La maratoniana. Kathrine Switzer
salir de clase.
—Ya ves—respondí.
Al final me apunté a todas las clases de inglés y escritura creativa de Barrett, así como a algunas de periodismo, y pronto empecé a escribir para el periódico de la universidad, The Critograph.
La única cosa que de verdad me decepcionó de la Universidad de Lynchburg fue el nivel del equipo de hockey sobre hierba femenino. Bueno, y los acentos sureños y las fajas. Una vez que se te pega un deje local es difícil sacártelo de encima, y me parecía que las mujeres que hablaban con un lento acento sureño sonaban menos serias. Me preocupaba empezar a hablar en el mismo tono zalamero, así que me esforcé en adoptar un acento más áspero. Debía de parecer idiota, pero estoy convencida de que me vino bien muchos años después, cuando empecé a trabajar en televisión.
En cuanto a las fajas, parecía que todas las chicas llevaban esas cosas elásticas horribles, que daban calor y te cubrían desde la cintura hasta justo encima de las rodillas. En teoría eran para sujetar las medias y afinar las caderas, pero incluso las chicas delgadas las llevaban. Para mí era un misterio por qué alguien querría usar una prenda que te arruina el tono muscular y convierte un simple pis en un calvario de diez minutos… hasta que descubrí las reglas. En un momento dado me di cuenta de que mis compañeras de habitación miraban mi liguero estándar de algodón con desaprobación o incluso sacudían la cabeza. Pero si llevabas una faja larga con triple cremallera, era una señal de que no eras una chica fácil. Al final, varias de esas damas de látex se quedaron embarazadas antes de terminar mi primer curso, y yo no era capaz de concebir cómo habían sido capaces de quitarse aquella cosa en el asiento trasero de un coche y luego volver a ponérsela a tiempo para el toque de queda de medianoche.
Esperaba que el equipo de hockey sobre hierba tuviera más nivel para aprender de mis compañeras, pero resultó que ya era una de las mejores jugadoras. Y esto no era un subidón de ego, sino una frustración. Cuando algunas jugadoras se quedaron sin aliento y tuvieron que andar después de un esprint a lo largo del campo, supe que el equipo estaba condenado al fracaso. Y cuando una de las defensas insistió en jugar con su sujetador y faja largos de Playtex, me di cuenta de que éramos un caso perdido.
El campo era una vergüenza; estaba tan lleno de piedras, malas hierbas y calvas que la pelota salía disparada en todas las direcciones, le dieras como le dieras. Lo bueno era que muy de vez en cuando conseguíamos ganar en casa, porque nadie más era capaz de jugar en ese campo. Las jugadoras visitantes, sobre todo las de escuelas pijas como Hollins, estaban acostumbradas a jugar en campos estupendos que parecían greens de golf, así que no tenían ni idea de qué hacer en el nuestro.
Un día, Constance Applebee, la legendaria inglesa que trajo el hockey sobre hierba a Estados Unidos en 1901, vino a darnos un seminario. Yo la adoraba. Pensé que tendría unos ochenta años, así que me quedé totalmente boquiabierta cuando descubrí que en realidad eran noventa y tres. No era para nada frágil; tenía una complexión bastante robusta en la cintura y llevaba una túnica color chocolate con cinta y espinilleras a juego.
Después de una pequeña charla, Miss Applebee nos dejó estupefactas llevándonos con ella al campo. Estábamos corriendo hacia la meta cuando Miss Applebee, que estaba bastante cerca de mí, tropezó con uno de aquellos terrones enormes y se dio un costalazo. Fui hacia ella gritando:
—Oh, Miss Applebee, ¿está bien?
Pensé «Dios mío, hemos matado a Miss Applebee». Pero cuando llegué hasta ella, se puso de pie de un salto, extendió el brazo hacia el campo como un general y gritó en un increíble acento inglés:
—¡Seguid jugando!
En aquel momento supe que quería hacer deporte y estar en forma el resto de mi vida. Miss Applebee era una viejecita aguerrida y atlética, y así es como quería ser yo de mayor. El problema era que después de la universidad no había equipos femeninos en los que jugar, a no ser que fueras entrenadora, en cuyo caso podías seguir un poco. No quería ser entrenadora, y no quería conformarme con «un poco». Quería ser deportista, pero no solo eso; también quería tener una carrera profesional como periodista. Quería ser como los filósofos deportistas griegos, con una mente y un cuerpo fuertes, equilibrada, enfrentándome a desafíos y superándolos.
Tuve esta conversación conmigo misma muchas veces, sobre todo cuando corría, cosa que seguía haciendo casi todos los días después del entrenamiento de hockey. Correr era increíblemente satisfactorio, incluso aunque solo fuera darle vueltas al campo o, de vez en cuando, una más grande rodeando el campus. Era algo que podía medirse, que me hacía sentir realizada. Y era una buena manera de descargar la frustración después de las escaramuzas con el equipo, en las que apenas sudaba y nunca me quedaba sin aliento. Estaba preocupada por perder mi forma física entrenando con el equipo (¡eso sí que sería irónico!) y sabía que correr me mantendría fuerte y segura de mí misma hasta que encontrara la respuesta.
Una bonita tarde de otoño tuvimos un partido en la Universidad de Sweet Briar, que estaba cerca. Era el campo más cuidado que había visto, así que el partido fue rápido. Nuestras chicas no estaban en forma, y las de Sweet Briar nos daban mil vueltas. La defensa de la faja, que era particularmente inútil, dejaba una y otra vez que una oponente le pasara y cuando ocurría, se echaba a reír. Yo salía corriendo para cubrir su posición e intentar evitar que nos marcaran un gol. Molesta por tener que hacer su trabajo además del mío, la siguiente vez le grité:
—¡No es gracioso! ¡Ve a por ella!
Y os juro que se paró, se puso las manos en las caderas y me dijo con su acento sureño:
—Solo es un juego, Kathy.
Después del partido, a nadie de nuestro equipo parecía importarle la derrota; estaban embelesadas tomando té con las chicas de Sweet Briar. Estaba tan enfadada que me escapé y me quedé mirando las líneas suaves de las montañas de la Cordillera Azul, preguntándome por qué no era solo un juego para mí, por qué era más importante. La entrenadora se acercó y me dijo:
—No te gusta perder, ¿verdad?
Era más complicado que eso, pero no era capaz de explicar cómo me sentía. Todo lo que fui capaz de decir fue:
—No, no me gusta perder.
Pero empezaba a preguntarme si quizás los deportes de equipo no eran lo mío. Quizá necesitaba un deporte individual; así, solo podría echarme la culpa a mí misma. De todas maneras, en solo tres años me quedaría sin equipos donde jugar, ya que no había deportes de equipo para mujeres.
Ahora, cuarenta años más tarde, a veces sigo soñando que juego a hockey sobre hierba. En mis sueños, tengo toda la velocidad y la resistencia de entonces, pero con la astucia de ahora. Mis compañeras y yo trabajamos en equipo, ideando jugadas y tiros brillantes que nunca hubiera sido capaz de concebir a los dieciocho. Me despierto riendo y me pregunto cómo habría sido mi vida si el hockey sobre hierba femenino hubiera sido un deporte olímpico por aquel entonces, tal y como lo es ahora.
Dave y yo siempre habíamos dado por supuesto que saldríamos con otra gente en la universidad, pero que nuestra relación era la principal. Como él era un cadete de primero en Annapolis, solo podíamos vernos como media docena de veces al año, así que no tenía sentido no pasárselo bien con otros amigos. La fiesta definitiva era la semana de fin de curso en junio, con bailes en la academia todas las noches. Mi madre estaba encantada de que su hija asistiera al evento. Fue una de las pocas veces que se dejó llevar por fantasías femeninas. Esa Navidad me regaló vestidos de fiesta, bolsos y accesorios varios para que estuviera preparada.
La primera Navidad que volví a casa de la universidad me sorprendió lo mucho que Dave había cambiado. O quizás, lo mucho que la academia le había cambiado. No solo había perdido los últimos restos de gordura infantil entrenando a las órdenes de los instructores, sino que su actitud también se había vuelto bastante estricta. Ya no era el chico despreocupado que yo conocía; se había vuelto un mandón. Me dijo que tenía que cambiarme a la Universidad de Goucher para estar más cerca de él y de la academia, ya que no importaba donde estudiara si de todas maneras no iba a trabajar. Me reí