100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
descubrí otros medios mediante los cuales podía colaborar en sus trabajos. Comprobé que el joven empleaba buena parte del día en recoger madera para el hogar familiar; así que por la noche, con frecuencia cogía sus herramientas (enseguida aprendí cómo se utilizaban) y llevaba a la casa leña suficiente para el consumo de varios días.
Recuerdo que la primera vez que hice eso, la muchacha, que abrió la puerta por la mañana, pareció absolutamente sorprendida al ver un gran montón de madera en el exterior. Dijo algunas palabras en voz alta, e inmediatamente el joven salió, y también pareció sorprendido. Observé con placer que aquel día no iba al bosque, sino que lo empleaba en reparar la granja y en cultivar el huerto.
Poco a poco también hice otro descubrimiento de mayor importancia para mí. Comprendí que aquellas personas tenían un método para comunicarse mutuamente sus experiencias y sentimientos mediante ciertos sonidos articulados que proferían. Me di cuenta de que las palabras que decían a veces producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el pensamiento y el rostro de quienes las oían. En realidad, parecía una ciencia divina, y deseé ardientemente adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos que hice al respecto resultaron fallidos. Su pronunciación era muy rápida; y como las palabras que emitían no tenían ninguna relación aparente con los objetos visibles, yo no era capaz de dar con la clave que me permitiera desentrañar el misterio de su significado. Esforzándome mucho, de todos modos, y después de permanecer durante muchas revoluciones de la luna en mi cobertizo, descubrí los nombres que daban a algunos de los objetos que más aparecían en su hablar: aprendí y comprendí las palabras «fuego», «leche», «pan» y «leña». También aprendí los nombres de los propios granjeros. La joven y su compañero tenían cada uno varios nombres, pero el anciano solo tenía uno, que era Padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha, y el joven era Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el placer que sentí cuando aprendí las ideas que se correspondían con cada uno de aquellos sonidos y fui capaz de pronunciarlos. Distinguí muchas otras palabras, aunque aún no era capaz de comprenderlas o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».
Así pasé el invierno. Las hermosas costumbres y la belleza de los granjeros consiguieron que me encariñara mucho con ellos. Cuando ellos estaban tristes, yo me deprimía; y disfrutaba con sus alegrías. Apenas vi a otros seres humanos con ellos; y si ocurría que alguno entraba en la casa, sus rudos modales y sus ademanes agresivos solo me convencían de la superioridad de mis amigos. El anciano, así pude percibirlo, a menudo intentaba animar a sus hijos, porque descubrí que de ese modo los llamaba a veces, para que abandonaran su melancolía. Y entonces hablaba en un tono cariñoso, con una expresión de bondad que transmitía alegría, incluso a mí. Agatha escuchaba con respeto; sus ojos a veces se llenaban de lágrimas que intentaba enjugar sin que nadie lo notara; pero yo generalmente comprobaba que sus gestos y su hablar era más alegre después de haber escuchado las exhortaciones de su padre. Eso no ocurría con Felix. Este siempre era el más triste del grupo; e incluso para mis torpes sentidos, parecía que sufría más profundamente que sus seres queridos. Pero si su expresión parecía más apenada, su voz era más animada que la de su hermana, especialmente cuando se dirigía al anciano.
Podría mencionar innumerables ejemplos que, aunque sean pequeños detalles, reflejan los caracteres de aquellos encantadores granjeros. En medio de la pobreza y la necesidad, Felix amablemente le llevó a su hermana las primeras flores blancas que brotaron entre la nieve. Por la mañana temprano, antes de que ella se levantara, él limpiaba la nieve que cubría el camino de la vaquería, sacaba agua del pozo, e iba a buscar la leña al cobertizo donde, para su constante asombro, siempre se encontraba con que una mano invisible había repuesto la madera que iban gastando. Por el día, yo creo que a veces trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo se iba y no regresaba hasta la hora de la cena, y sin embargo no traía leña. En otras ocasiones trabajaba en el huerto; pero como había tan poco que hacer en la temporada de los hielos, a menudo se ocupaba de leerles al anciano y a Agatha. Al principio aquellas lecturas me dejaron absolutamente perplejo; pero, poco a poco, descubrí que cuando leía profería los mismos sonidos que cuando hablaba; así que pensé que él veía en el papel ciertos signos que entendía y que podía decir, y yo deseé fervientemente comprender aquello también. ¿Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera comprendía los sonidos para los cuales se habían escogido aquellos signos? De todos modos, mejoré bastante en esta disciplina, pero no lo suficiente como para mantener ningún tipo de conversación, aunque ponía toda el alma en el intento: porque yo comprendía con toda claridad que, aunque deseara vivamente mostrarme a los granjeros, no debería ni siquiera intentarlo hasta que no dominara su lenguaje; aquel conocimiento permitiría que no se fijaran mucho en la deformidad de mi aspecto; y de esto me había dado cuenta también por el permanente contraste que se ofrecía a mis ojos.
Yo admiraba las formas perfectas de mis granjeros… su elegancia, su belleza, y la tersura de su piel: ¡y cómo me horroricé cuando me vi reflejado en el agua del estanque! Al principio me retiré asustado, incapaz de creer que en realidad era yo el que se reflejaba en la superficie espejada; y cuando me convencí plenamente de que realmente era el monstruo que soy, me embargaron las sensaciones más amargas de tristeza y vergüenza. ¡Oh… aún no conocía bien las fatales consecuencias de esta miserable deformidad…!
Cuando el sol comenzó a calentar un poco más, y la luz del día duraba más, la nieve desapareció, y entonces vi los árboles desnudos y la tierra negra. Desde entonces Felix estuvo más ocupado; y las conmovedoras señales del hambre amenazante desaparecieron. Sus alimentos, como supe más adelante, eran muy burdos, pero bastante saludables; y contaban con cantidad suficiente. Varias clases nuevas de plantas brotaron en el huerto, y ellos las preparaban y condimentaban para comerlas; y aquellas señales de bienestar aumentaron día a día, a medida que avanzaba la estación.
El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos los días a mediodía, cuando no llovía, pues, como descubrí, así se dice cuando los cielos derraman sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un viento fuerte secaba rápidamente la tierra y la estación se fue haciendo cada vez más agradable.
Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la mañana espiaba los movimientos de los granjeros; y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos. Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada, me adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino de nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix. Más adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano invisible, les asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos veces les oí pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero en aquel momento no comprendía el significado de esos términos.
Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían. Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro. Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé cómo me recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su cariño.
Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo faldero: y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas, aunque sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes y los insultos.
Las lluvias suaves y la adorable calidez de la primavera cambió por completo el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes de este cambio parecían haber estado escondidos en sus cuevas, se dispersaron por todas partes