100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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y verdadera, son adquiridas y conservadas. Y yo doy esta grandeza a este amigo, en cuanto la bondad que tenía en potencia y oculta yo la reduzco en acto, y mostrándose en su obra propia, que es manifestar el sentido concebido.

      Moviéronme a ello, en segundo lugar, los celos. Los celos del amigo hacen al hombre solícito y providente. De aquí que, pensando que por el deseo de entender estas canciones, algún iletrado tal vez hiciera traducir el Comentario latino al vulgar, y temiendo que el vulgar fuese empleado por alguien que le hiciera parecer feo, como hizo el que tradujo el latín de la Etica, me decidí a emplearlo yo, fiándome de mí más que de otro cualquiera.

      Movióme a ello, además, el defenderlo de muchos acusadores, los cuales menosprécianle a él y encomian los otros, principalmente al de lengua de Oc, diciendo que es más bello y mejor aquél que éste, apartándose con ello de la verdad. Que por este Comentario se verá la gran bondad del vulgar de Sí, pues que -como se expresan con él casi como con el latín conveniente, adecuada y suficientemente altísimos y novísimos conceptos- su virtud no se puede manifestar bien en las cosas rimadas, por los adornos accidentales que en ellas están permitidos, es decir, la rima, el ritmo y el número regulado, del mismo modo que la belleza de una dama, cuando los adornos del tocado y de los vestidos hacen que se la admire más que a ella misma. De aquí que quien quiera juzgar bien a una dama la mire sólo cuando su natural belleza está sin compañía de ningún adorno accidental; así como estará este Comentario, en el cual se verá la ligereza de sus sílabas, la propiedad de sus condiciones y las suaves oraciones que de él se hacen; las cuales, quien bien considere, verá estar llenas de dulcísima y amabilísima belleza. Mas ya que es sobremanera virtuoso mostrar en la intención el defecto y la malicia del acusador, diré, para confusión de los que acusan al habla itálica, qué es lo que a hacer tal les mueve; y de ello haré ahora capítulo especial, por que más se denote su infamia.

      XI

      Para perpetua infamia y demérito de los hombres malvados de Italia, que encomia el vulgar ajeno y el propio desprecian, digo que su actitud proviene de cinco abominables causas. La primera es ceguedad de discreción; la segunda, excusa maliciosa; la tercera, ansia de vanagloria; la cuarta, argumento de envidia; la quinta y última, vileza de ánimo, es decir, pusilanimidad. Y cada una de estas maldades tiene tan gran secuela, que pocos son los que están libres de ellas.

      De la primera se puede argumentar así: de igual manera que la parte sensitiva del alma tiene sus ojos, con los cuales aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están por fuera coloreadas, así la parte racional tiene su vista, con la cual aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están ordenadas a un fin; y ésta es la discreción. Y así como el que está ciego de los ojos sensibles anda siempre discerniendo el mal y el bien según los demás, así el que está ciego de la luz de la discreción anda siempre en su juicio según la opinión, derecho o torcido. De aquí que si el que guía es ciego, como ahora, es fatal que tanto él como el ciego que en él se apoya vayan a mal fin. Por eso está escrito que «el ciego servirá de guía al ciego, y ambos caerán en la fosa». Esta opinión ha estado mucho tiempo contra nuestro vulgar, por las razones que más abajo se dirán. Según ello, los ciegos arriba mencionados, que son casi infinitos, con la mano en el hombro de estos falsarios, han caído en la fosa de la falsa opinión, de la cual no saben salir. Del hábito de esta luz discrecional carecen principalmente las gentes del pueblo, porque, ocupadas desde el principio de su vida en algún oficio, a él enderezan su ánimo, por la fuerza de la necesidad, de tal suerte que no entienden de otra cosa. Y como el hábito de la virtud, tanto moral como intelectual, no se puede tener súbitamente, sino que conviene que por el uso se adquiera, y ellos ponen su costumbre en algún arte y no se curan de discernir las demás cosas, les es imposible tener discreción. Porque acaece que muchas veces gritan: «Viva su muerte y muera su vida», sólo con que uno a decir tal comience. Y es este peligrosísimo defecto en su ceguedad. Por lo cual Boecio considera vana la gloria popular, porque lo ve sin discreción. Éstos habían de llamarse borregos, y no hombres; porque si una oveja se arrojase de una altura de mil pasos, todas las demás iríanse tras ella; y si una oveja, por cualquier causa, salta al atravesar un camino, saltan todas las demás, aun no viendo nada que saltar, y yo vi tiempo ha tirarse muchas a un pozo, porque una saltó dentro de él, tal vez creyendo saltar una pared, no obstante el pastor, llorando y gritando, poníase delante con brazos y pecho.

      La segunda conjura contra nuestro vulgar se hace por una excusa maliciosa. Son muchos los que quieren mejor ser tenidos por maestros que serlo; y para evitar lo contrario, es decir, el no ser tenidos, echan siempre la culpa a la materia del arte preparado o al instrumento; así como el mal herrero maldice del hierro que se le ofrece, el mal citarista maldice la cítara, creyendo echar la culpa del mal cuchillo o del tocar mal, al hierro y a la cítara y quitársela a él. Así son algunos, y no pocos, que quieren que los hombres les tengan por escritores; y por excusarse del no escribir o del escribir mal, acusan y culpan a la materia, es decir, al vulgar propio, y encomian el ajeno, el fabricar el cual no es su cometido. Y quien quiera ver cómo se ha de culpar al hierro, mire qué obras hacen los buenos artífices y conocerá la malicia de éstos que, maldiciendo, de él, creen excusarse. Contra estos tales exclama Tulio al principio de un libro suyo que se llama libro Del fin de los bienes, porque en su tiempo maldecían del latín romano y encomiaban la gramática griega, por parecidas causas a las que, según éstos, hacen vil el lenguaje itálico y precioso el de Provenza.

      La tercera conjura contra nuestro vulgar se hace por deseo de vanagloria. Son muchos los que por exponer cosas escritas en lengua ajena y encomiarla, creen ser más admirados que sacándolas de la suya. Y sin duda que merece alabanza el aprender bien una lengua extraña; pero es vituperable el encomiarla más de lo justo por vanagloriarse de tal adquisición.

      La cuarta se hace por un argumento de envidia. Como se ha dicho más arriba, siempre hay envidia donde hay alguna paridad. Entre los hombres de una misma lengua hay la paridad del vulgar; y porque el uno no sabe usarlo como el otro, nace la envidia. El envidioso argumenta luego, no censurando al que escribe por no saber escribir, mas vituperando aquello que es materia de su obra, para quitar -despreciando la obra por aquel lado- al que la escribe honra y fama, como el que condenase el hierro de una espada, no por condenar el hierro, sino toda la obra del maestro.

      La quinta y última conjura procede de vileza de ánimo. El magnánimo siempre se magnifica en su corazón; y así el pusilánime, por el contrario, siempre se tiene en menos de lo que es. Y, como magnificar y empequeñecer siempre hacen referencia a alguna cosa, por comparación con la cual el magnánimo se engrandece y el pusilánime se empequeñece, sucede que el magnánimo siempre hace a los demás más pequeños de lo que son y el pusilánime siempre mayores. Y como con la medida que el hombre se mide a sí mismo mide sus cosas, que son como parte de sí mismo, sucede que al magnánimo sus cosas le parecen siempre mejores de lo que son y las ajenas menos buenas; el pusilánime cree que sus cosas valen poco y las ajenas mucho. De aquí que, muchos por esta cobardía desprecian su vulgar propio y aprecian el otro; y todos estos tales son los abominables malvados de Italia, que tienen por vil a este precioso vulgar, el cual, si en algo es vil, no sino en cuanto suena en la boca meretriz de estos adúlteros, conducidos por los cuales van los ciegos de quienes hice mención en la primera causa.

      XII

      Si manifiestamente por las ventanas de una casa saliesen llamas de fuego y alguien preguntase si allí dentro había fuego, y otro le respondiese que sí, no sabría discernir cuál de los dos merecía mayor desprecio. Y no de otro modo sería la pregunta y la respuesta de quien me preguntase si le tengo amor al habla propia, y yo le respondiera que sí, según las razones arriba propuestas. Mas con todo hay que mostrar que le tengo, no sólo amor, sino amor perfectísimo, y para condenar aún más a sus adversarios. Lo cual, mostrando a quien lo entienda, diré cómo de aquélla me hice amigo y cómo se confirmó la amistad.

      Digo que -como puede verse que escribe Tulio en el tratado de la Amistad, de acuerdo con la opinión del filósofo, expuesta en el octavo y en el noveno de la Etica- la proximidad y la bondad son causas generadoras de amor; el beneficio, el deseo y la costumbre son causas acrescitivas de amor, y todas estas causas han contribuido a engendrar y confortar el amor que tengo a mi vulgar, como lo demostraré brevemente.

      Tanto


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