Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
hermanos!» (1C 103) de los últimos días, es un querer volver a los orígenes, a los leprosos, a la misericordia, al apartarse del pecado, a salir del mundo, a convertirse. Lo que llamaríamos una renovación continua en la fe y en la verdad. De una manera particular en la forma de vivir esa fe, aceptando riesgos y compromisos, teniendo que tomar, con mucho coraje, decisiones importantes e inmediatas. Esperando contra toda esperanza y en una situación de cambio continuo dentro de un mundo complejo e inestable.
El hermano tiene que estar en una actitud de constante apertura a la conversión, al acercamiento a Dios. Ahora bien, esa conversión conlleva la transformación de la síntesis mental que uno tiene, por otra nueva. Es como reestructurar la personalidad redimensionándola. Una sociedad cambiante, distinta, exige una personalidad nueva. Aquí es donde se va a encontrar con uno de los problemas más agudos. Se siente el estímulo y el imperativo de la renovación, pero, también, la resistencia personal al cambio. Entonces, en esta lucha, se buscará la «zona de nadie», un lugar apacible en el que la conciencia permanezca tranquila sin disturbar el modo de vivir. Se inventarán falsas razones para autoengañarse, para no hacer esfuerzo alguno de renovación, para adaptarse a situaciones nuevas, para convertirse.
Me concedió el Señor... La conversión es un don de Dios. Es el Señor quien le ha puesto en camino. «No me elegisteis vosotros, fui yo quien os elegí» (Jn 15,16). Y Francisco les recordará frecuentemente a los frailes esta iniciativa divina: «los que por inspiración divina quisieran ir entre infieles» (2R 12,1); «cuando alguno movido por divina inspiración viene a nuestros hermanos» (1R 2,1). Lo que vimos y aprendimos, eso os lo hemos enseñado (Jn 3,11). La Iglesia que ha engendrado por la fe y el bautismo continúa, en el hermano, su fecundidad de anuncio y conversión, en el convencimiento de que todas las acciones evangelizadoras pertenecen a una comunidad universal. Es la consecuencia de la pertenencia, de la comunión de todos en Cristo.
«Me he detenido con particular emoción –dijo Benedicto XVI– en la iglesita de San Damián, en la que san Francisco escuchó del crucifijo estas palabras programáticas: “Ve, Francisco, y repara mi casa”. Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón, para transformarse después en levadura evangélica distribuida a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad»6. La vida en penitencia va a suponer una transformación de actitudes, de gestos concretos que respondan a la nueva situación. La vocación cambia la mente, los comportamientos, la existencia del hombre. Ha recibido la llamada y ahora le pone cerca de sus hermanos. No es que haya comprendido la razón de su servicio de reconciliación universal, sino que el Espíritu le ha entusiasmado y ya no puede vivir sino abrazado al Evangelio. Por eso, uno de los primeros objetivos evangelizadores es la reconciliación, el restablecimiento de la confianza entre los hombres, perdida en el desconocimiento mutuo y el olvido del Evangelio.
No tenemos otra sabiduría. El hermano ha optado decidida y conscientemente por Dios. Y va a responder, siempre desde la fe, con las aptitudes, con las gracias, con los carismas que ha recibido. Cada uno de esos dones, de esas cualidades, estará dirigido y ordenado a un servicio dentro de la comunión. Si lleva consigo la luz de la fe, conocimiento, esperanza, carismas, comunión... no es para complacerse orgullosamente en ello, sino para responsabilizarse más en la tarea de servir con eficacia al Evangelio. El fin no es brillar y sorprender, sino ofrecer una luz: la de Cristo. Francisco «sintetizando en una sola palabra toda su vivencia interior, no encontró un concepto más denso que el de “penitencia”: “El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar a hacer penitencia así”. Por tanto, se sintió esencialmente como un “penitente”, por decirlo así, en estado de conversión permanente. Abandonándose a la acción del Espíritu, san Francisco se convirtió cada vez más a Cristo, transformándose en imagen viva de él, por el camino de la pobreza, la caridad y la misión»7.
San Francisco se había encontrado con el Señor. Tendría que ser testigo y heraldo de la esperanza, de la reconciliación de todo el universo con Dios. Por eso, el hermano debe ser hombre de fe viva y de oración, de esperanza firme, de fortaleza y templanza, llevando el mensaje de Jesús, contagiando entusiasmo, dando razón de su esperanza, no cansándose nunca de hacer el bien y mostrando a todos el rostro benévolo de Dios.
«Hoy hablamos de la conversión de san Francisco, –dice Benedicto XVI– pensando en la opción radical de vida que hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar que su primera “conversión” tuvo lugar con el don del bautismo. La respuesta plena que dio siendo adulto no fue más que la maduración del germen de santidad que recibió entonces»8. Para convertirle, el Señor acerca el hombre a otro hombre. Le hace encontrar al leproso, al necesitado. «El que quiera amarme a mí, que ame a su hermano» (1Jn 4,21). La indigencia del hermano necesitado es sacramento de Cristo para la conversión. Gesto fundamental del amor evangélico es el respeto a las personas. No existiría fidelidad al Evangelio sin una reconciliación de todos en Cristo. Más allá del propio ámbito cultural, caminando junto a cualquier hombre y en el más distinto lugar, se realiza de nuevo el misterio de la encarnación. Cristo se ha unido al hombre9 para que el reino de Dios llegue a todos los hombres. Quien fuera llamado, lo era también elegido para beneficio de la humanidad. Con su vida, con su palabra, con su oración, con los sacramentos, el hermano celebra lo que Dios quiere para todos los hombres.
Si Francisco besó al leproso, también el leproso besó a Francisco. Más recibió el bienaventurado Poverello con la pobreza del necesitado, que el leproso con el beso del penitente de Asís. Si partes tu pan con el hambriento, vistes al desnudo... Entonces brillará su luz, y se dejará ver pronto la salvación (Is 58,1ss). Lo que era amargo, se transforma en dulzura. Porque Dios se había manifestado. Porque había llegado a Francisco el que es el todo y único bien. Aunque en el ánimo de Francisco no faltarían, en estos comienzos de su vida penitente, la turbación y el miedo. Olivier Messiaen, en la ópera San Francisco de Asís, hace recodar, con resonancias bíblicas, un diálogo entre fray León y san Francisco: «Tengo miedo en el camino, cuando las ventanas crecen más grandes y más oscuras, y cuando las hojas de la euphorbia no se vuelven rojas. Tengo miedo en el camino, cuando, pronta a morir, la flor de la gardenia no perfuma más. Contempla el invisible, el invisible es visto...» (Acto I).
Riesgo, y muy grande, es el de una conversión sincera, pues aparece la tensión entre el miedo al compromiso y la urgente y generosa respuesta a la llamada. Situación que, unas veces se rompe con la huida a la comodidad de la contemplación por la contemplación, la presencia por la presencia, cuando duele la agresividad y el peso del trabajo de cada día para construir el reino de Dios. En otras ocasiones, el recurso a la actividad desenfrenada en trabajos que a nadie benefician, en misiones que ninguno ha encomendado, en proyectos de autoengaño complaciente cuando la conciencia no aguanta la interpelación de la palabra de Dios hacia una entrega más justa y menos caprichosa. Ante la magnitud del compromiso surge la tentación del descorazonamiento. Si el problema es complejo, la pereza aconseja no complicarse en él. Si es lejano, el egoísmo arguye que no te corresponde. Unos piden milagros, otros sabiduría y, en lugar de predicar el escándalo de la cruz, se administra la pacotilla de falsas seguridades.
Una fidelidad generosa y constante a Dios pasa necesariamente por unas mediaciones intermedias. Ser fiel a Dios en una reconciliación plena. Aceptar y vivir en comunión con la humanidad entera, con la Iglesia que envía, con el Evangelio como buena nueva para todos, con la celebración sacramental, con el ministerio recibido, con el servicio de corresponsabilidad... La respuesta ante la conversión no puede ser otra que la fidelidad. Ser fiel a la Iglesia que lo envía y a la comunidad que lo recibe. Es obvio que este ser fiel proviene, en un principio, de la llamada de Dios, del servicio al Evangelio, de la fe y el compromiso bautismal de realizar en su propia vida el misterio pascual. Una fidelidad transparente como respuesta de entrega mantenida y constante a la propia vocación, a la urgencia de anunciar y construir el reino de Dios. Como dijo el papa Francisco en la primera homilía a los cardenales: «Caminar sin detenerse, pero siempre alumbrados por la luz del Señor. Edificar sobre la piedra firme y viva que es el mismo Cristo. Y confesar, que es tanto como ser testigo fiel y creíble» (14 de marzo de 2013).
Después del exilio, la situación del pueblo era precaria y dolorosa. Llega el profeta, ungido del Señor, para dar la buena noticia a los que sufren, consolar,