100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
ves; pero espero, y lo espero de verdad, que todas esas preocupaciones hayan terminado… Ya estoy libre, espero.
Yo estaba temblando mucho; era incapaz de pensar en los sucesos acontecidos la noche anterior, y desde luego ni siquiera podía hablar de ello. Así que caminaba con paso rápido y pronto llegamos a la universidad. Entonces pensé —y aquello me hizo estremecer— que la criatura que yo había abandonado en mis aposentos aún podía estar allí, viva y deambulando sin rumbo. Yo temía verlo, pero temía aún más que Henry pudiera descubrir al monstruo. Así que le rogué que permaneciera unos minutos al pie de la escalera, y subí corriendo a mi habitación. Antes de recobrarme del esfuerzo, ya tenía la mano en el picaporte, pero me detuve, y un escalofrío me estremeció. Abrí la puerta, de un golpe, como los niños que esperan encontrar a un fantasma aguardándolos al otro lado. Pero no había nadie. Avancé temerosamente… la sala estaba vacía, y mi dormitorio también estaba libre de aquel espantoso huésped. Apenas podía creer que hubiera tenido tanta suerte; pero cuando me aseguré de que mi enemigo realmente había huido, aplaudí de alegría y bajé corriendo para recoger a Henry.
Subimos a mi habitación y luego el criado trajo el desayuno: pero yo no podía contenerme. No era solo alegría lo que me embargaba; sentía que mi piel hormigueaba con un exceso de sensibilidad, y mi pulso latía violentamente. Era incapaz de quedarme quieto; saltaba sobre las sillas, aplaudía, y me reía a carcajadas. Al principio, Clerval atribuyó mi inusual estado de ánimo a la alegría por su llegada; pero cuando me observó más atentamente, vio una locura en mis ojos en la que no había reparado; y mis carcajadas destempladas y desenfrenadas lo asustaron y sorprendieron.
—Mi querido Frankenstein… —gritó—, por el amor de Dios, ¿qué ocurre? No te rías así. ¡Estás muy enfermo…! ¿Cuál es la causa de todo esto?
—No me preguntes —grité, cubriéndome los ojos con las manos, pues pensé que había visto al espectro entrando en la habitación—. ¡Él te lo dirá! ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame…!
Imaginé que el monstruo me sujetaba; luché furiosamente y me derrumbé preso de un ataque de nervios.
¡Pobre Clerval! ¿Qué debió de pensar? El reencuentro, que él había esperado con tanta alegría, se tornaba de aquel modo tan extraño en amargura. Pero yo no fui testigo de su pena, porque estaba inconsciente y no recobré el conocimiento hasta mucho, mucho tiempo después.
CAPÍTULO 8
Aquello fue el comienzo de unas fiebres nerviosas que me tuvieron recluido en cama durante varios meses. Durante todo ese tiempo, solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que, sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me cuidaría con más cariño y atención que él mismo; y, convencido de que me recuperaría, estaba seguro de que su actuación no había constituido en absoluto un perjuicio, sino lo mejor que podía hacer por ellos.
Pero yo estaba realmente muy enfermo, y seguramente nada, salvo las constantes y continuas atenciones de mi amigo, podría haberme devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la figura del monstruo al que yo había insuflado vida, y aparecía en mis delirios constantemente. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry: al principio pensó que eran divagaciones de mi imaginación desordenada; pero la insistencia con la cual constantemente recurría al mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía su origen en algún suceso insólito y terrible.
Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que asustaban e inquietaban a mi amigo, me fui recuperando. Recuerdo que la primera vez que fui capaz de observar las cosas de la calle con cierto placer, me di cuenta de que las hojas caídas habían desaparecido y que los tallos verdes comenzaban a brotar en los árboles. Fue una primavera maravillosa y la estación sin duda contribuyó en buena medida a mejorar mi salud durante mi convalecencia. También sentí que se reavivaban en mi pecho sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre como antes de sufrir aquella fatal obsesión.
—Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué amable has sido conmigo. Todo el invierno, en vez de emplearlo en el estudio, tal y como habías planeado, lo has malgastado en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la causa de este desastre. Espero que me perdones…
—Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar —replicó Henry—, y ponte bueno cuanto antes. Y puesto que pareces de buen humor, quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa?
Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría estarse refiriendo a una cosa en la cual ni siquiera me atrevía a pensar?
—No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has estado y están preocupados por tu largo silencio.
—¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros pensamientos no estarían dedicados a aquellos seres queridos a quienes tanto amo y que tanto merecen mi amor?
—Dado que te veo tan animado —dijo Henry—, te encantará ver una carta que ha estado ahí desde hace algunos días; es de tu prima, creo.
Entonces puso la siguiente carta en mis manos:
PARA V. FRANKENSTEIN
Ginebra, 18 de marzo de 17**
Querido primo:
No puedo describirte la inquietud que tenemos todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios meses desde que no recibimos una carta escrita por ti mismo; y todo este tiempo te has visto obligado a dictárselas a Henry. Seguramente, Victor, debes de haber estado muy enfermo; y esto nos entristece mucho, tanto casi como cuando murió tu querida madre. Mi padre está plenamente convencido de que estás gravemente enfermo y apenas hemos podido evitar que emprenda un viaje a Ingolstadt. Clerval siempre dice en sus cartas que te estás poniendo mejor; deseo fervientemente que nos confirmes esa idea muy pronto escribiéndonos de tu puño y letra, porque, Victor, de verdad, de verdad, todo esto nos tiene muy preocupados. Disipa nuestros temores, y seremos las criaturas más felices del mundo. La salud de mi tío es tan buena y está tan fuerte que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest está también tan cambiado que apenas lo reconocerías; tiene casi dieciséis años, ya sabes, y ha perdido aquel aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; está muy bien y muy vigoroso, si puedo utilizar ese término, aunque resulta muy expresivo.
Mi tío y yo estuvimos conversando la pasada noche durante mucho rato sobre la profesión que debería elegir Ernest. Su mala salud habitual cuando era pequeño le ha impedido adquirir la costumbre de estudiar, y continuamente está en el campo, al aire libre, subiendo las montañas o remando en el lago. Así pues, yo propuse que se hiciera granjero, lo cual, como sabes, primo, ha sido siempre mi idea favorita. La vida del granjero es muy saludable y feliz… y al menos la profesión menos dañina de todas, o mejor dicho, la más beneficiosa. Mi tío tenía la idea de que estudiara para abogado, porque con su influencia podría llegar a ser juez. Pero, aparte de que no está hecho absolutamente para semejante ocupación, resulta ciertamente más digno ganarse la vida cultivando la tierra que siendo confidente y algunas veces cómplice de los vicios de otro, porque esa es la tarea de un abogado. Yo dije que la ocupación de un granjero próspero, si no era más honrosa, era al menos una ocupación más feliz que la de juez, cuya desgracia es estar enfangado siempre en la cara más oscura de la naturaleza humana. Mi tío sonrió y dijo que yo misma debería ser abogada, con lo cual se puso fin a nuestra conversación sobre aquel asunto.
Y ahora debo contarte una pequeña historia que te encantará. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Quizá no te acuerdes; así que te contaré su historia en pocas palabras. Madame Moritz, su madre, se había quedado viuda con cuatro niños, de los