La maratoniana. Kathrine Switzer
—Claro —respondí—. ¿Y qué voy a hacer los seis meses al año que estés en alta mar?
—Mi madre no trabajaba, y era perfectamente feliz cuidando de la casa para nosotros.
—Bueno, mi madre trabaja y también es perfectamente feliz ganando dinero y reconocimiento, y yo pienso trabajar, así que prepárate.
Nuestra relación estaba empezando a perder la chispa. Todavía quería ir a la semana de fin de curso; ¡qué diablos, ya tenía todos los vestidos! Pero cada vez estaba menos cautivada por Dave por otras dos razones. La primera es que de repente odiaba que yo corriera y creía que eso me convertía en un bicho raro. Me lo dijo en una fiesta, y yo me enfadé tanto que me fui sola y eché a andar. Estaba a varios kilómetros de casa. Era tarde y sabía que estaba haciendo una idiotez, así que cuando un amigo se acercó con el coche y se ofreció a llevarme a casa, acepté agradecida. Pero al subir al coche me di cuenta de mi error: no era mi amigo, era un perfecto desconocido. El coche se puso en marcha y pensé: «Dios mío, esto es muy peligroso». Cuando el conductor se paró en una señal de stop, salté del coche, eché a correr por una serie de patios de casas a oscuras y me tiré debajo de un seto. Me quedé ahí escondida durante lo que me parecieron años mientras el conductor me buscaba. Cuando oí el coche alejarse y supe que estaba a salvo, volví a la fiesta y le pedí a un amigo que me llevara a casa en coche. Más tarde, Dave vino a mi casa, tuvimos una discusión con lágrimas incluidas y le grité que menos mal que corría, o nunca hubiera podido escapar del depredador del coche.
La otra razón era que a finales de otoño había empezado a salir con un compañero de clase de Lynchburg llamado Robert Moss, que no se parecía a ningún chico que hubiera conocido. Su madre era inglesa y su padre estadounidense, así que era un poco extranjero. Era alto, delgado, reservado e irónico, y siempre llevaba un paraguas. Todas estas características eran muy poco americanas y me parecían fascinantes. Además, estaba en el equipo de cross, que para mí era el epítome del heroísmo romántico. Fue la primera persona a la que le conté mis sueños secretos y mi deseo de destacar en los deportes, un gran riesgo en una época en la que los estereotipos de género eran muy fuertes. Robert nunca se rio de mi entusiasmo solo porque yo fuera una chica y, desafortunadamente, di por sentada esta igualdad extraordinaria.
En primavera, los dos estábamos locos el uno por el otro. En lugar de ir a estudiar a la biblioteca, nos pasábamos buena parte del tiempo besuqueándonos bajo el dulce olor de una madreselva hasta el toque de queda de medianoche. Como yo era la novia de otro chico, estas sesiones creaban un montón de tensión romántica, que es lo que siempre pasa con la fruta prohibida. Estaba enamorada, pero atada a Dave. Estaba oh, tan desesperada… hasta que Robert sugirió que dejara a Dave. ¿Y no ir a la fiesta de fin de curso? ¡Imposible! Era la respuesta equivocada. Me empeñé en ir a la semana de fin de curso y Robert, que se sintió dejado de lado por unos vestidos de fiesta, se empeñó en no continuar con nuestra relación cuando volví. Seguimos siendo amigos, pero la verdad es que me costó años superarlo.
Dieciocho meses después, una tarde lluviosa y deprimente entre la temporada de baloncesto y la de lacrosse, decidí correr por la pista de atletismo porque los campos de tierra y hierba donde solía hacerlo estaban embarrados. Normalmente odiaba correr por la pista, porque era muy aburrido dar vueltas y vueltas y también porque pasaba al lado de los dormitorios de los chicos. La última vez que había corrido ahí unos idiotas se asomaron por la ventana y gritaron: «¡Bote! ¡Bote!». Pero ese día estaba lloviendo bastante y no había nadie.
Últimamente había estado corriendo con una chica de primero muy rápida llamada Martha Newell. Marty y yo jugábamos a hockey juntas, y a partir de ahí empezamos a correr. Incluso nos apuntamos a una organización que se llamaba la Unión Atlética Amateur (AAU) porque nos habían dicho que organizaba competiciones de atletismo. La carrera más larga para mujeres eran los 800 metros; Marty hizo una marca muy respetable, 2:23, y también era rápida en carreras más cortas. Mi mejor tiempo de 800 era 2:34. Me sentía frustrada, porque no me daba tiempo ni de arrancar. Fuimos a un par de competiciones en Baltimore. Aunque pensaba que apenas merecía la pena viajar para correr dos vueltas a la pista, entrenar con Marty me entusiasmaba y correr me interesaba tanto que estaba dispuesta a dejar el hockey, el lacrosse y el baloncesto. Podía correr con una amiga o sola durante el resto de mi vida; no necesitaba una entrenadora ni un equipo. Había encontrado la solución a mi dilema.
Casi había terminado mis tres millas cuando me di cuenta de que el entrenador del equipo de atletismo masculino, Aubrey Moon, había salido y estaba de pie al lado de la pista, empapado, con un impermeable con capucha y una pinta bastante triste. Tenía unos cuantos cronómetros en cada mano, con las cintas colgando entre los dedos, pero no había ningún corredor al que cronometrar. Cuando terminé la última vuelta, me llamó.
—¿Puedes correr una milla? —me preguntó.
—Puedo correr tres millas —respondí un poco indignada.
—Bueno, bien. Es que solo tengo dieciséis chicos en el equipo de atletismo esta temporada, y solo dos corren la milla, Mike Lannon y Jim Tiffany. Si corres la milla con nosotros, ganaríamos algunos puntos. Solo tienes que terminar.
Creo que si hubiera podido llevarse a su perro y hacerle correr cuatro vueltas a la pista, lo habría hecho con tal de ganar esos puntos. Pero aun así, estaba contenta de poder ayudarles a él y al equipo. No era para tanto; después de todo, en Lynchburg el atletismo no le importaba a nadie.
—¡Claro, entrenador, cuente conmigo! —respondí riendo. Siempre había querido decir esa frase, como en las películas.
La Universidad de Lynchburg participaba en dos ligas de atletismo, la Mason-Dixon Conference, que prohibía que las mujeres participaran en equipos masculinos, y la Dixie Conference, que no lo hacía. Las siguientes tres competiciones, con la Universidad de Frederick, St. Andrew’s y la Universidad Baptista de Charleston, eran todas de la Dixie Conference, así que serían las únicas en las que iba a correr.
Esa noche le pedí consejo a mi amigo Mike Lannon, ya que era la primera vez que competía en la milla. Supongo que Mike era lo más parecido que había en Lynchburg a un atleta becado. Era muy bueno y vivía encima del antiguo gimnasio, lo que debía ser el equivalente a una beca de alojamiento. Mike sacó un papel y dijo que pensaba que yo podía correr una milla en seis minutos, esto es, a noventa segundos por vuelta. Lo más importante era no correr la primera en menos de noventa segundos, o me quedaría sin fuerzas. Mike era un tipo alegre, me animaba y no era condescendiente en absoluto. Los días siguientes, en los entrenamientos de atletismo, ningún chico del equipo me sonrió con superioridad ni me guiñó el ojo. Solo me daban ánimos. Estaba claro que estos no eran los tíos que me habían gritado desde la ventana del dormitorio, y me sentía genial con ellos.
Unos días más tarde, el entrenador Moon le pidió a Marty que corriera también en la competición. Ella iba a correr los 800. ¡Menos mal que no tenía que hacerlo yo! Como no tenían camisetas para nosotras, nos compramos dos tops rojos y blancos iguales en una tienda de artículos deportivos para que se parecieran todo lo posible al rojo de los Avispones de la Universidad de Lynchburg.
Me da vergüenza admitirlo, pero por aquel entonces también participé en el concurso de belleza Miss Lynchburg. Pensaba que esos concursos eran una estupidez y así se lo dije una noche en la cena a unos amigos, incluyendo a mi compañera de habitación y de hockey y mejor amiga, Ronette Taylor, que compartía mis convicciones sobre los derechos de las mujeres. Mis amigas me hicieron callar a gritos, diciendo que los concursos de belleza habían cambiado, que ahora incluían entrevistas y concursos de talentos y que eran una oportunidad para ganar becas, viajes y ropa bonita y poder usar un coche nuevo durante unas semanas. Cuando volvimos a nuestra habitación, Ronnie me dijo que estaba loca si no participaba, que tenía tantas posibilidades de ganar como cualquiera. Yo respetaba la opinión de Ronnie, y lo cierto es que tenía los vestidos de fiesta, así que me apunté.
El concurso de belleza y la carrera de una milla con el equipo masculino iban a ser el mismo día; después de correr por la tarde, me ducharía, me cambiaría y me prepararía para el concurso. Estaba acostumbrada desde el instituto a jugar un