100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
donde dice: De mis ojos, no quiere decir sino que fue dura la hora en que la primera demostración de esta dama entró en los ojos de mi intelecto, la cual fue causa muy inmediata de este enamoramiento. Y allí donde dice: Mis iguales, se entienden las almas libres de los míseros y viles deleites y de los hábitos vulgares, y dotadas de ingenio y de memoria, y dice luego: mata; y dice luego: soy muerta; lo cual parece contrario a lo dicho más arriba de la salud de esta dama. Mas ha de saberse que aquí habla una de las partes y allí habla la otra; las cuales litigan diversamente, según está manifiesto más arriba. Por donde no es de maravillar si allí dice sí y aquí dice no, si bien se considera quién desciende y quién sube.
Luego, en el cuarto verso, donde dice: Un gentil espíritu de amor, entiéndese un pensamiento que nace de mi estudio. Por lo cual ha de saberse que por amor en esta alegoría se entiende siempre ese estudio, el cual es aplicación del ánimo enamorado de la cosa a la cosa misma. Luego cuando dice: De tan altos milagros el adorno, anuncia que en ella se verá el ornamento de los milagros; y dice verdad: que los adornos de las maravillas es el ver la causa de aquéllas, las cuales demuestra, como en el principio de la Metafísica parece sentir el filósofo, diciendo que para ver estos adornos comenzaron los hombres a enamorarse de esta dama. Y de este vocablo, a saber, maravilla, se tratará plenamente en el siguiente Tratado. Todo lo demás que sigue luego de esta canción está suficientemente manifiesto por la argumentación. Y así, al fin de este segundo Tratado, digo y afirmo que la dama de quien me enamoré después del primer amor fue la bellísima y honestísima hija del Emperador del Universo, la cual Pitágoras puso por nombre Filosofía. Y aquí se termina el segundo Tratado, que, como primer manjar, se ha servido antes.
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TRATADO TERCERO
Canción segunda
Amor, que en la mente me habla de mi dama con gran deseo, frecuentemente me trae de ella cosas
que el intelecto acerca de ellas desvaría.
Su hablar suena tan dulcemente,
que el alma que la escucha, y que tal oye dice: «¡Ay, triste de mí! ¡Que yo no puedo decir lo que oigo de mi dama!»
Cierto que he de dejar ya por el pronto,
si he de hablar de lo que decir la oigo,
lo que a entender no alcanza mi intelecto, y de lo que comprende
gran parte, que decirla no sabría.
Mas si mis rimas no tuvieran defecto,
en cuanto a la alabanza que hagan de ella,
cúlpese de ello al débil intelecto,
y al habla nuestra, que no tiene fuerza para copiar cuanto el amor le dicta.
No ve ese sol, que en torno al mundo gira, cosa tan gentil, sino en la hora
en que luce en la parte en donde mora la dama, de quien amor hablar me hace. Todo intelecto de allá arriba mírala,
y la gente que aquí se enamora
en sus pensamientos la encuentra aún, cuando amor deja sentir su paz.
Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, que infunde siempre en ella su virtud,
más allá del dominio de nuestro natural.
Su alma pura,
que de Él recibe esta salud,
lo manifiesta en cuanto conmigo lleva, que sus bellezas cosas vistas son.
Y los ojos de los que están donde ella luce, mensajeros envían al corazón lleno de deseos, que toman aire y se truecan en suspiros.
A ella desciende la virtud divina, cual sucede en el ángel que la ve;
y si hay una dama gentil que no lo crea, vaya con ella y contemple sus actos. Allí donde ella habla, desciende
un espíritu del cielo, portador de fe. Como el alto valor que ella posee,
está más allá de lo que a nosotros cumple.
Los actos suaves que ella muestra a los demás, van llamando al amor, en competencia,
en aquella voz que lo hace oír. De ella decir se puede:
Noble es cuanto en la dama se descubre, y hermoso cuanto a ella se asemeja;
y puédese decir que su semblante ayuda a consentir en lo que parece maravilla; por donde nuestra fe recibe apoyo.
Por eso fue así ordenada por siempre. Cosas se advierten en su continente que muestran placeres del paraíso; quiero decir en los ojos y en su dulce risa, en donde Amor tiene su lugar propio. Deslumbran nuestro intelecto,
como el rayo del sol a un rostro frágil; y, pues no las puedo mirar fijamente, heme de contentar con decir poco.
Su belleza llueve resplandores de fuego, animados de espíritu gentil,
creador de todo buen pensamiento;
y rompen como un trueno
los vicios innatos que a los demás hacen viles. Por eso la dama que vea su belleza
en entredicho, porque no parece humilde y quieta, mire a la que es ejemplo de humildad.
Éste que humilla a todo ser perverso,
fue por Aquél pensada que creó el Universo. Canción, parece que hablas al contrario
de cuanto dice una hermana que tienes;
pues que esta dama que tan humilde muestras,
ella la llama fiera y desdeñosa.
Sabes que el cielo siempre es luciente y claro, y cuán no se enturbia en sí jamás;
mas nuestros ojos asaz
llaman a la estrella tenebrosa;
así cuando ella la llama orgullosa no la considera conforme a verdad; mas según lo que ella creía. Porque el alma tenía,
y aún teme tanto, que paréceme fiero
todo cuanto veo allí donde ella me oiga. Excúsate así, si lo has menester,
y cuando puedas, a ella te presenta, y dile: «Mi señora, si os es grato,
yo por doquier tengo de hablar de vos».
I
Como en el Tratado precedente se refiere, mi segundo amor tuvo comienzo en el semblante misericordioso de una dama. El cual amor, luego, encontrando mi vida dispuesta para su ardimiento, a guisa de fuego, se encendió de pequeña en grande llama; de tal modo que no solamente velando, sino durmiendo, dábame su luz en la cabeza. Y no se podría decir ni entender cuán grande era el deseo que de verla me daba amor. Y no solamente estaba así tan deseoso de ella, sino de todas las personas que tuviesen con ella alguna proximidad, ya de familia, ya de algún parentesco. ¡Oh, cuántas noches hubo en que cerrados ya los ojos de las demás personas descansaban durmiendo, y los míos miraban fijamente en el habitáculo de mi amor! Y del mismo modo que el multiplicado incendio quiere mostrarse al exterior (porque estar oculto es imposible), me entraron ganas de hablar de amor, el cual no podía existir en modo alguno. Y aunque podía tener poco dominio de mi consejo, sin embargo, tanto por voluntad de amor o por mi solicitud me acerqué a él varias veces, que deliberé y vi que, hablando de amor, no había discurso más hermoso y de más provecho que aquel en que se encomiaba la persona a que se amaba.
Y para esta deliberación me serví de tres razones, una de las cuales fue el propio amor de sí mismo, el cual es principio de todos los demás; del mismo modo que ve cada cual que no hay modo más lícito ni cortés de hacerse honor a sí mismo que honrar al amigo.
Porque dado que no pueda haber amistad entre desiguales, donde quiera que se ve amistad se supone igualdad, y donde quiera que se entiende amistad, son comunes la alabanza y el vituperio. Y de esta razón, dos grandes enseñanzas se pueden deducir: es la una el no querer que ningún vicioso se muestre amigo, porque con ello