La maratoniana. Kathrine Switzer
no en la posibilidad remota de que me cogieran en el equipo de hockey, sino en mí misma.
Y de repente era otoño, empezó el curso e hice la prueba para el equipo. Estaba nerviosa, claro. Escuché todo lo que nos dijo la entrenadora, Margaret Birch, y seguí las instrucciones al pie de la letra. Y pasó una cosa increíble: como no me cansaba, ni me quedaba sin aliento, ni me dolían los músculos, podía aprender las técnicas más rápido que otras principiantes. Cuando empezamos a jugar, ya podía correr con las mejores. Guau, ¿cómo había pasado eso? Cuando entré en el equipo júnior hubo vítores de alegría, y nunca una chica ha llevado una equipación de hockey con tanto orgullo como yo.
Además, estaba sumamente agradecida. Como no entendía muy bien cómo funcionaba la forma física, pensaba que había descubierto la magia. Cuarenta y cinco años más tarde, sigo pensando que es magia… pero me estoy adelantando.
Empecé a creer que mientras siguiera corriendo, la magia seguiría conmigo, pero si dejaba de hacerlo, la perdería, cosa que, de hecho, es verdad. Correr era mi Arma Secreta. Tenía miedo de que, si se lo contaba a los demás, pensarían que estaba chiflada con esas cosas mágicas, así que lo hacía sola y con discreción. Tener un Arma Secreta me dio la confianza para probar otros deportes, y también me cogieron en el equipo de baloncesto. Después descubrí que, de alguna manera, el Arma Secreta también funcionaba cuando quería participar en otras actividades, como unirme al comité del baile o escribir para el periódico del instituto.
Empecé en el periódico porque hablaba muy poco de deporte femenino (algunas cosas no cambian nunca) y quería dar mi equipo a conocer. Me encantaba mi equipo: las chicas eran como yo (algunas eran marimachos y otras reinas del baile) y me sentí mal por haberlas juzgado sin conocerlas. Todas lo dábamos todo en el campo, y aunque veníamos de entornos sociales y económicos distintos, acabamos pasándolo bien juntas en otras ocasiones, como bailes, partidos de fútbol o fiestas de pijamas, fuera del alcance de los grupitos maliciosos del instituto.
Mis amigos me llamaban Kathy, pero para los más cercanos era Switz. Kathy me parecía demasiado frívolo para firmar mis artículos de deportes, pero el asesor académico no me dejaba usar Switz, aunque a mí me parecía muy guay. Gracias a mi padre, el cajista (sí, por aquel entonces había que componer los moldes para imprimir) siempre me cambiaba Kathrine por Katherine. Como me molestaba que corrigieran mi nombre mal escrito para cambiarlo por uno que no era el mío, a menudo firmaba solo con mis iniciales, K. V. Switzer. En aquellos tiempos estaba leyendo El guardián entre el centeno y estaba loca por ese libro. J. D. Salinger era como un dios para mí, y T. S. Eliot y E. E. Cummings le seguían de cerca. Así que me encantaba ser K. V. Switzer, redactora de deportes.
Al final de mi primer año de instituto, estaba cansada de ser flaca. Llevaba diez meses haciendo ejercicios para desarrollar los pechos, pero no había funcionado. También había comprado compresas, pensando que así me vendría la regla. Entonces, en una de las docenas de revistas de mi madre que estaban por toda la casa, encontré un artículo fascinante sobre las calorías de la comida y el gasto calórico. Las dos comidas con más calorías eran la mantequilla de cacahuete y el chocolate, y el artículo aconsejaba comer temprano para gastar calorías y contribuir a la pérdida de peso. Eso tenía mucho sentido para mí, así que todos los días me tomaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada y un vaso de leche con chocolate antes de ir a dormir. El año siguiente engordé siete kilos y crecí casi diez centímetros. Nunca sabré si la mantequilla de cacahuete ayudó a acelerar la pubertad o si estaba a punto de todas maneras, pero de repente era una mujer. Nunca olvidaré la cara de mi padre el día que se me quedó mirando y luego se fue a la otra habitación a hablar con mi madre. Solo pude escuchar una parte de la conversación: «Cielo santo, ¿cuándo ha pasado esto?».
Como corría todos los días, me adapté sin contratiempos a mi nuevo cuerpo. Me encantaba tener la regla; la regularidad cíclica me hacía sentir parte de la naturaleza, igual que los cambios de estación. Parecía que mi peso nuevo me hacía más fuerte, y añadí flexiones y levantamientos de piernas a mi rutina. Mi hermano decía que los profesionales de verdad hacían sentadillas completas con una sola pierna, así que empecé a hacer diez de esas con cada lado. También trepaba la cuerda que mi padre nos había puesto en el patio trasero.
Aunque me tomaba en serio estar en forma, en aquel momento no me apasionaba convertirme en una deportista profesional algún día. En primer lugar, esa opción no existía, así que no la deseaba, como sí que hacía Billie Jean King de pequeña, cuando quería jugar a béisbol profesional con los hombres. Por supuesto, podría haber sido muy diferente si hubiera habido atletismo profesional, como ocurre hoy en día. En todo caso, la segunda razón es que quería dedicarme a algo que aprovechara mi educación. Hoy en día esto suena fatal, pero cuando yo estaba creciendo, se pensaba que la gente que se ganaba la vida con su cuerpo (y eso a menudo incluía a los deportistas) era digna de compasión, porque no tenía o la educación o la inteligencia necesarias para un trabajo ejecutivo. Quería mantener ambas cosas en equilibrio: la idea del escritor romano Juvenal de mens sana in corpore sano tenía mucho sentido para mí.
Había otro personaje de la Antigua Roma que me fascinaba. Me quedaba boquiabierta con las fotos de la estatua de Diana cazadora. Me encantaban el aspecto y las sensaciones de mi nuevo cuerpo, y me comparaba desnuda en el espejo con la estatua, maravillándome de las semejanzas de nuestros cuerpos y, sí, también de nuestros espíritus. Diana era atlética, femenina y calmada, y también tenía pechos pequeños, así que era mi nuevo modelo a seguir. Me sentía tan cómoda en mi propio cuerpo como ella, y cuando los chicos empezaron a tirarme los tejos en la escuela, no era un blanco fácil. No necesitaba su atención para subirme la autoestima. Aunque no había recibido ninguna educación sexual, correr me daba la suficiente confianza física como para desanimar a aquellos pobres raritos. En mi cabeza, no tenía ninguna duda de que aquello se debía a correr y de que era magia de verdad.
Probablemente suene raro que escogiera a una diosa mitológica como ejemplo a seguir, pero el caso es que no tenía ningún referente de deportistas modernas hasta los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960. Pero incluso entonces, junto a las elegantes imágenes de Wilma Rudolph ganando los 100 y los 200 metros lisos, hubo una foto chocante de Tamara Press, la lanzadora de peso soviética, que nunca olvidaré. En la imagen aparecía en pleno gruñido, con los brazos como jamones, un michelín en la cintura y los tirantes roñosos del sujetador asomando. Me daba miedo: ¿era eso lo que significaba ser una mujer deportista? Un montón de gente creía que sí, y si a mí me molestaba, puedo imaginar cómo desanimaba a otros miles de lectores de la revista Life, incluyendo a un montón de chicas jóvenes que huirían de los deportes para siempre.
Por aquel entonces no lo sabía, pero los Juegos Olímpicos de Roma trajeron consigo otra novedad en la percepción de las capacidades de las mujeres: era la primera vez en treinta y dos años que se disputaban los 800 metros lisos femeninos. En la Antigüedad las mujeres ni siquiera podían ver los Juegos Olímpicos, bajo pena de muerte, y no les permitieron participar en los primeros Juegos modernos, en 1896. Después de muchas protestas, en 1900 se las admitió en el golf, el tenis y el cróquet. En 1928 se incorporó el atletismo femenino. La prueba más larga eran los 800 metros (dos vueltas al estadio). Las tres primeras mujeres se disputaron duramente la carrera y Lina Radke batió el récord del mundo; después, se dejaron caer sin aliento, que es lo que pasa cuando corres 800 metros a tope. Esta «demostración de agotamiento» horrorizó a los espectadores, a los organizadores y, lo que es peor, a los medios. Harold Abrahams, el formidable corredor olímpico y periodista cuyas hazañas inspiraron la película Carros de fuego, escribió que aquel espectáculo de extenuación era una vergüenza para la feminidad y un peligro para todas las mujeres. Recomendó que esa prueba se eliminara de los futuros Juegos Olímpicos, y así fue.
Para la gente de 1928, esas corredoras eran aún más horripilantes que Tamara Press para mí. Durante los siguientes treinta y dos años, las mujeres que querían correr más de 400 metros tuvieron que demostrar una y otra vez que no eran débiles ni frágiles, que no estaban poniéndose en peligro ni siendo una vergüenza para la feminidad. Los hombres podían correr los 1500 metros lisos, los 3000 con obstáculos, el 5000, el 10 000 y la maratón (42,195 kilómetros), pero cualquier carrera larga para mujeres