100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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vida activa, es decir, civil, en el gobierno del mundo, y que no tenían la de la contemplativa, que es más excelente y más divina. Y dado caso que aquella que tiene la bienaventuranza del gobernar no pueda tener la otra, porque su intelecto es uno y perpetuo, es menester que haya otras fuera de este ministerio, que vivan especulando solamente. Y como esta vida es más divina, y cuanto más divina es la cosa más semejante es a Dios, manifiesto está que esta vida es más amada por Dios; y si es más amada, más amplia le ha sido su bienaventuranza, y si más amplia le ha sido concedida, más vivientes le ha dado que a la otra; por lo que se deduce que es mucho mayor el número de aquellas criaturas de lo que los efectos demuestran. Y no está en contra de lo que parece decir Aristóteles en el décimo de la Ética, de que a las sustancias separadas les sea también necesaria la vida especulativa. Asimismo, a la especulación de algunas sigue la circunvolución del cielo, que es gobierno del mando, el cual es como una civilidad comprendida en la especulación de los motores. La otra razón es que ningún efecto es mayor que la causa; porque la causa no puede dar lo que no tiene; de donde, como quiera que el divino intelecto es causa de todo y principalmente del intelecto humano, el humano no sobrepuja a aquél; antes bien, es desproporcionadamente sobrepujado; conque si nosotros, por la razón susodicha y por otras muchas, entendemos que Dios ha podido hacer innumerables criaturas espirituales, manifiesto es que ha hecho tal mayor número. Otras muchas razones pueden verse; mas basten al presente. Y no se maraville nadie si éstas y otras razones que podamos tener de esto no se demuestran del todo, pues debemos, sin embargo, admirar del mismo modo su excelencia, que excede los ojos de la mente humana, como dice el filósofo en el segundo de la Metafísica, y afirma su existencia; ya que no teniendo ninguna idea de ellas, por la cual comience nuestro conocimiento, resplandece con todo en nuestro intelecto alguna luz de su vivísima esencia, en cuanto vemos las susodichas razones y otras muchas; del mismo modo que quien teniendo los ojos cerrados, afirma que el aire está iluminado por un poco de resplandor, o del mismo modo que el rayo que pasa por las pupilas del murciélago; que no de otra manera están cerrados nuestros ojos intelectuales, mientras el alma está atada y encarcelada por los órganos de nuestro cuerpo.

      VI

      Dicho está que, por defecto de doctrina, los antiguos no vieron la verdad de las criaturas espirituales, aunque el pueblo de Israel fuese en parte enseñado por sus profetas, en quienes Dios les había hablado por muchas maneras de hablar y por muchos modos, como dice el apóstol. Pero nosotros hemos sido enseñados en ellos por Él, que procede de Aquél; por Él que lo hizo; por Él que lo conserva; es decir, por el Emperador del Universo, que es Cristo, hijo del soberano Dios e hijo de María Virgen (mujer, en verdad, e hija de Joaquín y de

      Ana), hombre verdadero, el cual fue muerto por nosotros porque nos trajo la vida; el cual fue luz que nos ilumina en las tinieblas, como dice Juan

      Evangelista, y que nos dijo la verdad de-aquella cosa que nosotros no podíamos saber ni ver sin él verdaderamente. La primera cosa y el primer secreto que tal mostró fue una de las criaturas antes dichas: lo fue aquel su gran legado, que se llegó a María, joven doncella de trece años, de parte del Salvador celestial.

      Este nuestro Salvador dijo con su boca que el Padre podía darle muchas legiones de ángeles. No negó esto cuando le fue dicho que el Padre había mandado a los ángeles que le ayudasen y sirviesen. Por lo cual nos es manifiesto que aquellas criaturas existen en grandísimo número; y por eso su esposa y secretaria la Santa Iglesia -de la cual dice Salomón: «¿Quién en ésta que sube del desierto, llena de las cosas que deleitan, apoyada en su amigo? - dice, cree y predica aquellas nobilísimas criaturas son casi innumerables; y las divide en tres jerarquías, que vale tanto como decir tres principados santos o divinos. Y cada jerarquía tiene tres órdenes; así que la Iglesia tiene y afirma nueve órdenes de criaturas espirituales. El primero es el de los ángeles; el segundo, el de los arcángeles; el tercero, el de los tronos; y estos tres órdenes forman la primera jerarquía; primera no en cuanto a nobleza, no en cuanto a creación -que más nobles son las otras y todas fueron creadas juntamente-, sino primera en cuanto a nuestra subida a su altura. Luego están las dominaciones, después las virtudes, luego los principados; y éstos forman la segunda jerarquía. Sobre éstos están las potestades y los querubines, y sobre todos están los serafines; y éstos forman la tercera jerarquía. Y es razón potísima de su especulación, tanto el número en que están las jerarquías como aquel en que están las órdenes. Pues dado que la Divina Majestad tiene tres personas, con una sola sustancia, puédese contemplarla triplemente. Porque se puede contemplar la potencia suma del Padre, la cual mira a la primera jerarquía, esto es, aquella que es primera por nobleza y que nosotros consideramos última. Y puédese contemplar, la suma Sabiduría del Hijo; y ésta mira a la segunda jerarquía. Y puédese contemplar la suma y ferventísima Caridad del Espíritu Santo; y ésta mira a la tercera jerarquía, la cual, más próxima a nosotros, ofrece los dones que recibe. Y dado que cada persona de la Divina Trinidad puede considerarse triplemente, hay en cada jerarquía tres órdenes que contemplan diversamente. Puédese considerar al Padre, sólo respecto a Él; y ésta es la contemplación que hacen los serafines, los cuales ven más de la primera causa que toda otra naturaleza angélica. Puédese considerar al Padre en cuanto tiene relación con el Hijo, es decir, cómo se separa de Él y cómo con Él se une; y esto es lo que contemplan los querubines. Puédese también considerar al Padre en cuanto de Él procede el

      Espíritu Santo, y cómo se separa de Él, y cómo con Él se une; y ésta es la contemplación que hacen las potestades. Y de este modo se puede especular acerca del Hijo y del Espíritu Santo. Por lo cual son menester nueve maneras de espíritus contemplativos para mirar la luz que únicamente se ve por entero a sí misma. Mas no se ha de callar aquí una palabra. Y así digo que todos estos órdenes se perdieron apenas fueron creados, acaso en su décima parte, para restaurar la cual fue luego creada la humana naturaleza. Los números, los órdenes, las jerarquías, narran los cielos movibles, que son nueve; y el décimo anuncia la unidad y estabilidad de Dios. Y por eso dice el salmista: «Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la obra de sus manos anuncia el firmamento». Por lo cual es de razón creer que los motores del cielo de la luna sean del orden de los ángeles; y los de Mercurio sean los arcángeles; y los de Venus sean los tronos, los cuales, nacidos del amor del Espíritu Santo, hacen su obra connatural en él, es decir, el movimiento de aquel cielo lleno de amor. Del cual toma la forma de dicho cielo un virtuoso ardor, por el cual las almas de aquí abajo se encienden en amor, conforme a su disposición. Y como los antiguos advirtieron que aquel cielo era aquí abajo causa de amor, dijeron que Amor era hijo de Venus, como lo atestigua Virgilio en el primero de la Eneida, donde dícele Venus al Amor: «Hijo, virtud mía, hijo del Sumo Padre, que de los dardos de Tifeo no te curas». Y Ovidio, en el quinto de Metamorfoseos, cuando dice que Venus le dijo al Amor: «Hijo, armas mías, poder mío». Y existen estos tronos, que al gobierno de estos tronos están entregados, no en gran número, acerca del cual opinan diversamente filósofos y astrólogos, conforme a las diversas opiniones acerca de sus circunvoluciones, aunque todos están acordes en que son tantos cuantos movimientos hace; los cuales, según se encuentra epilogada en el Libro de la agregación de las estrellas, por la mejor demostración de los astrólogos son tres: uno, en cuanto la estrella se mueve por su epiciclo; otro, en cuanto el epiciclo se mueve con todo el cielo juntamente con el del sol; el tercero, en cuanto todo aquel cielo se mueve, siguiendo el movimiento de la estrellada esfera de Occidente a Oriente, en cien años un grado. De modo que para estos tres movimientos hay tres motores. Además se mueve todo este cielo y gira con el epiciclo, de Oriente a Occidente, una vez cada día natural. El cual movimiento Dios sólo sabe si lo produce el intelecto o la rapidez del primero movible; a mí paréceme presuntuoso juzgar tal. Estos motores producen únicamente entendiendo la circunvolución en el sujeto propio que mueve cada cual. La nobilísima forma del cielo, que tiene en sí el principio de esta naturaleza pasiva, gira tocada de la virtud motriz que a ello entiende; y digo tocada, no corporalmente, sino por tacto de virtud que a aquél se dirige. Y estos motores son aquellos a los cuales se pretende hablar y a los cuales hago mi demanda.

      Conforme a lo que se dijo más arriba, en el tercer capítulo de este Tratado, para entender bien la primera parte de la canción propuesta, era menester hablar de aquellos cielos y de sus motores; y en los tres precedentes capítulos, de ellos se ha hablado. Digo, por lo tanto, a aquellos que demostré ser motores


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