América ocupada. Rodolfo F. Acuña

América ocupada - Rodolfo F. Acuña


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capítulo II al V se presentan los métodos de colonización del suroeste. Después de la conquista se estableció una administración colonial que adelantó los propósitos de los angloamericanos y les permitió negar a los mexicanos hasta la apariencia de un poder, político o económico. Por medio de la violencia física y del control de la burocracia gubernamental a nivel local, estatal y federal, el gringo despojó al mexicano de su tierra y sumergió su cultura. A parte de algunas diferencias, la conquista y la colonización siguieron patrones similares en Texas, Nuevo México, Arizona y California; se manipuló, se controló y se dejó sin poder al mexicano.

      Los intentos de los mexicanos por organizarse contra el opresor datan del principio de la ocupación. En los capítulos que siguen, documentamos numerosas instancias de la resistencia mexicana. También refutamos el mito de una docilidad mexicana posterior a la conquista; los mexicanos lucharon por conservar su cultura y su idioma aun durante periodos de represión intensa. No siempre con éxito y en muchas ocasiones de sus esfuerzos resultaron medidas más represivas. Sin embargo, un estudio de sus reacciones ante la colonización angloamericana respalda un aserto de muchos estudiosos chicanos: el movimiento chicano no comenzó en los años sesenta de este siglo, sino que es una vieja y prolongada lucha de liberación.

      CAPÍTULO 1

      El legado de odio:

      la conquista del Suroeste de Estados Unidos

      Lo trágico de la cesión mexicana es que la mayoría de los angloamericanos no han admitido que Estados Unidos cometió un acto de violencia contra el pueblo mexicano cuando se apoderó del territorio noroccidental de México. La violencia no se limitó a la apropiación de la tierra; se invadió y violó el territorio de México, se asesinó a su gente, y se saquearon sus riquezas. El recuerdo de esta destrucción generó una desconfianza y una aversión que perduran con fuerza en la mente de muchos mexicanos, pues la violencia estadounidense dejó cicatrices profundas. Y para los chicanos –los mexicanos que quedaron dentro de las fronteras de los nuevos territorios estadounidenses– la agresión fue más insidiosa todavía, puesto que el desenlace de las guerras de Texas y de Estados Unidos y México los convirtió en pueblo conquistado. Los angloamericanos eran los conquistadores e hicieron patente toda la arrogancia de los vencedores militares.

      Los conquistadores impusieron a los conquistados su versión de lo que había sucedido en las guerras. Crearon mitos sobre las invasiones y sobre los acontecimientos que las desencadenaron sobre todo en cuanto a la guerra de Texas de 1836. Se pintó a los angloamericanos de Texas como pobladores amantes de la libertad a quienes la tiranía mexicana llevó a la rebelión. El mito más popular era el del Álamo y, de hecho, se convirtió en una justificación para mantener a raya a los mexicanos. Según los angloamericanos, el Álamo era una confrontación simbólica entre el bien y el mal; los mexicanos traicioneros lograron tomar el fuerte solo porque eran más que los patriotas y porque “pelearon sucio”. Este mito, junto con la exhortación resonante del estribillo “recuerden el Álamo”, encendía las actitudes angloamericanas hacia los mexicanos, puesto que servía para estereotipar para siempre al mexicano como el enemigo y al patriota texano como el baluarte de la libertad y la democracia.

      Esos mitos y las prejuiciadas versiones angloamericanas de la historia mexicano-norteamericana sirvieron para justificar la posición inferior a la que se ha relegado al chicano: la de pueblo conquistado. Después de la conquista, los habitantes originales se vieron continuamente denigrados por los vencedores angloamericanos. Se echó al olvido el hecho fundamental del carácter imperialista e injusto de las guerras, y los historiadores cubrieron las invasiones angloamericanas del territorio mexicano con el manto de la legitimidad. En el proceso, la violencia y la agresión se borraron de la memoria, y de ese modo se perpetúa el mito de que Estados Unidos es una nación pacífica dedicada a la democracia.

      EL CHOQUE ENTRE DOS CULTURAS

      Parte integral de las justificaciones angloamericanas de la conquista ha sido la propensión por pasar por alto o a distorsionar los acontecimientos que precedieron el choque inicial de 1836. Para los angloamericanos, la guerra de Texas fue provocada por la tiranía o, cuando menos, por la ineptitud de un gobierno mexicano que era la antítesis de los ideales de la democracia y la justicia. Aún hoy, escritores relativamente libres de prejuicios, como Cecil Robinson, soslayan el expansionismo y la avidez territorial de los pobladores texanos y elogian de modo resplandeciente la civilización democrática que estos representaban:

      Los norteamericanos que se establecieron en Texas trajeron consigo una tradición democrática muy arraigada. Es aquí donde yace la base de otro conflicto cuya naturaleza es esencialmente cultural. El colono norteamericano y el nativo mexicano se dieron cuenta pronto de que las mismas palabras podían tener significados enormemente distintos y que estos dependían de las tradiciones y las actitudes de quienes hablaban. Democracia, justicia y cristianismo, palabras que al principio parecían significar ideales comunes, se convirtieron en consignas de una revolución debido a las diferentes interpretaciones que les daban los colonos norteamericanos y sus gobernantes mexicanos en Texas.1

      Los angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas desde 1819, fecha en que Estados Unidos adquirió Florida de España. El Tratado Transcontinental con España le marcó a Estados Unidos una frontera que dejaba fuera a Texas. Al momento de ratificarse el tratado en febrero de 1821, Texas era parte de Coahuila, estado de la República Mexicana. Mientras tanto, los angloamericanos realizaban incursiones de pillaje en Texas de la misma forma que las habían hecho en Florida. En 1819, James Long dirigió una infructuosa invasión de la provincia con el propósito de crear la “República de Texas”. Al igual que muchos angloamericanos, Long sostenía que Texas le pertenecía a Estados Unidos y que “el Congreso no tenía el poder ni el derecho de vender, canjear o ceder un ‘dominio norteamericano’”.2

      Después de un periodo de inactividad insurreccional angloamericana en Texas el gobierno mexicano brindó tierras gratis a grupos de pobladores. A Moses Austin se le dio permiso para establecer un poblado en Texas, y a pesar de que murió poco tiempo después, el plan se llevó a cabo bajo la dirección de su hijo, Stephen. En diciembre de 1821, Stephen fundó el poblado de San Felipe de Austin. Al poco tiempo, muchos angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas; hacia 1830 sumaban unos 20 000 pobladores y unos 2000 esclavos. Se suponía que los pobladores debían acatar las condiciones establecidas por el gobierno mexicano –todos los inmigrantes tenían que profesarse católicos y jurar lealtad a México–, pero los angloamericanos burlaban estas leyes. Además, se sintieron agraviados cuando México intentó hacer cumplir las leyes que ellos se habían comprometido a obedecer. México se preocupaba cada vez más del flujo continuo de inmigrantes, la mayoría de los cuales conservaba su religión protestante.3

      Pronto se hizo obvio que los anglo-texanos no tenían la menor intención de obedecer las leyes mexicanas porque consideraban a México incapaz de desarrollar ninguna forma de democracia. Muchos pobladores, entre ellos Hayden Edwards, consideraban a los mexicanos como los intrusos en el territorio texano; estos angloamericanos usurpaban tierras que pertenecían a los mexicanos. En el caso de Edwards, los terrenos que se le habían cedido eran reclamados tanto por mexicanos e indios, como por otros pobladores angloamericanos. Después de que intentó echar arbitrariamente a los pobladores de las tierras y antes de que pudiera emitirse un fallo oficial, las autoridades mexicanas le anularon su concesión y le ordenaron que saliera del territorio. Edwards y algunos seguidores tomaron el pueblo de Nacogdoches el 21 de diciembre de 1826 y proclamaron la República de Fredonia. Los funcionarios mexicanos, respaldados por algunos pobladores (tal como Stephen Austin), sofocaron la revuelta; sin embargo, la actitud angloamericana ante esos sucesos auguraba lo que habría de sobrevenir. Muchos periódicos estadounidenses se refirieron a la revuelta como al caso de “200 hombres contra una nación” y describieron a Edwards y sus seguidores como “apóstoles de la democracia aplastados por una civilización extranjera”.4 Fue en este momento cuando el presidente de Estados Unidos, John Quincy Adams, ofreció a México un millón de dólares por Texas. Las autoridades mexicanas, sin embargo, estaban convencidas de que Estados Unidos había instigado y apoyado la guerra de Fredonia y rechazaron la oferta. México intentó consolidar su control sobre Texas, pero


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