los estudiantes resolver ejercicios en el tablero; de ahí en adelante el estudiante sabe que todos los lunes será así, una modificación al programa esperado genera sorpresa. Lo mismo vale, por ejemplo, en cuanto a la expectativa de los temas posibles en una prueba de evaluación; si el docente siempre ha hecho únicamente preguntas acerca del programa desarrollado en las últimas clases, no puede, según el estudiante, hacer preguntas sobre argumentos vistos en clase de un pasado más remoto…
El estudio de los diferentes fenómenos de comportamiento de los estudiantes desde este punto de vista ha dado resultados de sumo interés. Hoy, muchos comportamientos considerados hasta hace poco tiempo como inexplicables o ligados al desinterés, a la ignorancia, a la incapacidad lógica o la edad inmadura, han sido clarificados; en la base de esta problemática existen motivaciones mucho más complejas e interesantes.4
Uno de los estudios más notables es el que se conoce con el nombre de la edad del capitán, puesto en evidencia de una manera bastante difundida a través de un libro con ese título, de la psicóloga francesa Stella Baruk en 1985. Aquél libro fue, en realidad, precedido por un célebre estudio publicado en 1980 en Grenoble (IREM Grenoble, 1980) y por un vasto y largo debate acerca de tal resultado y sus interpretaciones. Contaremos en las líneas sucesivas en qué consiste, pero de una forma un poco más personal, tal como lo hemos vivido directamente (D’Amore, 1993b).
En una clase de 4° grado de primaria compuesta por estudiantes de 9-10 años de edad de un importante centro agrícola, hemos propuesto el muy célebre problema (en el cual el capitán se convierte en un pastor):5 «Un pastor tiene 12 ovejas y 6 cabras. ¿Cuántos años tiene el pastor?». En coro, con seguridad, todos los niños sin excepción y sin ninguna reserva, dieron la respuesta esperada: «18». Frente a la aflicción de la docente, reaccionamos explicándole que se trata de un hecho ligado al contrato didáctico: ella nunca había propuesto problemas sin solución o problemas imposibles (en alguna de las tantas formas de imposibilidad),6 por lo que los niños habían, por decirlo de una manera simplista, introducido en el contrato didáctico una cláusula (de confianza en el docente, y de imagen de la matemática) del tipo: «Si la docente nos da un problema, ciertamente debe poder resolverse».
Los estudios conducidos por el IREM de Grenoble motivaron a Adda (1987) a acuñar la expresión efecto edad del capitán para «designar la conducta de un estudiante que calcula la respuesta de un problema utilizando una parte o la totalidad de los números que se han proporcionado en el enunciado, cuando este problema no tenga una solución numérica» (Sarrazy, 1995).
Tal efecto forma parte de los llamados de ruptura del contrato didáctico (Brousseau, 1988; Chevallard, 1988a): si el estudiante se da cuenta de lo absurdo del problema propuesto, necesita hacerse cargo personalmente de una ruptura del contrato didáctico, para poder contestar que el problema no se puede resolver. En efecto, esta nueva situación contrasta con todas sus expectativas, con todos sus hábitos, con todas las cláusulas puestas en el ámbito de las situaciones didácticas.
El contrato es necesario para dar esperanza, pero es ilusorio.
Este será fatalmente roto: el saber no es lo que se puede suponer antes. El aprendizaje lleva a una renuncia de lo que se creía antes, a lo que la ignorancia hacía suponer. En realidad aquí se insertan al menos otras dos problemáticas conectadas entre sí y vinculadas con el contrato didáctico, pero autónomas, que trataremos de describir rápidamente.
La primera la decimos siguiendo las palabras y las preguntas que se plantean Perret-Clermont, Schubauer-Leoni y Trognon (1992):
Frente a los enunciados de problemas, los estudiantes se han […] acostumbrado a no poner en discusión la legitimidad o la pertinencia de las preguntas del docente, y eso les permite por otra parte funcionar más económicamente teniendo ‘de manera natural’ confianza en el adulto. De acuerdo con esta lógica todo problema tiene solución y además una solución ligada a los datos presentes en el enunciado. Frente a un problema que no tiene solución, ¿Cómo se comportará el estudiante? Confrontado por la costumbre constantemente repetida de un “contrato didáctico” según el cual el docente no tiene como objetivo ‘engañar’ al estudiante poniéndole un problema sin solución, el estudiante que cree haber descubierto un fraude en la pregunta del docente, ¿Denunciará la ruptura del pacto en nombre de la lógica del problema? o ¿Asumirá sobre si [sic] mismo la ruptura del contrato, dando en todo caso una respuesta, cueste lo que cueste, aunque sabe desde el inicio que no es correcta o que por lo menos es dudosa? Ahora, el estudio del comportamiento del estudiante frente a problemas a los cuales no se puede dar una respuesta tiene ya una historia en sí misma y una bibliografía inmensa (sobre algún aspecto de esto regresaremos dentro de poco). Aquí era interesante ver el aspecto que liga: las expectativas del estudiante, sus costumbres convertidas en cláusulas del contrato didáctico y la propuesta de un problema imposible, estudiadas por medio del recurso al contrato didáctico.
La segunda problemática se refiere en cambio, más en general, a los modelos conceptuales de “problema” que se hacen los estudiantes. Fundamental con respecto a lo anterior es el largo estudio de Rosetta Zan (1991-1992) realizado con niños de primaria, y al cual haremos referencia.7 En primer lugar, parece evidente que los niños distinguen el problema real, concreto, el ligado a la vida extra-escolar, del problema escolar: saben que cuando se dice problema en la escuela durante la clase de matemática, no se refiere a problemas reales, sino a problemas artificiales, prefabricados, con todas sus características ya codificadas. Además: «para la mayoría, el problema se caracteriza por medio del tipo de procedimiento que se usa para la solución: es decir se define implícitamente por la necesidad de realizar operaciones» (Zan, 1991-1992), como bien saben todos los docentes del mundo.
Por lo tanto, lo que caracteriza al problema es la operación que se necesita realizar para resolverlo, agregando elementos estructurales (una situación, algunos datos numéricos que caracterizan la situación) y algunos elementos variables (el tipo de situación, los protagonistas, los objetos).
De lo anterior «emerge […] en modo inequívoco que el problema escolar es para los niños el problema aritmético: ¡solo 2 niños de (grado) quinto (de 123) llevan un ejemplo alternativo, en particular un ejemplo geométrico!» (Zan, 1991-1992).
Es de sumo interés para nuestros objetivos ver cuáles son las respuestas de los niños a la pregunta sobre cuáles son los comportamientos que se deben poner en acto durante la resolución de un problema escolar: «En este punto las indicaciones de los niños son unánimes: se necesita leer y releer el texto, razonar, estar tranquilos y trabajar por sí solos» (Zan, 1991-1992); las respuestas revelan normas explícitas de un contrato comportamental, evidentemente requeridas (trabajar por sí solos) o sugeridas (leer y releer el texto) por los docentes.
Se ve cómo todo el mundo de la resolución de problemas se halla cubierto tanto de cláusulas normativas de los contratos didácticos o pedagógicos (las normas y las solicitudes) como de cláusulas implícitas, no dichas por el docente, sino creadas poco a poco por los estudiantes sobre la base de recurrencias que han llevado a modelos generales de problema, lo que constituye condicionamientos insuperables.
Quizás conviene decir aquí explícitamente que, con base en lo visto hasta ahora, el contrato didáctico no es una realidad estable, estática, establecida de una vez por todas; al contrario, se trata de una realidad en evolución (Chevallard, 1988a, especialmente de la p. 33 en adelante) que se acompaña de la historia de la clase.8
También queremos hacer notar que existe una contradicción entre expectativas y declaraciones explícitas de los estudiantes. Muchos estudiantes declaran que el objetivo por el cual el docente da un problema para resolver es el de verificar si los estudiantes saben razonar, como se atestigua en el estudio de Zan (1991-1992); pero después el problema se identifica con su resolución. Valga para todos la respuesta seca que ha dado un niño cuando, impaciente por los requerimientos acerca del razonamiento seguido, declaró con extrema sinceridad: «Lo importante no es entender sino resolver el problema» (hemos recogido este