100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje.
El tiempo era maravilloso; y si mi pena hubiera sido de esas que se pueden ahuyentar mediante cualquier entretenimiento pasajero, aquel viaje habría obtenido ciertamente el resultado que mi padre se había propuesto. En todo caso, me interesó un tanto el paisaje: a veces me apaciguaba, pero no podía mitigar del todo mi dolor. Durante el primer día, viajamos en un carruaje. Por la mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las que nos dirigíamos poco a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por el que transitábamos, y que estaba formado por el Arve, cuyo curso seguíamos, se cerraba sobre nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso, vimos las inmensas montañas y precipicios descolgándose sobre nosotros por todas partes y oímos el sonido del río rugiendo entre las rocas y las cascadas precipitándose alrededor.
Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en mulas; y a medida que ascendíamos más y más, el valle adquiría un aspecto más bello y frondoso. Los castillos en ruinas colgando de los precipicios en montañas pobladas de pinos, el Arve impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí y allá entre los árboles formaban una escena de singular belleza. Pero aún lo fue más, y se acercó a lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes, cuyas blancas y brillantes pirámides y cúpulas se elevaban como torres sobre todo lo existente en la Tierra: la morada de otra raza de seres. Cruzamos el puente de Pelissier, donde la quebrada que forma el río se abría ante nosotros, y comenzamos a ascender la montaña que se elevaba sobre él. Poco después, entramos en el valle de Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso y sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como el de Servox, que era el que acabábamos de dejar atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas, pero ya no vimos más castillos en ruinas ni tierras fértiles. Los inmensos glaciares se acercaban casi al camino; oímos el atronador retumbar de avalanchas que se desprendían y la huella de neblina que dejaban a su paso. El Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc, se elevaba sobre las aiguilles que lo rodean, y su imponente cúpula dominaba el valle.
Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a Elizabeth y me esforcé en señalarle las distintas maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a mi mula a quedarse atrás, para poder entregarme así a las penas de mis pensamientos. En otras ocasiones espoleaba al animal para que adelantara a mis compañeros de viaje, para poder olvidarme de ellos, del mundo y, sobre todo, de mí mismo. Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba y me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el horror y la desesperación. A las ocho de la tarde llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba encantado y muy animado. La única circunstancia que le molestaba era el viento del sur y la lluvia que ese viento prometía para el día siguiente.
Nos retiramos pronto a nuestros aposentos, pero no a dormir: al menos, yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a la ventana, observando los pálidos resplandores que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.
CAPÍTULO 15
Al día siguiente, contrariamente a los pronósticos de nuestros guías, hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado. Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban todo el consuelo que podía recibir. Me elevaban por encima de la mezquindad; y aunque no podían disipar mi dolor, lo mitigaban y lo acallaban. En alguna medida, también, apartaban mi mente de los pensamientos en los que había estado sumida durante el último mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos desdichado, y conversaba con mi familia con más simpatía de lo que había sido mi costumbre desde hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento, y Elizabeth, encantadísima.
—Mi querido primo —decía—, ¿ves cuánta felicidad nos traes cuando eres feliz? ¡No recaigas de nuevo!
A la mañana siguiente llovía torrencialmente y unas nieblas densas ocultaban las cimas de las montañas. Me levanté muy pronto, pero me sentía inusualmente melancólico. La lluvia me deprimía, los viejos temores volvieron a mi corazón, y me encontraba abatido. Sabía cuánto le desagradaría a mi padre este cambio repentino, y preferí evitarlo hasta que me recuperara lo suficiente, al menos, como para poder ocultar los sentimientos que me apesadumbraban. Supe que ellos se quedarían toda la tarde en la posada; y, como yo estaba muy acostumbrado a la lluvia y al frío, decidí subir el Montanvert solo. Recordaba la impresión que había causado en mi espíritu, cuando estuve allí por primera vez, la visión del gigantesco glaciar siempre en movimiento. En aquella ocasión me había embargado un éxtasis sublime que daba alas al alma y le permitía remontarse desde este oscuro mundo hasta la luz y la alegría. La contemplación de lo terrible y lo majestuoso en la naturaleza siempre ha tenido en realidad la capacidad de ennoblecer mi espíritu y de hacerme olvidar las preocupaciones pasajeras de la vida. Decidí ir solo, porque conocía bien el camino, y la presencia de otra persona arruinaría la solitaria grandeza del paisaje.
El ascenso es muy pronunciado, pero el camino se recorta en constantes revueltas que permiten ascender esas montañas casi verticales. Es un paisaje aterradoramente desolado. En mil lugares se aprecian los restos de los aludes invernales, donde los árboles yacen en tierra, quebrados y astillados: algunos, completamente destrozados; otros, inclinados y apoyados en los salientes rocosos de la montaña o recostados y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno alcanza cierta altura, el camino se cruza con barranqueras cubiertas de nieve, desde donde suelen desprenderse continuamente piedras que caen rodando; una de esas quebradas es particularmente peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el que se produce al hablar en voz alta, genera una vibración en el aire lo suficientemente violenta como para desatar la destrucción sobre la persona que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al valle; imponentes nieblas se estaban elevando desde el río, que lo atravesaba, y se iban alzando en densas volutas en torno a las montañas del otro lado, cuyas cimas aparecían ocultas por nubes uniformes, mientras que la lluvia se precipitaba desde aquellos cielos oscuros y se añadía a la melancólica sensación que tenía de todo lo que me rodeaba. ¡Dios mío…! ¿Por qué presume el hombre de tener más sensibilidad que las bestias? Eso solo los convierte en seres más necesitados. Si nuestros impulsos se redujeran al hambre, la sed y el deseo, casi podríamos ser libres; pero nos vemos agitados por todos los vientos y por cada palabra pronunciada casi al azar o por cada paisaje que ese viento puede sugerirnos.
Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.
Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.
Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos, o lloramos,
abrazamos pesares amados, o apartamos nuestras cuitas;
no importa; porque sea alegría o pena,
el camino de su partida siempre está abierto.
El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;
¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!
Ya era mediodía cuando llegué a la cumbre. Durante algún tiempo estuve sentado en la roca desde la que se dominaba el mar de hielo. La niebla envolvía aquel lugar y las montañas circundantes. De repente, una brisa disipó la niebla y yo descendí al glaciar. La superficie es muy quebrada, y se eleva como las olas de un mar enfurecido, o desciende mucho, y por todas partes se abren profundas grietas. Esa extensión de hielo tiene una legua de anchura, pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La montaña que hay al otro lado es una roca desnuda y perpendicular. Desde aquella parte en la que ahora me encontraba, Montanvert se encontraba exactamente enfrente, a la distancia de una legua, y sobre él se elevaba el Mont Blanc con su terrible majestuosidad. Me quedé en una oquedad de la roca, observando aquel maravilloso e imponente paisaje. El mar o, más bien, el inmenso río de hielo, serpenteaba entre las montañas que lo abastecían, cuyas aéreas cumbres se elevaban sobre los abismos. Aquellas cimas heladas y deslumbrantes brillaban al sol, por encima de las nubes. Mi corazón, antes apenado, ahora se henchía con un sentimiento parecido a la alegría. Y exclamé:
—¡Espíritus errantes, si es verdad que vagáis y no encontráis descanso en vuestras angostas moradas, concededme esta leve felicidad