La maratoniana. Kathrine Switzer

La maratoniana - Kathrine Switzer


Скачать книгу
—dijo de mal humor.

      —No voy a correr contigo hasta que creas que una mujer puede correr una maratón —dije bajito.

      —Vamos, tenemos que movernos.

      —Arnie, no. Tienes que admitir que las mujeres son físicamente capaces de hacerlo. A lo mejor no te crees la historia de Bingay, vale, pero alguna mujer tiene que poder. No puedo seguir corriendo contigo si no crees que las mujeres pueden hacerlo. Es importante.

      Arnie respondió rápidamente y con soltura. Me sorprendí. Más tarde supuse que ya había pensado en ello antes, quizás durante meses.

      —Si hay alguna mujer que pueda correr una maratón, creo que serías tú. Pero incluso tú tendrás que demostrármelo. Si me demuestras entrenando que puedes correr esa distancia, seré el primero en llevarte a la maratón de Boston.

      —Vale —dije, sonriendo de oreja a oreja—. ¡De acuerdo!

      Echamos a correr de vuelta a casa. Mi cansancio y mi mal humor se habían esfumado. Durante todo el camino de vuelta, Arnie se puso manos a la obra, explicando cómo íbamos a entrenar para la maratón. Solo teníamos tres meses, pero quizás fuera posible. Yo seguía sonriendo. «¡Diablos!», pensé. «Tengo un entrenador, un compañero, un plan y un objetivo: la mayor carrera del mundo. ¡Boston! ¡Boston!».

       «¡VAS A ECHAR A ESA CHICA A PERDER, ARNIE!»

      El sábado siguiente, justo antes de irme de la universidad para las vacaciones de Navidad, Arnie y yo hicimos la primera «tirada larga» del programa de entrenamiento de Boston: dieciocho kilómetros. Yo estaba eufórica: era la primera vez que corría más de dieciséis kilómetros y me parecía un salto enorme, como si hubiera subido de división o algo así. Es curioso esto de correr: a menudo, solo un par de kilómetros más te hacen sentir superimportante.

      El plan para Boston era sencillo: seguir haciendo lo mismo entre semana (entre diez y dieciséis kilómetros) y hacer una «tirada larga» el sábado o el domingo. La idea era correr unos tres kilómetros más cada fin de semana. Tras volver de vacaciones nos quedarían unas doce semanas, así que incluso podíamos permitirnos saltarnos algunos días. En realidad, cuando miro atrás, veo que nunca me cuestioné el plan, el número de semanas o lo que teníamos que hacer, la posibilidad de lesionarme o encontrar contratiempos. Era un descubrimiento emocionante, y tenía a alguien para guiarme en el camino. Mi mayor preocupación era tener la regla el día de la maratón, pero supuse que si me tocaba podía seguir tomando la píldora unos días más para evitarlo. Lo cual me recordaba que tenía que sacar esas pastillas diminutas del blíster de aluminio y meterlas en un bote de aspirinas para que mi madre no las descubriera durante las vacaciones de Navidad. Había empezado a acostarme con Tom; me parecía atrevido y romántico, pero no iba a correr ningún riesgo, ni con mi madre ni con la madre naturaleza. Mi plan era contarles lo de Tom a mis padres poco a poco y de manera indirecta.

      Pero lo primero que les solté no fue lo de mi nuevo romance, sino lo de los dieciocho kilómetros, que todavía me tenía de subidón. Cuando me recogieron en el aeropuerto en Washington, dije:

      —¡Hola mamá, hola papá! ¡Me alegro de veros! ¿Sabéis qué? ¡Hace un par de días corrí dieciocho kilómetros!

      —Vaya, eso es bastante distancia —dijo mi padre, tratando de maniobrar entre el tráfico.

      Me di cuenta de que correr no estaba demasiado alto en su lista de prioridades, pero me pareció bien, porque en aquel momento decidí que lo de Boston iba a ser un secreto entre Arnie y yo. No quería anunciarlo sin estar segura de si iba a conseguirlo. Siempre había pensado que era vergonzoso y un poco caradura cuando alguien solo llevaba unas semanas con un proyecto importante y se ponía a decir cosas como «¡Estoy escribiendo un libro!», «¡Estoy haciendo un doctorado!» o, lo peor de todo, «¡Estoy embarazada!», porque todas esas cosas tienen muchas probabilidades de fracasar, y entonces te sientes todavía peor por tener que contarle a todo el mundo lo que ha pasado. Y luego no te acuerdas de toda la gente a la que le has contado tu gran noticia, así que meses después, cuando las heridas de tu fracaso apenas han empezado a curarse, alguien va y te dice: «Eh, ¿cuándo decías que te ibas a sacar el doctorado?». Así que, definitivamente, iba a ser discreta con mis planes de Boston.

      A principios de enero, ya no perdía la paciencia con Arnie. Mientras corríamos a través de cañones abiertos en los bancos de nieve, escuchaba con un interés renovado las repeticiones infinitas de sus historias, sus errores y sus triunfos, y mi respeto y admiración por él aumentaron un montón. Sin embargo, no podía imaginarme corriendo una maratón rápido, como había hecho él, o con la intención de competir. Para mí, era impensable: nunca me había creído capaz de hacer nada más que acabar una maratón, así que esa era mi meta. No tenía más objetivos deportivos que correr cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, aparte de una vaga sensación de que quería seguir corriendo bien y con salud durante el resto de mi vida.

      Nunca cronometrábamos nada; ni siquiera llevábamos reloj cuando corríamos. Arnie había medido circuitos de cinco, ocho, diez y dieciséis kilómetros con el coche, y entre semana corríamos diferentes combinaciones de ellos. Uno de los chicos del equipo de cross, John Leonard, cada vez se apuntaba más a nuestras salidas entre semana. Pero para Arnie y para mí, nuestra razón de vivir era la tirada larga del fin de semana; correr entre semana era solo mantenimiento. Yo esperaba las tiradas largas con una mezcla de emoción por la novedad y el corazón encogido. Durante toda la semana, la sensación de superarme a mí misma, embriagadora e inevitable, y la emoción de explorar territorios por descubrir se mezclaban con mis dudas: ¿sería capaz de correr la nueva distancia? ¿Y si dolía mucho? ¿Tenía lo que hacía falta? ¿Habría una barrera física que no pudiera traspasar? ¿Y si llegaba a ese punto, tendría las agallas para resistir mentalmente y sobrepasarla?

      Siempre me respondía a mí misma diciendo que si era capaz de hacerlo y me sentía bien, no podía ser malo, y la única manera de descubrirlo era intentarlo. No tenía peor aspecto ni me sentía peor por correr; al contrario, cuanto más corría mejor me encontraba y, de hecho, mejor estaba en todos los sentidos. Para mí era lógico pensar que el esfuerzo progresivo te hace más fuerte, seas quien seas. Siempre había disfrutado de la dualidad de ser deportista y femenina, y ahora era más consciente y me sentía más segura que nunca de mi atractivo y mi sexualidad, que parecían ir de la mano con la fuerza y la potencia que me aportaban las tiradas largas.

      Arnie tenía sus propias razones para hacer esto: le encantaba correr, y parecía que correr mucho y despacio curaba sus antiguas lesiones y las mantenía a raya. Después de tantos años, estaba encantado de volver a hacer deporte, tener compañía, sentirse útil y (aunque no hablábamos de ello) salir de casa y huir de las críticas de su mujer durante un rato. Pero al mismo tiempo, aunque yo no tenía ni idea, Arnie también tenía el corazón encogido: estábamos en un territorio inexplorado y él era el capitán. ¿Y si la tierra realmente era plana y me caía por el otro lado? ¿Quién sabía cuánto podía correr una mujer de manera segura? ¿Y si me causaba una lesión grave o me ponía enferma? No podría perdonárselo a sí mismo, y los demás tampoco se lo perdonarían. Los tíos de la oficina de correos ya estaban dándole la lata, diciendo cosas como: «Vas a echar a esa chica a perder, Arnie. Se le van a muscular las piernas y se convertirá en hombre», «qué chica tan guapa, Arnie, es una pena lo que le va a pasar» o «¿qué te crees que estás haciendo?». Arnie se sentía responsable pero ¿hacia quién o hacia qué? Él tampoco tenía respuestas.

      Los rumores de que Arnie se tiraba kilómetros y kilómetros corriendo solo con una chica no tardaron en llegar a su mujer. Correr, la amante de toda la vida con la que no podía competir, de repente tenía una cara y un nombre. Ella odiaba que Arnie corriera y punto, solo, con otros hombres o con un equipo, y ahora, con una chica joven, era simplemente demasiado. No había manera de que ella (ni, para el caso, mucha otra gente) entendiera que nuestra relación era totalmente platónica, que el hecho de que yo fuera una chica era una mera casualidad: yo era su amiga, su discípula y su compañera de entrenamiento. Más tarde sospeché que ella le puso a parir,


Скачать книгу