100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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he dejado —afirmó la acusada con voz cavernosa.

      —La hemos oído gritar, así que le dije al doctor Civet, aquí presente: «Hay alguien que necesita su ayuda, doctor».

      —Y ella le está muy agradecida, estoy segura —dijo otra de las amigas, sin la menor gratitud—, pero usted le ha mojado todo el vestido cuando le ha metido la cabeza en el estanque.

      —Si hay algo que no soporto es meter la cabeza en un estanque —musitó miss Baedeker—. Estuvieron a punto de ahogarme en Nueva Jersey.

      —Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.

      —¡Mira quién habla! —gritó con violencia miss Baedeker—. ¡Le tiemblan las manos! ¡Nunca dejaría que usted me operara!

      Así estaba la cosa. Casi lo último que recuerdo es que fui con Daisy a mirar al director de cine y a su estrella. Seguían bajo el ciruelo blanco y entre sus caras, que se rozaban, sólo había un rayo de luna pálido y delgadísimo. Se me ocurrió que el director se había ido inclinando muy despacio sobre la estrella toda la noche hasta alcanzar esta proximidad, y entonces, mientras los miraba, vi que descendía un último grado y la besaba en la mejilla.

      —Me gusta —dijo Daisy—. Me parece preciosa.

      Pero todo lo demás la ofendía, y sin discusión, porque no se trataba de una pose, sino de un sentimiento. Le repugnaba West Egg, esa «sucursal» sin precedentes que Broadway había engendrado en una aldea de pescadores de Long Island: le repugnaba su vigor obsceno, que pujaba impaciente bajo los viejos eufemismos, y le repugnaba el destino desvergonzado que había reunido a sus habitantes en aquel atajo entre la nada y la nada. Veía algo terrible en aquella simplicidad que no podía entender.

      Me senté en los escalones de la entrada mientras esperaban el coche. Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.

      —Pero ¿ese Gatsby quién es? —soltó Tom de repente—. ¿Un traficante de licores a lo grande?

      —¿Dónde has oído eso? —pregunté.

      —No lo he oído. Me lo he imaginado. Casi todos estos nuevos ricos son traficantes a lo grande, ya sabes.

      —Gatsby no —respondí escuetamente.

      Tom guardó silencio un instante. La grava del camino crujía bajo sus pies.

      —Bueno, debe de haberle costado lo suyo montar este zoológico.

      La brisa agitó la neblina gris del cuello de piel de Daisy.

      —Por lo menos son más interesantes que la gente que conocemos —dijo con esfuerzo.

      —Tú no demostrabas demasiado interés —respondió Tom.

      —Pues lo tenía.

      Tom se rio y se volvió hacia mí.

      —¿Te diste cuenta de la cara de Daisy cuando esa chica le pidió que la duchara con agua fría?

      Daisy empezó a cantar, a acompañar la música con un susurro rítmico y ronco, y de cada palabra extraía un significado que nunca había tenido y que jamás volvería a tener. Cuando la melodía subió unos tonos, la voz se le quebró suavemente al seguirla, como suele ocurrirles a las voces de contralto, y cada cambio derramaba en el aire un poco de su magia humana y cálida.

      —Viene mucha gente que no ha sido invitada —dijo de pronto—. Esa chica no estaba invitada. Se cuelan, y él es demasiado educado para protestar.

      —Me gustaría saber quién es y qué hace —insistió Tom—. Y creo que me voy a preocupar de descubrirlo.

      —Te lo digo yo ahora mismo —contestó Daisy—. Es dueño de varios drugstores, de muchos drugstores. Los ha montado él.

      La limusina tan esperada subía ya por el camino.

      —Buenas noches, Nick —dijo Daisy.

      Su mirada me abandonó para buscar lo más alto de la escalinata iluminada, donde Las tres de la mañana, un vals triste, estupendo e insignificante de aquel año salía por la puerta abierta. Después de todo, el azar de las fiestas de Gatsby entrañaba posibilidades románticas totalmente desconocidas en su mundo. ¿Qué había en aquella canción que parecía llamarla, pedirle que volviera a entrar en la casa? ¿Qué pasaría ahora, en las horas turbias e imprevisibles? Quizá se presentara algún invitado increíble, una persona infinitamente rara ante la que maravillarse, alguna chica radiante de verdad, que con una sola mirada a Gatsby, en un encuentro mágico e instantáneo, aniquilaría aquellos cinco años de devoción inquebrantable.

      Aquella noche me quedé hasta muy tarde. Gatsby me pidió que esperara a que lo dejaran libre, y vagabundeé por el jardín hasta que el inevitable grupo de bañistas, helado y exaltado, llegó corriendo de la playa a oscuras, hasta que en la planta de arriba se apagaron las luces de las habitaciones para invitados. Cuando Gatsby bajó por fin las escaleras, tenía la piel bronceada más tensa que nunca, y los ojos brillantes y cansados.

      —No le ha gustado nada —dijo inmediatamente.

      —Claro que le ha gustado.

      —No le ha gustado nada —insistió—. No se lo ha pasado bien.

      Calló, y me imaginé su desaliento indecible.

      —Me siento muy lejos de ella —dijo—. Es difícil hacérselo entender.

      —¿Te refieres al baile?

      —¿El baile? —liquidó todos los bailes que había organizado con un chasquido de dedos—. Compañero, el baile no tiene importancia.

      Quería, nada menos, que Daisy fuera a Tom y le dijera: «Nunca te he querido». Cuando ella hubiera borrado cuatro años con esa frase, decidirían las medidas más prácticas que debían tomar. Una era que, en cuanto Daisy fuera libre, volverían a Louisville y se casarían, saliendo de la casa de la novia, tal como si fuera cinco años antes.

      —Y ella no lo entiende —dijo Gatsby—. Antes lo entendía todo. Pasábamos horas y horas…

      Se interrumpió y empezó a pasear, arriba y abajo, por un sendero desolado de cáscaras de fruta, favores negados y flores aplastadas.

      —Yo no le pediría demasiado —me atreví a decirle—. No podemos repetir el pasado.

      —¿No podemos repetir el pasado? —exclamó, incrédulo—. ¡Claro que podemos!

      Miró a todas partes, frenético, como si el pasado se escondiera entre las sombras de la casa, casi al alcance de la mano.

      —Voy a devolver cada cosa a su sitio, tal como estaba antes —dijo, y asintió con la cabeza, muy decidido—. Daisy lo verá.

      Habló mucho del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, cierta idea de sí mismo, quizá, que dependía de su amor a Daisy. Había llevado desde entonces una vida confusa y desordenada, pero si podía volver al punto de partida y revisarlo todo despacio, descubriría qué era lo que buscaba.

      … Una noche de otoño, cinco años antes, paseaban por la calle, y caían las hojas, y llegaron a un sitio donde no había árboles y la acera era blanca a la luz de la luna. Se pararon allí y se miraron. Ya hacía frío y la noche tenía esa emoción misteriosa que se siente en los cambios de estación. Las luces silenciosas de las casas vibraban en la oscuridad y había un temblor, una agitación entre las estrellas. De reojo vio Gatsby que los adoquines de la acera formaban un camino que se elevaba hasta un lugar secreto, más allá de las copas de los árboles. Si subía solo, lo subiría, y una vez arriba podría mamar de la ubre de la vida, tragar la leche incomparable de la maravilla.

      Su corazón latía cada


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