Amor. Francisco Javier Castro Miramontes
La distancia geográfica jamás fue óbice para que la amistad se forje y sustente en un vínculo profundamente espiritual sin buscar nada más que el hecho mismo de comunicar y saber que hay alguien que escucha, que lee, que comprende, que ama.
Hace tiempo una madre contaba que le había emocionado tener a su niña en brazos, y que esta, mirándola fijamente le confirmase que se veía reflejada en sus ojos. ¡Qué bella estampa la de tu niña mirándose en los ojos de su madre! Los niños y las niñas son pequeños sabios. Ya lo decía Jesús: de quienes son como ellos «es el reino de los cielos».
Incidiendo en lo ya afirmado, entiendo que querer es un acto meramente volitivo. Se quiere algo porque gusta, porque se desea, porque es útil o confortable, o incluso se quiere algo por mero capricho, y no ha de ser menos (así somos) referido a las personas. Amar es más, mucho más, es dejar que fluya el amor mismo desde el hondón del alma, como el manantial que brota libre, manso y límpido de las entrañas de la tierra, en la cumbre de la montaña. Amar es una actitud ante la vida, una forma de ser y de estar que nos ayuda a vencer el odio, el resentimiento, o cualquier nefasta sensación o pulsión, que fácilmente nos acometen en esta aventura de existir. Decía también Jesús de Nazaret que «nadie tiene amor más grande que quien está dispuesto a dar la vida por sus amigos».
La amistad es una forma de amar, y quizá la más excelsa, porque la amistad implica dar sin esperar recibir, saber estar e incluso, llegado el caso, renunciar a estar si el bien del amigo o de la amiga así lo hace sentir. Por eso, me atrevo a afirmar que el amor-amistad ha de ser guía para cualquier forma de amor: el de pareja, el filial, el maternal, el fraternal, el paternal e, incluso, el religioso. Amar es más que un mero sentimiento, es pasión por el bien ajeno, es vivir para los demás, es no olvidarse de que somos parte de un todo, y de que existe una alteridad que residenciamos, de inmediato, en las personas concretas con las que nos cruzamos en el camino de la vida.
¿Y qué es lo que mueve a los misioneros y misioneras sino el amor? Sí, es encomiable la vida de tantas mujeres y hombres de bien que lo dejan todo, literalmente, para entregarse a los demás (¿hay acaso vocación más hermosa?). Ellos/as están en el corazón de la miseria antes, durante y después de cualquier catástrofe. Su presencia es aleccionadora. Me admiran las personas que son capaces de renunciar a todo (incluso a sí mismas) por el simple afán de amar al prójimo concreto y sufriente, comprometiendo la propia vida, arriesgándola.
Estoy leyendo un libro escrito por Anna Ferrer, la esposa de Vicente Ferrer (hombre al que admiro enormemente, y a través de cuya fundación tengo apadrinado desde hace años a un niño de la India). Ella cuenta que el estado de salud de su marido siempre fue más bien precario, y que los médicos estaban muy sorprendidos de cómo, estando su corazón tan maltrecho, él era capaz de seguir adelante con la ingente labor de ayudar a los más pobres a salir adelante en medio del erial. Y un médico acertó con el diagnóstico: está claro que «Alguien más» sostenía a este hombre. Supongo que lo mismo se puede decir de los misioneros/as y de la gente de bien, que son instrumento de la Providencia porque son dóciles y, a un tiempo, luchadores pacíficos por la causa del bien.
El mundo de la miseria sigue en el mapa, aunque las noticias que nos llegan suelen obviar esta geografía de la ignominia, puesto que la actualidad manda y los medios de comunicación nos narcotizan la mente con noticias de lo más irrelevante pero que magnificadas se transforman en casi vitales y en motivo de conversación (y así se nos va robando un poco el alma). La política (la última polémica por unas declaraciones lesivas) o el fútbol (el último entrenamiento de la figura mediática del momento) desplazan continuamente a quienes no cuentan para el mundo supuestamente «desarrollado». Por eso no debemos olvidarnos de los que más sufren, comenzando por quienes están a nuestro lado.
Te escribo de noche, en una noche serena y fría, dominada en el espacio estelar por una luminosa y redondeada luna llena que reinará por unas horas. Pero esta noche, una noche más, el Albergue San Francisco, sito en este convento compostelano, es hogar para quien no lo tiene. Casi una treintena de personas «sin techo» reposan ya sobre una cama limpia, bajo techo, con calefacción y quizá, así lo deseo, soñando que otra vida es posible: la que forja el amor solidario. Detrás de cada vida de estas personas hay una historia de desamor. También a ti te deseo unos felices sueños, y que los ángeles velen tu reposo arropado por el calor de hogar del amor que tanto necesitamos para vivir, para vivir abiertos al don de los demás.
LA SINFONÍA DE LA VIDA
«Señor, transfigúrame. Quiero ser tu vidriera, tu alta vidriera azul, en tu más alta catedral».
GERARDO DIEGO
Paz y bien:
Hoy he visto y escuchado con gran atención una entrevista realizada a Inma Shara, uno de los grandes nombres actuales de la dirección de orquestas a nivel mundial. Y me ha sorprendido muy gratamente su profundidad de vida, su concepto de los valores humanos como elementales para la educación y la edificación de la personalidad y su naturalidad a la hora de hablar de la música, como arte y pasión, y de la fe como elemento que la inspira y la ayuda a ser mejor persona.
La expresividad de su mirada y, sobre todo, el impulso armónico, casi una danza, de sus manos, ofrecían una sinfonía de credibilidad a quien pudo contemplar la escena como simple telespectador. Entiendo que es un buen servicio ofrecer la oportunidad de divulgar su mensaje de vida a personas así, artistas de la vida que humildemente fundamentan su propia existencia en los valores humanos y en la realidad divina que nos abraza y envuelve en el gran escenario de la creación, en el que se representa día a día el concierto cósmico de la existencia en sus diversas formas y manifestaciones. Más allá del éxito, lo decisivo es que la persona humana edifique su personalidad sobre sólidos cimientos: los valores humanos, y entre ellos, el de la trascendencia, el de la divinidad, el del amor.
¿Cómo podemos describir a Dios? Incluso describir algo tan sencillo como el sabor de un mango es imposible. ¿Sabe un mango como una naranja? No. ¿Como un melocotón? ¿Como una piña? No. Pero el hecho de que yo no esté capacitado para describir con palabras el sabor de un mango no quiere decir que el mango no exista. Lo mejor que podemos hacer para hacerle comprender a alguien cómo es el sabor de un mango es dejarle comer uno. No describimos a Dios. No hablamos acerca de Dios. Nos mantenemos disponibles para el reino de Dios (Tích Nhât Hanh).
Hoy llueve intensamente sobre Santiago de Compostela. Para consolarnos, los compostelanos, que somos muy imaginativos, solemos decir que aquí la lluvia, como en ningún otro lugar del mundo, es arte. Recientemente escribí una colaboración para una publicación impulsada con fines solidarios por la ONG Médicos del Mundo. Me pedían a mí, como compostelano nativo y también de adopción, porque es bueno seguir naciendo y reforzando la filiación como pacto con la vida y la realidad concreta que nos toca vivir, que comentase una fotografía tomada en la Plaza del Obradoiro, en la que se sobre-impresionaba la esbelta fachada de la catedral sobre un charco de agua de lluvia, mientras un perro pasaba fugaz, como una sombra. Esto fue lo que escribí y que ahora comparto contigo:
La Plaza del Obradoiro es cuna de culturas, punto de encuentro entre turistas, peregrinos y paisanos, gran plaza de pueblo, de un pueblo universal que conjuga la esencia de lo autóctono con la pluralidad de lo foráneo. Aquí se sitúa el punto cero de la peregrinación, aquí reposa como en un lecho el cansancio y la esperanza del peregrino que no puede sino sentir una profunda emoción al contemplar la filigrana de la piedra que, en un giro ascensional, te hace mirar hacia el cielo proyectándote hacia el infinito, robándote el corazón e invitándote a la poesía que se sumerge en el arte de la piedra bañada por la lluvia, y que nos hace soñar con la esperanza como horizonte existencial de eternidad, mientras vamos fugazmente de paso por el camino de la vida.
Esta lluvia de hoy es la que empapa y fecunda la tierra que se deja abrazar por el resplandor solar. De la confluencia de tres, brota la vida y las más hermosas y floridas primaveras. Así es la vida, una confluencia de tres: yo (tú), la tierra que nos sustenta y Dios, sol imperecedero que ilumina nuestro caminar y nos permite florecer ofreciendo frutos de amor, bondad y mansedumbre. Según el relato bíblico: Dios «es amor». Y