Caracterización agroecológica y resiliencia de sistemas citrícolas en el departamento del Meta, Colombia. José Alejandro Cleves-Leguízamo
de los rendimientos, pérdidas de las cosechas natas y contaminación ambiental por el uso exagerado de insumos de síntesis química para su control (Álzate et al. 2021; Cai et al. 2018; Sánchez, Jiménez, Martínez, Pinilla y Fischer, 2019).
Por su parte, en el componente cultural tales efectos se visibilizan en la trashumancia, la pérdida de recursos genéticos locales y cambios en las dietas alimenticias; en los últimos años, se han reportado afectaciones por la incidencia de efectos ambientales adversos, asociados con variaciones en los patrones normales de distribución de las lluvias en cuanto a cantidad, frecuencia e intensidad, además de la ocurrencia de altas temperaturas (Boshell, 2008; Cleves-Leguízamo, Toro y Martínez, 2016; Haggag, Saber, Abouziena, Hoballah y Zaghloul, 2016; Magrin, 2007).
Resiliencia de los agroecosistemas
La resiliencia es un concepto de amplio uso en el análisis de los problemas ambientales y se define en el contexto del estudio de los agroecosistemas como la capacidad del sistema agrícola de interactuar con una “onda” o disturbio de naturaleza ecosistémico o cultural, adaptarse, recuperarse y retornar a un estado funcional y estructural. Los límites en los que se mueve un sistema son los márgenes de la resiliencia y están acordes con el flujo de las condiciones ambientales. El análisis del nivel de vulnerabilidad sirve para proponer medidas tendientes a aumentar la resiliencia y persistencia de los agroecosistemas en el tiempo (Ángel, 1996, 1997; Córdoba, Hortúa y León, 2020; Kochhar y Gujral, 2021).
La implementación de medidas de mitigación o de adaptación en referencia a las condiciones ecosistémicas locales y a las apropiaciones culturales de los agricultores aumenta la sostenibilidad de los agroecosistemas (Alomar y Albajes, 2005; Altieri, 1994, 1999; Ángel, 2003; Landis, Wratten y Gurr, 2000; Nicholls, Parrilla y Altieri, 2001; Van der Putten, Vet, Harvey y Wackers, 2001). Nicholls (2013) considera que los sistemas agrícolas diversificados son agroecosistemas complejos y presentan mayor integralidad y capacidad de resiliencia ante la ocurrencia de eventos climáticos extremos.
El estado de la estructura y la función de los ecosistemas determinarán la magnitud de respuesta a los disturbios. Los sistemas agrícolas diversificados y por ende complejos están en capacidad de adaptarse y resistir los efectos de los eventos climáticos y, por lo tanto, la diversificación de los cultivos es una estrategia a largo plazo para proteger a los agricultores de los efectos ambientales asociados con la VC y el CC (González, 2018; León, 2010a; Nicholls y Altieri, 2011, 2012a).
Se considera que hay dos tipos de resiliencia: i) la inherente o propia del sistema y ii) la social o adquirida, que incluyen no solo la aplicación de avances tecnológicos sino también las apropiaciones culturales generadas por los propios agricultores para adaptarse al medio biofísico. Esta resiliencia implica introducir modificaciones en las prácticas de manejo y está condicionada por la actitud, capacitación y disponibilidad de recursos económicos, logísticos y de capacitación de los agricultores (Kaly, Pratt y Mitchell, 2004).
Teniendo en cuenta la complejidad de la resiliencia y la robustez del modelo requerido para su cuantificación, esta se ha medido en forma indirecta a través de la vulnerabilidad (susceptibilidad al cambio generado por el disturbio), integrando el análisis de las interrelaciones entre los ecosistemas y la sociedad. Este concepto se asocia a factores físicos, socioeconómicos y ecosistémicos, definiendo la exposición del sistema a los impactos e incidiendo en la capacidad de soporte a las necesidades de los agricultores (EVI, 2008; IPCC, 2001, 2007, 2013; Toro, Requena y Zamorano, 2012). La vulnerabilidad y la resiliencia son inversamente proporcionales: un sistema aumenta su vulnerabilidad en la medida en que disminuya su resiliencia (Kaly et al., 2004; Pratt, Kaly y Mitchell, 2004) (figura 3).
Figura 3. Relación entre vulnerabilidad y resiliencia
Fuente: elaboración propia con base en datos de Kaly et al. (2004) y Pratt et al. (2004).
Para reducir la vulnerabilidad cultural se debe consolidar el tejido humano. A nivel local y regional, las sociedades rurales pueden amortiguar las perturbaciones con métodos agroecológicos, producto de desarrollos tecnológicos apropiados, fomentando espacios colectivos que posibiliten la organización de la dimensión social de los agricultores (Fitt, Hudher y Stotz, 2016; Holt, 2001a; Nicholls y Altieri, 2012a).
Aspectos generales de la citricultura en Colombia
Los cítricos son de origen subtropical, y las mayores regiones productoras se localizan en el denominado “cinturón citrícola” ubicado entre los 25° latitud N a 40° latitud S (Davies y Albrigo, 1994), en el que se cultiva más del 85 % de la producción mundial de naranjas. Los principales países productores son: Brasil (29 %), Estados Unidos (11 %), México (7 %), India (6 %) y China (5 %); Indonesia, España, Irán e Italia suman el 4 % del total; Colombia ocupa el puesto número 17 (FAO, 2015).
En las condiciones del trópico (franja comprendida entre los 0° de latitud N y los 23.5° de latitud S), los cítricos se han adaptado con eficiencia, presentan un buen comportamiento productivo en el que la floración, y en consecuencia las épocas de cosecha, están definidas por la oferta hídrica (Aguilar, Escobar y Passaro, 2012; Davies y Albrigo, 1994).
Patiño (1969) indicó que las primeras semillas de cítricos fueron introducidas en Suramérica en el segundo viaje de Cristóbal Colón en 1493. A Colombia arribaron en el siglo XVI por la costa norte de Chocó, diseminándose por los departamentos del Magdalena, Tolima, Cauca y Valle del Cauca.
Los cítricos en Colombia se cultivan desde el nivel del mar hasta los 2000 m s. n. m., siendo el grupo de frutales más cultivado y el segundo en área después del banano; a nivel regional se diferencian seis núcleos productivos:
1.Costa Atlántica: Atlántico, Magdalena, Cesar, Bolívar.
2.Nororiente: Santander, Norte de Santander, Boyacá.
3.Centro: Cundinamarca, Tolima, Huila.
4.Llanos Orientales: Meta, Casanare.
5.Occidente: Antioquia, Valle del Cauca, Caldas, Risaralda, Quindío.
6.Suroccidente y Sur: Cauca, Nariño.
A nivel gubernamental, las distintas instituciones agropecuarias refieren diferentes cifras. El Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR, 2020) reportó 90 007 hectáreas sembradas, 84 147 hectáreas cosechadas, con un volumen de producción de 1 254 474 toneladas, fundamentalmente como materia prima para abastecer mercados nacionales en fresco, con una productividad promedio de 15.2 t/ha-1, de las cuales el 60 % corresponde a naranja, 20 % a mandarinas, 12 % a limas ácidas y 8 % a tangelo Minneola, generando 419 059 empleos directos. El departamento del Meta produce 110 920 toneladas de cítricos/año con una productividad de 17.7 t/ha-1 (MADR, 2020).
Por otra parte, estudio de Orduz y Mateus (2012) reporta un rango de productividad estimado a nivel nacional entre 10-40 t/ha-1 dependiendo de la especie, variedad, zona, nivel tecnológico, sistema de producción y edad de la plantación.
En el departamento del Meta existen condiciones edafoclimáticas favorables para la producción de cítricos (Orduz, 2012); en forma similar a los reportes de siembra a nivel nacional, a nivel departamental las cifras son igualmente erráticas y desactualizadas.
Los asistentes técnicos regionales consideran que para el 2021 en el Meta hay 10 500 hectáreas sembradas en diferentes especies citrícolas, destacándose la naranja var. Valencia como la más importante por el área de siembra (90 %) y producción, obteniéndose más de 150 000 t/año con una productividad promedio de 19 t/ha-1.
En orden de importancia, los municipios con mayor área de siembra y volumen de producción de cítricos son Lejanías, Villavicencio, Guamal, Barranca de Upía, Granada y San Juan de Arama (Instituto Colombiano Agropecuario [ICA], 2019).
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