100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
el precedente capítulo se ha mostrado de qué modo gira el sol; de suerte que ora se puede proceder a declarar el sentido de la parte a la cual se refiere. Digo, pues, que en esta primera parte empiezo a encomiar a esta dama por comparación con las demás cosas. Y digo que el sol, girando en torno al mundo, no ve cosa tan gentil como ella; por lo cual se sigue que la tal es, según las palabras, la más gentil de cuantas cosas ilumina el sol. Y digo: sino en la hora, etc. Por lo cual se ha de saber que entienden los astrólogos de dos maneras: es la una que del día y la noche hacen veinticuatro horas, es decir, doce del día y doce de la noche, sea el día grande o pequeño. Y estas horas hacen pequeñas o grandes en el día y en la noche, según que el día y la noche crecen o menguan. Y estas horas usa la Iglesia cuando dice: Prima, tercia, sexta y nona; y así llámanse horas temporales. La otra manera es que, haciendo del día y la noche veinticuatro horas, a veces tiene el día quince horas y la noche nueve, y a veces tiene la noche diez y seis y el día ocho, según crecen o menguan el día y la noche; y llámanse horas iguales. Y en el Equinoccio siempre éstas y las que se llaman temporales son una misma cosa, porque, siendo iguales el día y la noche, preciso es que así suceda.
Luego cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, la encomio sin referencia a cosa alguna. Y digo que las inteligencias del cielo la miran y que la gente noble de aquí abajo piensa en ella cuando tiene más de lo que les deleita. Y aquí se ha de saber que todo intelecto de allá arriba, conforme está escrito en el libro de las causas, conoce lo que está sobre él y lo que está bajo él; conoce, pues, a Dios como su causa; conoce, por lo tanto, lo que está debajo de él como su efecto. Y como quiera que Dios es Causa universal por excelencia de todas las cosas, conociéndole a Él conoce todas las cosas según el modo de la inteligencia. Por lo cual todas las inteligencias conocen la forma humana, en cuanto está regulada por la intención en la divina Mente. Principalmente la conocen las inteligencias motrices; porque son causas especialísima de aquélla y de toda forma general; y conocen a la más perfecta, en cuanto puede ser, como su regla y ejemplo. Y si esa humana forma, ejemplarizada e individualizada, no es perfecta, no es por culpa de dicho ejemplo, sino de la materia, que es individual. Por eso cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, no quiero decir sino que está hecha a manera del ejemplo intencional de la humana esencia que hay en la Mente divina, y por esa virtud, que existe principalmente en las mentes angélicas, que fabrican con el cielo estas cosas de aquí abajo.
Y a esta afirmación aludo cuando digo: Y la gente que aquí se enamora, etc.
Donde se ha de saber que toda cosa desea principalmente su perfección y en ella se aquietan todos sus deseos y por ella toda cosa es deseada. Y éste es ese deseo que siempre hace parecer truncado todo deleite; porque ningún deleite hay tan grande en esta vida que pueda quitar a nuestra alma la sed y que no quede siempre en el pensamiento el deseo que se ha dicho. Y como quiera que ésta es verdaderamente esa perfección, digo que la gente que aquí abajo recibe mayor deleite, cuando más paz tiene permanece quieta en sus pensamientos. Por eso digo que es tan perfecta cuanto puede serlo la humana esencia.
Luego, cuando digo: Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, muestro que esta dama no sólo es perfectísima en la humana generación, sino más que perfectísima, en cuanto recibe de la divina bondad más del débito humano. Por lo cual es de razón creer que del mismo modo que todo maestro ama más su mejor obra que las otras, así Dios ama más a la óptima persona humana que a todas las demás. Y como quiera que su generosidad no se constriñe por necesidad a término alguno, no cuida su amor del débito de aquél que recibe, sino que excede aquél en donación y en beneficio de virtud y de gracia. Por lo cual digo que ese Dios que da el ser a ésta, por caridad de su perfección, infunde en ella su bondad más allá de los términos que a nuestra naturaleza corresponden.
Luego, cuando digo: Su alma pura, pruebo lo que se ha dicho con testimonio sensible. Donde se ha de saber que, como dice el filósofo en el segundo del Alma, el alma es acto del cuerpo; y si es su acto, es su causa; y como quiera, según está escrito en el alegado libro de las causas, que toda causa infunde en su efecto, la bondad que de su propia causa recibe, infunde y entrega a su cuerpo parte de la bondad de su causa, que es Dios. Por lo cual, dado que en ésta se ven, en cuanto hace a la parte del cuerpo, cosas tan maravillosas que a todo el que mira hacen entrar en deseo de ver aquéllas, manifiesto es que su forma, es decir, su alma, que lo guía como causa propia, reciba milagrosamente la graciosa bondad de Dios. Y así pruebo con esta apariencia, que a más del débito de nuestra naturaleza -la cual es en ella perfectísima, como se ha dicho más arriba-, esta dama es favorecida por Dios y ennoblecida. Y éste es todo el sentido literal de la parte primera de la segunda parte principal.
VII
Encomiada esta dama en general, tanto en lo que hace al alma como en lo que hace al cuerpo, procedo a encomiarla en cuanto al alma especialmente. Y primero la encomio en cuanto su bien es grande en sí, luego la encomio en cuanto su bien es grande para los demás y útil al mundo. Y comienza esta segunda parte cuando digo: De ella decir se puede, etc.
Conque digo primeramente: A ella desciende la virtud divina. Donde se ha de saber que la divina bondad a todas las cosas desciende, y de otro modo no podrían existir; mas aunque esta bondad procede de simplicísimo principio, se recibe diversamente, ya más, ya menos, por parte de las cosas que la reciben. Por lo cual está escrito en el libro de las causas: «La primera bondad envía sus bondades sobre las cosas con una conmoción». En verdad, cada cosa recibe esta conmoción según el modo de su virtud y de su ser. Y ejemplo sensible de ello tenemos en el sol. Nosotros vemos cuán diversamente reciben los cuerpos la luz del sol, la cual es una y de una misma fuente derivada, como dice Alberto en el libro que hizo acerca del Intelecto, que ciertos cuerpos, por tener mezclada mucha claridad de diáfano, apenas el sol los ve se hacen tan luminosos, que multiplicándose en ellos la luz, despiden gran resplandor, como son el oro y algunas piedras. Hay algunos que, por ser diáfanos completamente, no solamente reciben la luz, sino que no la impiden, antes bien, la colorean con su color en las demás cosas. Y hay otros tan vencedores en la fuerza del diáfano, que irradian de tal suerte, que vencen la armonía del ojo y no dejan ver sin trabajo de la vista, como son los espejos. Otros hay sin diafanidad, hasta tal punto, que sólo un poco de luz reciben, como la tierra. Así la bondad de Dios es recibida de un modo por las substancias separadas, es decir, los ángeles, que no tienen grosera materia y son casi diáfanos por la pureza de su forma, y de otro modo por el alma humana, que aunque por una parte sea de materia libre, por otra está impedida -como hombre que está todo él metido en agua excepto la cabeza, del cual no se puede decir ni que esté del todo en el agua ni del todo fuera de ella-, y de otro modo, por los animales, cuya alma está toda hecha de materia, tanto cuanto está ennoblecida; y de otro modo, par los minerales, y por la tierra, de modo diferente que por los demás elementos; porque es materialísima, y por eso lo más remota y desproporcionada a la simplicísima y nobilísima Virtud primera, que solamente es intelectual, a saber, Dios.
Y aunque se hayan supuesto aquí grados generales, puédense, sin embargo, suponer grados singulares; es decir, que aquélla recibe de las almas humanas de diferente manera la una que la otra. Y como quiera que en el orden intelectual del universo se sube y desciende por grados casi continuos, desde la forma mas ínfima a la más alta, y de la más alta a la ínfima - como vemos en el orden sensible-, y entre la naturaleza angélica, que es cosa intelectual, y el alma humana, no hay grado alguno, sino que se suceden de una a otra en el orden de los grados, y entre el alma humana y el alma más perfecta de los animales brutos, no hay ningún intermediario, y nosotros vemos muchos hombres tan viles y de tan baja condición, que casi no parecen más que bestias, y así hay que suponer y creer firmemente que hay alguno tan noble y de tan alta condición, que casi no es más que un ángel, de otra manera no se continuaría la humana especie por parte alguna, lo cual no puede ser. A estos tales llama Aristóteles, en el séptimo de la Ética, divinos; y tal digo yo que es esta dama, de modo que la divina virtud de la gracia que desciende al ángel desciende a ella.
Luego, cuando digo: y si hay dama gentil que no lo crea, pruebo esto por la experiencia que de ella se puede tener en aquellas obras que son propias del alma racional, donde la luz divina irradia más fácilmente, a saber: en el habla y en los actos que suelen ser llamados maneras y comportamiento.
Por lo cual se ha de saber