100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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por su cuenta cuando regresara a casa. El persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención tan pronto como consiguió adquirir un perfecto dominio del griego y el latín. Por mi parte, la inactividad siempre me había disgustado, y ahora que deseaba huir de toda reflexión y me repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran alivio al convertirme en compañero de clase de mi amigo, y no hallé solo instrucción sino también consuelo en las obras de los autores orientales. Su melancolía es tranquilizadora y su alegría anima el alma hasta un grado que yo jamás había experimentado al estudiar a los escritores de otros países. Cuando uno lee sus textos, parece que la vida consiste en un cálido sol y jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros de una encantadora enemiga, y en la ardiente pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma!

      El verano transcurrió en medio de aquellas ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó para finales de otoño; pero se retrasó por varios incidentes y llegó el invierno y la nieve, los caminos se pusieron intransitables y mi viaje hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente. Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba de todo corazón volver a ver mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi regreso solo se había retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval solo en una ciudad extraña antes de que hubiera conocido a algunas personas. El invierno, de todos modos, transcurrió muy agradablemente; y aunque la primavera vino bastante tarde, su belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido el mes de mayo, y yo esperaba diariamente la carta que fijara la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt para que pudiera despedirme del país en el que había vivido durante tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición: estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y Clerval siempre había sido mi compañero favorito en las caminatas de este tipo que yo solía emprender por los paisajes de mi país natal. Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían adquirido renovado vigor con el aire saludable, los pequeños incidentes habituales del camino y la conversación de mi amigo. El estudio me había hecho antisocial: había evitado cualquier relación con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado y aniquilado, hasta que tu amabilidad y tu afecto animaron y despertaron mis sentidos. Conseguí volver a ser la persona alegre que había sido solo unos años antes, amando a todos y siendo amado por todos, sin penas ni preocupaciones: cuando me sentía feliz, la Naturaleza inanimada tenía el poder de proporcionarme las sensaciones más deliciosas. Un cielo claro y los campos verdes me extasiaban. Aquella estación fue verdaderamente maravillosa: las flores de la primavera estallaban en los parterres mientras las del verano estaban ya a punto de brotar. No me inquietaron los malos pensamientos que durante el año anterior, aunque intenté apartarlos por todos los medios, me habían agobiado como una carga insoportable. Henry disfrutaba con mi alegría y comprendía sinceramente mis sentimientos: se esforzaba en distraerme, y al tiempo me contaba qué sentimientos ocupaban su alma. Los recursos de su ingenio, en esta ocasión, fueron ciertamente asombrosos. Su conversación era muy imaginativa; y muy a menudo, imitando a los escritores persas y árabes, inventaba cuentos maravillosamente fantasiosos e interesantes. En otras ocasiones recitaba mis poemas favoritos o me enredaba en conversaciones que sostenía con notable ingenio.

      Regresamos a la universidad un domingo: los campesinos disfrutaban en los bailes y todas las personas que nos encontramos parecían dichosas y felices. Yo mismo estaba muy animado, y caminaba embargado por sentimientos de alegría y júbilo.

      CAPÍTULO 10

      Cuando regresé a casa, me encontré la siguiente carta de mi padre.

      PARA V. FRANKENSTEIN

      Ginebra, 2 de junio de 17**

      Querido Victor:

      Probablemente has estado esperando impaciente una carta en la que fijara el día de tu regreso, y al principio estuve tentado de escribirte unas líneas, solo para decirte el día en el que podríamos esperarte… pero eso sería una cruel amabilidad, y no me atreví a hacerlo. ¡Cuál sería tu sorpresa, hijo mío, cuando esperaras una bienvenida alegre y feliz, y te encontraras, por el contrario, lágrimas y desconsuelo! ¿Y cómo puedo, Victor, contarte nuestra desgracia? La ausencia no puede haber endurecido tu corazón frente a nuestras alegrías y nuestras penas. ¿Y cómo puedo infligir dolor en mi hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Ya sé que tu mirada estará buscando ahora, en estas hojas, las palabras que te revelarán las horribles noticias…

      ¡William ha muerto! El encantador muchacho cuyas sonrisas me encantaban y me animaban, aquel que era tan cariñoso y tan alegre, Victor… ¡ha sido asesinado!

      No intentaré consolarte, simplemente te relataré las circunstancias de lo sucedido.

      El pasado jueves (28 de mayo), mi sobrina, tus dos hermanos y yo fuimos a dar un paseo a Plainpalais. La tarde era cálida y tranquila, y prolongamos nuestro paseo más de lo normal. Ya casi había atardecido cuando decidimos regresar, y entonces descubrimos que Ernest y William, que se habían adelantado, habían desaparecido. Así que nos sentamos en un banco para esperar a que volvieran. Entonces vino Ernest y preguntó por su hermano: dijo que había estado jugando con él, y que William se había ido corriendo para esconderse, y que lo había estado buscando en vano y que después había estado esperando mucho rato, pero no había vuelto.

      Esto nos asustó bastante y continuamos buscándolo hasta que cayó la noche; entonces Elizabeth aventuró que tal vez podía haber regresado a casa. Pero no estaba allí. Volvimos al lugar con antorchas, porque yo no podía vivir pensando que mi querido niño se había perdido y se había quedado a la intemperie, con la humedad y el rocío de la noche; Elizabeth también estaba angustiadísima. Alrededor de las siete de la mañana descubrí a mi pequeño, al que la tarde anterior había visto rebosante de vitalidad y salud: estaba tendido en la hierba, lívido e inmóvil… la marca de los dedos de su asesino estaba aún en su cuello.

      Lo llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro le reveló el secreto a Elizabeth. Solo quería ver el cadáver. Al principio intenté evitárselo, pero ella insistió y, entrando en la habitación en la que yacía, apresuradamente examinó el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh, Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»

      Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos reanimarla; cuando volvió en sí, no hizo más que llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma tarde William le había estado dando guerra para que le permitiera llevar una miniatura muy valiosa que tu madre le había regalado. Este retrato ha desaparecido y, sin duda, fue el motivo por el cual el asesino cometió el crimen. Hasta el momento no hay ni rastro de él, aunque no hemos cesado en nuestras indagaciones para descubrirlo; pero eso no nos devolverá a mi querido William.

      Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar a Elizabeth. Llora constantemente y se acusa a sí misma, injustamente, de ser la causa de la muerte del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos estamos muy abatidos; pero ¿no será ese un motivo más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te aseguro que doy gracias a Dios porque no vive para ver la muerte cruel y miserable de su pequeño!

      Vuelve, Victor, pero no regreses albergando ideas de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que puedan curar las heridas de nuestro espíritu, en vez de abrirlas. Entra en esta casa de luto, hijo querido, pero con dulzura y afecto para aquellos que te aman, y no con odio hacia tus enemigos.

      Tu desdichado padre, que te quiere,

      ALPHONSE FRANKENSTEIN.

      Clerval, que había estado observando mi rostro mientras leía la carta, se sorprendió al observar la desesperación que sucedía a la alegría que mostré al recibir noticias de mis seres queridos. Tiré la carta en la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

      —Mi querido Frankenstein —exclamó Henry cuando


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