La maratoniana. Kathrine Switzer

La maratoniana - Kathrine Switzer


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Otras voces

       INTRODUCCIÓN

      ¡Cincuenta años! ¿Quién podría imaginar que hace cincuenta años que corrí la maratón de Boston por primera vez y un incidente durante aquella carrera cambió la vida de millones de mujeres?

      Me parece que fue ayer. Y aun así, mientras me entreno para volver a estar en la línea de salida cincuenta años más tarde, mi cuerpo me lo recuerda cuando le pregunto por qué va tan despacio. «Ya no tengo veinte años, tengo setenta, ¿lo pillas?», me grita en respuesta.

      Me parece que fue ayer cuando el periodista agresivo del camión de prensa se puso a mi lado en el kilómetro cinco y me preguntó qué estaba intentando demostrar. Le respondí que no estaba intentando demostrar nada, que solo quería correr. Y durante cincuenta años, eso es lo que he hecho. A decir verdad, correr me lo ha dado todo: salud, trabajo, confianza, creatividad, religión, amor, libertad y valor. A cambio, le he dado mi completa gratitud; de hecho, le he dado mi vida entera.

      Me parece que fue ayer cuando el periodista en la línea de meta insinuó que mi participación en la carrera era solo una broma, que las mujeres de verdad no corren. Recuerdo que le respondí de manera tranquila y deliberada: «Llegará el día en que el atletismo femenino sea tan popular y tan publicitable como el masculino». Todavía me impresiona que una chica de veinte años tuviera el valor de decir eso, pero acababa de correr una maratón, y cualquiera que lo haya hecho sabe que el proceso te da una claridad y una visión brutales, por no hablar de la determinación. Cuando acabé esa carrera, sabía que iba a dedicar gran parte de mi vida a crear oportunidades para que las mujeres pudieran correr. Y el resultado ha sido nada menos que una revolución social.

      En la actualidad, el 58 % de las personas que corren en Estados Unidos son mujeres, y la tendencia está creciendo a nivel global. ¡Y he vivido para verlo! Y aunque la gran mayoría de las corredoras dicen que no son competitivas, es muy reconfortante saber que este año, en el cincuenta aniversario de mi carrera, el 50 % de las personas que van a correr la maratón de Boston (que exige alcanzar una marca exigente para clasificarse) son mujeres. El crecimiento del atletismo femenino y su consiguiente impacto social han alcanzado cotas sin precedentes durante la última década, lo que implica que este libro es más significativo hoy que cuando se publicó por primera vez.

      Cuando las mujeres ordinarias corren, se vuelven extraordinarias. Para las mujeres, correr es una experiencia transformadora. Es instantáneamente empoderante, para todas las mujeres, en cualquier momento. Y esa es la historia que cuenta este libro: cómo una chica ordinaria empezó a correr, se empoderó, y consiguió lo imposible. Muchas de vosotras, mujeres «ordinarias» (y hombres), os habéis puesto en contacto conmigo y me habéis contado vuestros secretos más preciados, como si estuviéramos corriendo juntas. Me habéis contado cómo pasasteis de correr un par de kilómetros al día a acabar una maratón, cómo vuestras vidas cambiaron gracias a mi historia y a vuestras carreras, cómo dejasteis de fumar, perdisteis cuarenta y cinco kilos, subisteis el pico Pikes corriendo y dejasteis a vuestra pareja maltratadora. Cómo os encontrasteis sin nada más en la vida que correr, y aun así, fue correr lo que os puso en camino para recuperar a vuestros hijos, graduaros en la universidad y encontrar un trabajo decente. Cómo, de todas maneras, tampoco queríais todo lo que dejasteis atrás. Cómo os identificasteis tanto con mi historia que os pusisteis un dorsal con el número 261 en la espalda cuando corristeis vuestra primera maratón, y después os lo dibujasteis en la muñeca y os lo tatuasteis en el tobillo y me ayudasteis a fundar una organización benéfica, un movimiento global de empoderamiento para mujeres que corren de todo el mundo llamado 261 Fearless (261 sin miedo). Y ahora, un grupo de vosotras, las mujeres de 261 Fearless, estaréis conmigo en la línea de salida el 17 de abril de 2017 para correr y celebrar juntas cincuenta años de trabajo y de triunfos, y para avanzar con valor hacia el futuro.

      Oh, sí. Esas sois vosotras, esas mujeres excepcionales. Ya sea que os estéis atando los cordones de las zapatillas por primera vez o lo hayáis hecho quinientas veces antes, me encanta que compartáis este viaje conmigo.

      Gracias por todo lo que habéis hecho por mí, por las mujeres de todo el mundo… y por vosotras mismas.

      Kathrine Switzer

      Marzo de 2017

       PARTE I: BASE

      Para los corredores de fondo, el entrenamiento de base es como los cimientos en los que se sustenta su forma física. Es el núcleo fundamental que te permite desarrollar la capacidad de llegar más lejos y ser más rápido. Y con un poco de suerte, también ayuda a prevenir las lesiones.

       UNA LARGA SAGA DE PIONEROS

      —Aquí tienes unos papeles. Guárdalos y enséñaselos a tu médico cuando llegues. Y aquí tienes otros. Enséñale estos a las autoridades cuando vayas a subir al barco. Buena suerte.

      Mi madre, Virginia, recogió los papeles y le dio las gracias al médico.

      Estaba embarazada de casi ocho meses de mí y se disponía a embarcar en el primer barco que llevaba a familiares de miembros del ejército a una Europa devastada por la guerra. Allí iba a reunirse con mi padre, a quien no había visto en siete meses. Corría el mes de noviembre del durísimo invierno de 1946. Si no iba entonces, quizás nunca podría hacerlo, porque viajar con un bebé recién nacido y con mi hermano Warren, de dos años, era mucho más difícil que viajar embarazada y con un solo niño. El médico había sido comprensivo y le había dado a mi madre unos papeles para las autoridades en los que ponía que estaba embarazada de solo seis meses y por tanto podía viajar… por los pelos.

      En mitad del Atlántico, el viejo barco de vapor reacondicionado se averió y se quedó flotando de aquí para allá durante nueve días, mientras esperaba a que les remolcaran. A mi madre no le preocupaban las minas sin detectar, los mareos constantes o la idea de que yo naciera en alta mar, pero sí que le remolcaran de vuelta a Nueva York. En vez de eso les llevaron a Bremerhaven, donde les esperaba un tren para llevar a todos los pasajeros, mujeres y niños, a Alemania.

      Viajar para encontrarte con alguien a quien amas es una cosa magnífica. Puedo imaginarme el reencuentro de mis padres; mi padre, un gigante llamado Homer, recogiendo a mi diminuta madre y riéndose de cómo había cambiado desde la última vez que se habían visto. Está bien tener un amor así cuando vas a un sitio complicado, porque mi madre estaba horrorizada de lo que veía en Alemania. Ciudad tras ciudad en ruinas, pilas de cascotes por todas partes, grupos enormes de personas sin techo y desplazadas por la guerra apiñándose en las calles… Parecía que todo el mundo tenía hambre y buscaba refugiarse del frío inclemente.

      Por aquel entonces mi padre era comandante del Ejército, y una de sus tareas era organizar campos de desplazados para acoger a estas personas hasta que pudieran encontrar a sus familiares, volver a casa o empezar una nueva vida. Ser una familia unida era importante para mis padres; ellos lo eran, querían ayudar a otros a serlo y querían transmitírselo a sus propios hijos.

      Para empezar, mi madre reclutó a una niñera entre el grupo de personas desesperadas que estaban junto a nuestra casa para que cuidara de mí, que estaba a punto de nacer. La niñera, Anni, preguntó si podía traer a una amiga para que fuera nuestra cocinera, y después el hermano de Anni apareció para trabajar de empleado doméstico, y enseguida teníamos un profesor de piano (había un piano de cola en la casa) y un sastre para hacernos la ropa. La mayoría de estas personas vivían en nuestra casa. Mi madre, el Plan Marshall unipersonal, compartía todo lo que tenía, incluso la calefacción, que era terriblemente escasa.

      De hecho, hacía tanto frío en el hospital militar donde nací que me pusieron en una incubadora, para gran diversión del personal, ya que pesaba más de cuatro kilos y medía casi sesenta centímetros. Mi padre rellenó el certificado de nacimiento y con la emoción escribió mal mi nombre.


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