La maratoniana. Kathrine Switzer

La maratoniana - Kathrine Switzer


Скачать книгу
charlaba como una cotorra todo el rato. Tenía un montón de historias que contar y yo no estaba acostumbrada a correr tanto, así que no tenía los pulmones preparados para correr y hablar a la vez. Iba resoplando como una locomotora y muy de vez en cuando jadeaba una respuesta monosilábica. Sorprendentemente, Arnie había perdido muy poca capacidad cardiovascular con los años, y se le veía en plena forma. Bueno, se le veía canoso y tirando a calvo, y tenía la cara llena de arrugas, pero seguía estando delgado y, como todos los corredores, tenía unas piernas fabulosas. Siempre llevaba unos pantalones cortos y una camiseta grises, y como también tenía el pelo gris y la tez ligeramente cenicienta, yo le llamaba «el Monocromático». Podía meterme con él, y a él le gustaba. Pero a decir verdad, si no fuera por sus problemas de rodilla, habría podido dar una paliza a los chicos del equipo, y yo le admiré un montón desde el primer momento. O sea, ¡tenía cincuenta años! Era todo un anciano.

      Todos los días Arnie tenía una historia nueva sobre la maratón de Boston. La había corrido quince veces. Así que, aunque a veces me hablaba de aquel día de calor en Yonkers que arruinó a Buddy Edelen, o de sus triunfos en Around the Bay, la mayoría de las veces era otra historia de Boston. Como la de la vez que Arnie quedó décimo en medio del calor de 1952, o la del legendario Johnny Kelley el Viejo, que había corrido Boston docenas de veces, o la de Johnny Kelley el Joven, que no estaba emparentado con el anterior, pero que ganó en 1957, o la de Tarzan Brown, que se tiró a un lago en mitad de la carrera porque tenía calor. Gracias a la hierba blanda y al ritmo suave, Arnie se estaba recuperando de sus lesiones y dejó de dolerle al correr. Los días y los kilómetros pasaban volando, y enseguida Arnie había acabado de contar sus quince historias de Boston y empezaba otra vez desde el principio. Era como ver una película repetida cada dos semanas. Para el caso, era como si estuviera hablándome de Aquiles, Héctor, Áyax y Apolo, ya que los héroes de Arnie se habían convertido en dioses para mí, y Boston era el más sagrado de los campos olímpicos.

      Tres meses más tarde, en diciembre de 1966, me senté en las gradas del estadio a esperar a que Tom, el asistente joven y atractivo, acabara de entrenar a los atletas. Me sentía bien; Arnie y yo habíamos corrido dieciséis kilómetros en la carretera, con la oscuridad y el frío. Correr entre los elementos siempre me hacía sentir purificada, y correr dieciséis kilómetros de una vez era un hito para mí. Ahora, Tom y yo teníamos una relación cordial. Me había explicado que mis zapatillas de lona eran de mala calidad; cuando quedó claro que yo no tenía ni idea del tema, se ofreció amablemente a llevarme a una tienda especial donde podía encargar deportivas buenas de Alemania. Hoy habíamos quedado para ir a comprarlas.

      El resto del equipo de cross llevaba un mes entrenando en el interior. Corrían en una pista de tablones de unos ciento cincuenta metros que estaba en el estadio de Manley. Por supuesto, odiaba la pista. Me sentía como un hámster dando vueltas en su rueda; pero es que además el objetivo de la pista interior era ir rápido, no ir lejos, y eso no me interesaba. Cuando hice mis primeras sesiones de velocidad en el interior, la garganta me sabía a sangre y las piernas no me sostenían.

      También odiaba estar dentro del estadio; en aquellos tiempos, la superficie de la pista era de tierra y estaba llena de polvo de los jugadores de lacrosse. Para mantener a raya el polvo, cada dos días un camión iba a rociar la tierra con gasolina. Así que ahora no solo te manchabas la ropa y la piel, sino que también se te ponían grasientas; el pelo te olía a motor y la nariz y los pulmones se te llenaban de partículas que seguro que eran peligrosas. ¡Y uno de mis motivos más importantes para correr era limpiar los pulmones con aire fresco todos los días! Había llegado a creer que una hora respirando fuerte al aire libre cura más padecimientos que casi cualquier otra cosa, y todavía lo creo. Así que Arnie y yo decidimos enfrentarnos al invierno y seguir corriendo en el exterior. «¡Nadie había corrido conmigo durante el invierno antes!», dijo Arnie, exultante. Fue una decisión más importante de lo que pensaba.

      Tom estaba en su elemento cuando trabajaba con los lanzadores en vez de con los corredores de cross. Nunca me cansaba de verle enseñar cómo girar para impulsar mejor el disco o cómo utilizar las caderas para lanzar el peso más lejos. Era fascinante; Tom tenía la fluidez de un bailarín, y resultaba curioso verlo en un hombre tan grande y corpulento. Solo medía un metro setenta y nueve (cada centímetro contaba para él, por eso le gustaba que le llamasen Tom el Grande), pero pesaba más de 105 kilos. Tenía los cuádriceps, la espalda, los hombros y el cuello grandes, pero no se le resaltaban particularmente los músculos del brazo o los gemelos. Y sus pies eran diminutos, como un 39 o 40. Eran el mayor orgullo de Tom, ya que decía que le permitían girar más rápido y eso era una gran ventaja para poder llegar a ser un lanzador de martillo de categoría internacional. Y era verdad que cuando enseñaba a los lanzadores a moverse, sus pies giraban con él; nunca estaban en medio. Verle tirar el martillo era un espectáculo fantástico; hacía piruetas y sus pies se movían tan rápido que no podías verlos. Me fascinaba su habilidad en este deporte tan extraño; aunque yo no tenía ni idea, podía ver que lo suyo era auténtico talento. No podía tirar el martillo a menudo porque era demasiado peligroso. Casi nunca lo hacía en interiores a no ser que el estadio estuviera completamente vacío, y eso no solía ocurrir. Y hasta que el tiempo cambiara, no podía tirar fuera. Así que entrenaba con los lanzadores universitarios, hacía pesas y lanzaba pesos de 16 o 25 kilos, que podían tirarse con seguridad en el interior porque no llegaban muy lejos.

      Su pecho y su barriga alternaban entre parecer más bien regordetes fuera de temporada o sólidos y firmes cuando estaba en forma, pero nunca estaba muy definido. Era el tipo de hombre que parece discretamente capaz, más que poderoso. De hecho, se parecía mucho a las fotos antiguas que había visto de mi abuelo y mi bisabuelo, hombres muy fuertes, cuadrados y con un centro de gravedad bajo. Era un tipo estable y, más que ser abiertamente sexy, hacía que las chicas se sintieran cómodas a su lado. Si hubiera tenido una personalidad más cálida o una cara amable, hubiera sido un osito de peluche. Pero rara vez mostraba ninguna de las dos, y era muy impaciente. Cuando entrenaba a los lanzadores, nunca decía «Vale, mejor». Siempre era «¡Vamos! ¡Las caderas! ¡Las caderas! ¡¡¡Las caderas, por el amor de Cristo!!!».

      Y todas estas cualidades, en su conjunto, hacían que me sintiera locamente atraída por él. Tenía muchas de las cosas a las que yo estaba acostumbrada y que valoraba, como fuerza y habilidad, y también tenía características que eran totalmente nuevas para mí y que me intrigaban: a menudo se mostraba malhumorado y arrogante pero, sobre todo, era un deportista nato. Nunca había conocido a nadie que tuviera talento natural, solo a gente que trabajaba duro. Hiciera lo que hiciera, yo sabía que no tenía talento de verdad, no solo corriendo, sino también en cuanto a mi aspecto y mi inteligencia. Simplemente era mejor que la media, y por tanto no me sentía a la altura de Tom. Y por supuesto, de alguna manera retorcida, esto le hacía más atractivo, ya que por lo tanto él era de alguna manera superior. En serio, la lógica adolescente es absurda, aunque no estoy segura de que se pueda seguir usando la adolescencia como excusa a los diecinueve.

      Así que aquel día, después de comprar las zapatillas, me sentí sorprendida y halagada cuando Tom el Grande me preguntó si quería cenar con él. Esa noche me pareció casi dulce, definitivamente menos distante, y muy interesante. Todavía me intimidaba un poco, porque era un deportista de los de verdad, tenía cuatro años más que yo y sabía más de deportes de lo que nunca había imaginado. Me contó sus planes de llegar a los Juegos Olímpicos; era su sueño, pero pensaba que la AAU, la autoridad reguladora del atletismo a nivel nacional, ponía demasiados límites. La AAU era la que organizaba las pruebas para escoger a los deportistas olímpicos y nuestra única representante en la Federación Internacional de Atletismo Amateur (IAAF), la autoridad reguladora del atletismo a nivel mundial. Y a su vez, la IAAF era nuestra única representante en el Comité Olímpico Internacional (COI). Por lo tanto, la AAU era todopoderosa, y sus normas prohibían a Tom ganar dinero con el deporte más allá de su puesto de entrenador adjunto en Siracusa. Me contó historias de terror sobre cómo la AAU había expulsado a deportistas por la más leve infracción y cómo tenías que seguir las reglas con muchísimo cuidado para evitar que te declarasen profesional y te prohibieran competir para siempre. Era realmente nefasto, ya que nadie tenía dinero para viajar a los campeonatos o comprar equipamiento decente o, lo peor de todo, tener tiempo para entrenar en condiciones. Me contó


Скачать книгу