El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp
dichas con una voz tan seria y encantadora, colmaron a Julia de regocijo maternal. Era, no obstante, un regocijo aún un poco constreñido: mientras se sentaba a la mesa y dejaba que Susan le sirviera el café, la extraña sensación que había tenido en el cuarto de baño volvió a apoderarse de ella. ¿De verdad era su hija esa jovencita que se afanaba con diligencia sobre la bandeja del desayuno? ¿Era esa casa extraña y desangelada un hogar en el que ella misma tenía de verdad los derechos de una hija? No parecía real. Nada parecía real, ni siquiera el pan que se había llevado a la boca y que tuvo que hacer un esfuerzo por tragar…
—¿Estás nerviosa? —le preguntó Susan de improviso—. Yo sí.
A Julia se le iluminó el rostro.
—Solo hasta que lo has dicho.
Entonces se levantó, llevada por un impulso, pero aún se sentía demasiado cohibida para darle un beso. Susan, a pesar de su gran encanto, no parecía de las besuconas. Cuando aquello se le pasó por la cabeza, le picó la curiosidad de saber algo sobre su joven pretendiente.
—¡Háblame de él! —exclamó con ímpetu al tiempo que iba a sentarse en el banco de la ventana con los oídos y el corazón abiertos.
Susan, sin embargo, tenía sus propios planes. Sonrió cordial, pero negó con la cabeza.
—Se llama Bryan Relton, tiene veintiséis años y es abogado. Se labrará una buena posición. Lo conocerás en el almuerzo, pero no vale la pena hablar de eso ahora, ¿no crees? En fin, hasta que nos conozcas a los dos, no es justo pedirte tu opinión.
Muy correcta, pensó Julia, pero aun así sabía lo que significaba. «No es justo» significaba «es inútil» y, aunque la apreciación era de lo más sensato, tanta racionalidad, en una chiquilla enamorada, se le antojó excesiva. ¿O era más bien prudencia? ¿Era Bryan Relton uno de esos jóvenes de los que no se puede decir mucho, pero que solo tienen que dejarse ver para arrasar con todo? Julia no pensó demasiado en ello; estaba muy ocupada contemplando a su hija. Cuanto más la mirabas —y Susan estaba ahora sentada muy cerca, en el banco de la ventana—, más perfecta la veías. Sus preciosas orejitas apenas se despegaban de la cabeza; sus bellas manos, morenas pero bien cuidadas, nacían delicadas de las muñecas como brotan las hojas de un esbelto tallo. ¡Y era tan limpia! Julia también era limpia, se bañaba todos los días siempre que hubiera gas, pero la de Susan era la limpieza de un manantial, algo tan intrínseco a su naturaleza como su estatura o sus ojos grises.
«No me extraña que esté loco por ella —pensó, volviendo, aunque en silencio, al tema prohibido—. Seguro que es muy poético». Se lo imaginaba alto y delgado y muy serio, de los que aman una vez y para siempre, y también mayor de lo que era en realidad, puesto que en general son los hombres por encima de los treinta los que más atraídos se sienten por la inocencia virginal.
—Apuesto a que la considera una especie de ángel —musitó con aprobación…
—¿Cómo prefieres que te llame? —le preguntó Susan de pronto—. Pareces muy joven para llamarte «madre».
Julia sintió una punzada de desilusión. Claro que quería que la llamase «madre», ¿acaso no había ido hasta allí desde Inglaterra con ese propósito? Quería que la llamase «madre», «mamá», «mami», pero por el tono de Susan supo de inmediato que ninguno de esos términos le parecería aceptable. Igual que antes, había sido muy correcta, pero detrás del tributo a su aspecto, Julia adivinó un encogimiento, una vergüenza, que a su carácter cariñoso le costaba entender.
En lugar de contestar directamente, le dijo con cierta melancolía:
—No te imaginas cuánto me alegró recibir tu carta. Sé que nunca he sido para ti lo que debía… Y fue por mi culpa. Me hace muy feliz que aun así acudieras a mí. Entiendo que no soy como…
En ese momento se interrumpió: el bochorno de su hija era ahora evidente. Susan se había levantado y miraba por la ventana sin pestañear.
—Creo que hiciste muy bien —repuso esta apresurada—. Querías vivir tu propia vida y lo hiciste. No soporto a la gente que se sacrifica a las ideas de los demás. Si quieres saberlo, siempre te he admirado.
—¿Has…? ¿Has sido feliz con ellos? —le preguntó Julia angustiada.
—Muy feliz. La abuela es un encanto, como lo era el abuelo. Y estoy segura de que yo los he hecho felices a ellos. De algún modo, he sido un consuelo por la pérdida de mi padre. —Entonces se dio la vuelta y la miró expectante—. Me gustaría que me hablases de él.
El momento había llegado, ese momento de intimidad, de la larga charla madre-hija que Julia tanto anhelaba. Y sin embargo, en lugar de sentir el corazón dando saltos de alegría, se le cayó el alma a los pies. A la hora de la verdad —cuando la imagen de Sylvester Packett debería haber vuelto íntegra y nítida a su pensamiento—, descubrió que apenas recordaba nada de él.
4
—Era teniente primero de Artillería… —empezó Julia con cautela, pero enseguida se paró. Hubo muchos tenientes primeros, muchos de ellos de Artillería, y todos se parecían. Jóvenes, cansados, de una alegría temeraria, pero nunca… nunca presentes del todo. Nunca del todo contigo, como si se hubieran olvidado una parte de sí mismos en otro sitio. Podías salir a cenar con uno de ellos y estar pasándotelo de maravilla y, de repente, su mirada se cruzaba con la de otro hombre en la otra punta del salón, o de uno que se paraba junto a vuestra mesa, y en ese instante se habían ido y te habían dejado atrás. Parecía como si la guerra fuese una especie de cuarta dimensión en la que desaparecían sin darse cuenta, incluso estando entre tus brazos… Así que nunca llegabas a conocerlos de verdad —al menos no las Julias— y ¿cómo podías recordar a alguien a quien no habías conocido bien?
—Si te duele, no lo hagas —repuso Susan con tacto.
A pesar de su autojustificación, Julia se avergonzó. Trató de devanarse los sesos.
—Prefería el Piccadilly antes que el Murray’s —dijo al fin—. A la mayoría les pasaba al contrario. Claro que él no era como la mayoría, en muchos sentidos.
—¿No?
—Era muy serio. Y muy educado. Fue tan bueno conmigo…
Julia se interrumpió: ¡imposible decirle a su hija hasta qué punto fue bueno! Y superada por el esfuerzo, y por el remordimiento, y por el lamento fácil aunque sincero, por casualidad hizo lo único que debía hacer. Agachó la cabeza y rompió a llorar.
—¡No! —exclamó Susan arrepentida—. ¡Por favor! ¡Por favor!
Pero Julia siguió llorando. Podía olvidarse de Sylvester durante años y años, pero cuando pensaba en él lo hacía en condiciones. Era el mejor hombre que había conocido, se había preocupado por ella, le había dado su apellido y, si la hubiera aceptado, la protección de su hogar. ¡Se había casado con ella! Ningún otro…
«Salvo Fred», pensó.
Los acontecimientos de la noche anterior —en el Casino Bleu, en el taxi de camino a la estación— empezaron a desfilar incongruentes por su mente. Al final consiguió reprimirlos, pero no antes de que le dieran, por extraño que parezca, lo que necesitaba.
—Me he acordado de otra cosa —sollozó—. Algo que era muy propio de él. Cuando se disgustaba, solía morderse el pulgar. No la uña, ¿sabes?, sino el nudillo.
Susan se levantó casi de un brinco.
—A lo mejor te apetece salir al jardín —dijo cortante—. No… Querrás ver a la abuela. Iré… Voy a avisarla. En el jardín se está de maravilla. Te avisaré cuando la abuela…
Le temblaban los labios, parecía hablar sin ton ni son. De pronto, extendió las manos y se las miró con una especie de estupor.
—Me quitaron ese vicio a los diez años —musitó, y salió corriendo de la