La maratoniana. Kathrine Switzer

La maratoniana - Kathrine Switzer


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mientras siguiera mejorando y me sintiera bien, tenía que estar bien.

      La esposa de Arnie no era la única mujer que me odiaba; parecía que había toda una flota de ellas que intentaba echarnos de la carretera. Nunca tenían el valor suficiente para acercarse a nosotros o decirnos algo en persona; no, tenían que escudarse en la protección y el anonimato de sus coches. Todas las veces que Arnie y yo tuvimos que saltar para salvar nuestras vidas, fue por culpa de una mujer, no de un hombre. Normalmente las veníamos venir. El coche se acercaba a nosotros con un aspecto particularmente peligroso y amenazante y, justo cuando teníamos que saltar, veíamos de reojo una cara llena de odio tras el volante.

      —¡Mierda! —gritaba—. Maldita sea, Arnie, ¿por qué siempre son mujeres?

      —Ah, simplemente está celosa.

      —Celosa, ¡y un cuerno! Podría habernos matado. ¿De qué demonios está celosa?

      —No lo sé. Quizás porque tú estás corriendo y ella no.

      —¡Solo tiene que ponerse unas zapatillas!

      —Yo lo sé. Tú lo sabes. Pero ella no lo sabe.

      Pasó más veces de las que nunca te imaginarías. Tanto, que me sentía furiosa y traicionada y empecé a temer que quizá aquellas conductoras representaban la opinión de la mayoría de las mujeres acerca de las chicas como yo, tan descaradamente fuertes y valientes. Simplemente no lo pillaban, y no me daban ninguna pena. Y de repente, ocurría lo contrario. De vez en cuando, una señora gorda gritaba desde su jardín: «¡Eh, cariño! ¡Sigue corriendo o acabarás como yo!». Otras se paraban, aplaudían y gritaban: «¡Bravo por ti!». Me ponían contenta y me devolvían la esperanza en las mujeres.

      Me encantaba la tirada larga porque corríamos los sábados o los domingos, durante el día. Suena como una cosa muy simple, pero poder tener de vez en cuando un día lleno de sol y de bancos de nieve fundiéndose, después de semanas y semanas de oscuridad sin fin, era tan esperanzador que me inspiraba. ¡Todo era posible! ¡Podíamos correr para siempre! Sé que suena cursi, pero en esos días de sol me sentía tan llena de esperanzas y promesas que parecía que el corazón se me iba a salir del pecho.

      De hecho, en cuanto empecé a correr distancias largas, descubrí que ya no me interesaba lo más mínimo la iglesia o la religión organizada. Me volví bastante crítica con las reglas y rituales religiosos, ya que de repente me resultaban artificiales. Cuando corría, sentía que estaba en contacto con Dios, o Dios conmigo, cada día. Así que la idea de encontrarme con Dios solo una vez a la semana y dentro de un edificio me parecía absurda, cuando podía sentir a Dios en todas partes durante kilómetros, en el campo y los paisajes salvajes. Sentía que era libre, que Dios me protegía y me daba su aprobación. El ritmo de correr y los latidos de mi corazón se conectaban con el entorno de una manera universal que nunca había sentido antes, y me sentía eufórica y pequeña a la vez ante esta dosis de mi nueva religión.

      Estoy segura de que el subidón de endorfinas también contribuía; nunca lo había sentido tanto antes. Hace que la gente hable de manera espontánea sobre cualquier cosa, sin juicios. De hecho, la gente te cuenta sus secretos más profundos cuando corren. Así que, durante el entrenamiento, cuando yo me sentía cerca de Dios de esta forma tan expansiva, a Arnie le pasaba lo mismo a su manera, esto es, a la manera de un católico converso. Arnie siempre tenía que correr temprano los domingos para poder llegar a tiempo a misa. Esto me fastidiaba ya que, como le pasa a todos los universitarios, los fines de semana eran el único momento en que podía recuperar el sueño perdido. Arnie sabía que madrugar tanto me molestaba, así que a medida que me entrenaba para correr más kilómetros, también sintió el impulso de convertirme a lo que llamaba «la única fe verdadera». Creo que pensaba que si simpatizaba con la iglesia no me importaría levantarme temprano para correr, porque era como una especie de pasaporte al cielo, o al menos así lo explicaba él. Además, creo que estaba compinchado con Tom, que también era católico, y si no hubiera estado tan bien predispuesta por las endorfinas, habría sospechado que tenían una conspiración. En cualquier caso, este choque de religiones provocaba debates ardientes y a menudo hilarantes mientras corríamos, en los que Arnie empleaba todos sus recursos para convertirme a su fe, y los kilómetros pasaban zumbando.

      Durante un tiempo, todo fue rodado. Veinte kilómetros, veintitrés, veintiséis. Era fantástico. Un sábado de marzo nos tocaba hacer veintinueve kilómetros. Yo me encontraba como siempre, pero en torno al kilómetro veintiuno, cuando estábamos en medio del campo, Arnie me preguntó:

      —¿Por qué estás yendo más despacio?

      —¿Estoy yendo más despacio? —respondí, muy sorprendida.

      —Sí, ¿estás bien?

      —Claro, estoy bien —dije.

      Me encontraba perfectamente, así que intenté acelerar un poco. En nuestros entrenamientos nunca acelerábamos y nunca íbamos más despacio, sino que avanzábamos siempre al mismo ritmo lento y constante. Así que tratar de acelerar me resultaba difícil. Tras un kilómetro y medio o así, Arnie me dijo con brusquedad:

      —¡Eh! ¿Por qué estás andando?

      Me miré a las piernas.

      —Hala, no me había dado cuenta.

      Pero sí, estaba caminando. Estaba muy sorprendida y con mucho sueño. Empecé a trotar de nuevo y acabé andando. Arnie dijo:

      —Vale, vamos a trotar hasta ese poste telefónico, después caminamos hasta el siguiente, volvemos a trotar hasta el siguiente, y así hasta que te encuentres mejor.

      Empecé a trotar, mirándome las piernas. Iban arrastrando los pies, y luego echaron a andar. Me di una palmada en los muslos.

      —¡Vamos! ¡A correr! —las reñí, como si estuvieran desobedeciéndome a propósito.

      Me di cuenta, alarmada, de que estaba hablándole a mis piernas. Intenté andar rápido. Arnie iba corriendo alrededor en círculos, adelante, de vuelta, marcha atrás.

      —Mira, Arnie. Tengo tanto sueño que no puedo moverme. Voy a sentarme un minuto y echar una siestecita. —Mi voz sonaba extraña, como si estuviera borracha—. Estaré bien con una siessshtecita.

      Me senté en la hierba al lado de la carretera y me dormí al momento.

      —¡Eh, no puedes hacer eso! —empezó a gritar Arnie—. ¡No puedes pararte sin más aquí en medio de la nada!

      —Arnie, estaré bien en diez minutos, solo una siesta de diez minutos, vale… —y me quedé como un tronco.

      Lo siguiente que recuerdo es que Arnie y otra persona me estaban subiendo a un coche. No me importaba nada excepto dormir, y solo sabía que estaba tumbada en la parte de atrás de un coche agradable y calentito y que Arnie no dejaba de disculparse una y otra vez con el conductor. Era muy tranquilizante, como el sonido de un ventilador eléctrico. Quienquiera que fuera nos llevó de vuelta hasta el estadio, donde Arnie había aparcado el coche. Cuando llegamos, me desperté y me encontré en plena forma, pero bastante avergonzada. Le di las gracias al conductor rápidamente; estaba un poco enfurruñada con Arnie.

      —Ves, solo necesitaba una siestecita —dije.

      A lo largo de los años, me he preguntado a menudo quién sería la persona que nos rescató y me he sentido muy agradecida.

      La semana siguiente volvimos a hacer veintiséis kilómetros, y después volvimos a intentar los veintinueve sin contratiempos. Hicimos veintinueve tres fines de semana seguidos, el último en un recorrido más duro, con unas cuestas increíbles, solo para asegurarnos. Este último recorrido era campo a través, en los alrededores de Siracusa y Manlius, por caminos que nunca había visto, y pasaba por pueblos con nombres que parecían italianos, como Pompeya y Fabius. Eran sitios remotos y preciosos, en los que la nieve no había acabado de fundirse. En las zonas a la sombra había colgajos de nieve de tres o cuatro metros sobre la carretera, como la cresta de una ola blanca y sucia. No podía ni imaginarme cómo estaría esa carretera en enero.

      Estábamos


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