Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al Altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en Él y lo aman a Él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos» (1R 23).
A tan gran Señor habrá que devolver lo que de Él hemos recibido. Quien guarda y retiene algo para sí está robando a Dios lo que es de Dios. Debemos ser siervos suyos y estar sujetos a toda humana criatura por Él. Deseando agradarle en todo, como conviene al siervo de Dios y seguidor de su altísima pobreza. Todo había de mirarse con los ojos de la fe, pues solamente desde la bondad de Dios se podía comprender la existencia. «Cuando hablamos de la fe, por tanto, va implícita una doble relación: una horizontal, entre los seres humanos, y otra vertical, con Dios, íntimamente relacionadas entre sí [...]. Estamos ante un don, una obra del Espíritu en nosotros que, por tanto, sobrepasa todo determinismo humano: La fe no nace en el corazón de los hombres como producto de las discusiones, sino por obra del Espíritu Santo, que concede sus dones a cada uno según le place»13. En esa fe se encuentran la alegría y la esperanza.
«¡Sumo, glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (Orsd). Así habla Francisco con el Cristo de San Damián. La conversión no había sido sino el proceso de un hombre creyente que desea, con toda sinceridad y razón, entrar en los proyectos de la voluntad divina. Allí encontraría fortaleza contra todos sus miedos y temores. El abandono en Dios producía una gran paz, sin que por ello dejara de sentir todos los días el peso de la cruz. Así lo diría Francisco en la primera Regla:
Después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón. Antes bien, en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada... Y adorémosle con puro corazón (1R 22,9.25-29).
El convencimiento franciscano de fidelidad a la verdad, no proviene del almacenamiento de datos y experiencias adquiridos, sino de la gratuidad de un Dios que se manifiesta como el bien completo, supremo y admirable. Es el Dios y Padre de Jesucristo, quien asegura toda la verdad. Él es santo, único, fuerte, grande, altísimo, rey, omnipotente, bueno, fortaleza, admirable, eterno, laudable, bendito, misericordioso, Trinidad perfecta y simple unidad, justo, santísimo, el bien, el sumo bien, el todo bien. Así es como san Francisco describe, con un desbordado cántico de alabanzas, esa totalidad inmutable de Dios.
Como si de una maligna y destructiva termita se tratara, el relativismo maquina y se mete entre todos los recovecos de la existencia y va minando las estructuras más firmes hasta el derrumbe completo. Bajo el disfraz camuflado de apertura y tolerancia, el relativismo es engañoso seductor que va robando cimientos y secando las fuentes del conocimiento de la verdad y de la valoración ética de la conducta. Nada vale nada. Todo es igual, efímero y subjetivo. Con ese encadenamiento, tan esclavizante como cargado de petulancia, se camina por la vida dando tumbos y revueltas, propios de mentes desajustadas. Fuera virtudes y valores. La verdad en entredicho y la ética según el caprichoso deseo de cada cual. Relativismo universalizado en tal modo que no quede títere con cabeza. Depende del color y punto de mira, de la cultura y de los modos de situarse cada uno en su propia vida.
No había de ser así en el pensamiento y vida de Francisco, pues Dios era el principio y el final, el cimiento y la cumbre, la fortaleza y el consuelo. Dentro de tantos atributos y de reconocimientos a la bondadosa acción de Dios, hay algunos que se repiten y están siempre en la mente y en los escritos de Francisco: el Altísimo que merece toda alabanza. Es el Dios único que hace maravillas admirables. Fuerte y grande. Trinidad y unidad. Creador de todas las cosas. Rey de cielo y de la tierra. El que nos saca del cautiverio del pecado. «Por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste» (1R 33). Sentido de un Dios que lo llena todo de sabiduría y amor. Que todo lo puede y es santísimo. Es la base más sólida para el asentamiento de todos los principios en los que se pueden fundar los criterios, las leyes y normas que regían el recto comportamiento del hombre.
Si el relativismo es la anarquía del pensamiento, la unidad de Dios garantiza y recompone la relación entre el objeto y el conocimiento, entre la razón y la inteligencia, entre la fe y Dios. Lo relativo queda en su límite y proporción. La omnipotencia de Dios abre espacios inmensos donde encuentra su esencialidad cuanto ha sido creado, llamado a la existencia. Esa razón de omnipotencia no es una fuerza tiránica que anula cualquier acción libre de la persona, sino aval que proporciona seguridad al conocimiento, haciendo que el hombre se deje llevar de la mano de Dios hasta la verdad de la creación entera. La omnipotencia, no es limitación, sino apertura para ver, más allá de los parámetros de la experiencia sensible, las razones últimas de cuanto aparece ante el juicio razonador del hombre. En una perspectiva moral, el relativismo produce una esquizofrenia, en tal manera demoledora, que divide, separa, mete en alteridades llenas de ambigüedad, deja al hombre perplejo, indeciso, con voluntad cambiante, desprovista de criterios y elementos para ofrecer una opinión adecuada. La conducta está tan subjetivada como veleidosa y la permisividad se deja llevar de la sensibilidad y el gusto, desvistiendo al hombre de su propia y más valiosa personalidad. Vive sin criterios ni estabilidad de pensamiento y de conducta.
El Dios omnipotente de Francisco de Asís no manda desde fuera. Está pronto para hacer oír su voz en lo más íntimo de cada uno. Es omnipotente por la fuerza de su amor a las criaturas, no por caprichoso deseo de poderío y jactancia. Amor omnipotente al que no hay posibilidad de ponerle límite alguno. Esta es la sabiduría de la omnipotencia, que libera de falsas apariencias y llama a la esencialidad. Si de Dios viene, no puede por menos que ser bueno y verdadero. La omnipotencia es como una luz que se enciende ante todas las oscuridades que se pueden presentar. Dios tiene el poder de la luz y su luz nos hace ver la Luz. Bondad que sobrepasa cuanto imaginarse pueda, que lo transciende todo. Dios supera lo insuperable. Él es la fuente y el final. Alfa y omega. Esta es la inmensidad de Dios, vivida por Francisco: «Tú me sondeas y me conoces, estás en todo lugar y tu saber me sobrepasa» (Sal 138).
Más allá de todo y, al mismo tiempo, metido en la historia del hombre, para que se le pueda encontrar en todo lugar y tiempo. El pensamiento franciscano supera el relativismo con la experiencia de Dios, que no solo es contemplación del misterio, sino correspondencia leal y comprometida. San Francisco lo expresa de esta manera: «Danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 50-51). La identificación con el Altísimo es obra del Espíritu, que llena el corazón del mejor y más sincero deseo: seguir las huellas de Jesucristo. Lo relativo se supera en esa identificación perfecta con el Verbo.
Dios es el Altísimo. No en un sentido espacial, de situación física. Dios es el altísimo bien. Amar es gozar en su amor. No hay lugar en el corazón del hermano que no sea para Dios. Este es el gran misterio que ha comprendido Francisco. Y «bienaventurado el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28, 1-3). La presencia intemporal y omnipresente de Dios garantiza el que se pueda orar siempre, en cualquier forma, con silencio y quietud o saltando por los caminos; en la solemnidad de la liturgia o imitando el cantar de los pajarillos, estar y callar, sentir, llorar...
El relativismo arrasa, con la guadaña del escepticismo, cualquier brote de verdad y roba el alma a las cosas. Deja sin vida, sin posibilidades de crecimiento y de alcanzar unos horizontes grandes. El Dios misericordioso que trae consigo todos los bienes, ahora y en el futuro,