El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp

El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp


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supo que era un error. Hay ocasiones en las que uno debería abstenerse de hacer buenas obras y esta era una de ellas. Cuando vas a reunirte con tu hija —o, en cualquier caso, cuando vas a reunirte con una hija como Susan—, no tendrías que desviarte para ponerte unas mallas prestadas. Pero Fred ya estaba estrechándole las manos con una gratitud casi excesiva y una emoción peculiar recorría los dedos de ambos. Era la emoción del teatro, el entusiasmo de estar entre bambalinas, esa sensación de la que llevaba tanto tiempo alejada y que (ahora se daba cuenta) tanto había echado de menos. «Solo por esta vez —se dijo—. Solo una vez más, ¡antes de que me haga demasiado vieja!».

      De modo que, en lugar de seguir hasta la estación de Lyon, Julia se apeó en la estación del Norte.

      CAPÍTULO 4

      1

      De pie sobre una silla frente al exiguo espejo del camerino, Julia se miró detenidamente las piernas. Hacía tanto que no se veía en mallas que sentía a la vez curiosidad y aprensión, sobre todo porque las mallas de Ma eran a todas luces enormes. No obstante, aunque la señora Genocchio era corpulenta, también era bajita y el tejido era muy elástico. Subiéndoselas con maña, había conseguido estirarlas bien y ahora aquel reflejo aplacó sus dudas. Encaramada a los tacones de cinco centímetros de sus propios zapatos plateados, las piernas de Julia se alzaban fuertes y bien torneadas hasta el argénteo faldellín y, si bien no eran como las de una modelo, tenían su propio atractivo.

      —A los hombres no les interesan los mondadientes, de todas formas —dijo complacida.

      Con cuidado, por los tacones, se bajó de la silla y estudió esta vez la mitad superior de su imagen. Iba apenas cubierta con una especie de cuerpo de traje de baño, negro igual que las mallas, y un bolero color plata. Un tocado compuesto por plumas negras de avestruz que salían de una diadema plateada completaba el conjunto, y quienquiera que lo hubiese diseñado (pensó Julia) debía de tener muy buen gusto.

      Al oír unos golpecitos en la puerta, se apartó casi de un brinco del espejo y adoptó una pose despreocupada bajo una luz más favorable.

      —Soy yo, Fred —se anunció el señor Genocchio.

      —¡Adelante!

      El corazón se le había acelerado. ¿Y si no le gustaba? ¿Y si creía que estaba demasiado… rolliza? Con ferviente repulsa, pensó en todos los dulces franceses que había comido a lo largo de su vida. ¿Por qué se los había comido si siempre supo que serían su ruina? Una vez, para divertir al señor Macdermot, se zampó cuatro éclairs de una sentada… «¡Debería haberse avergonzado de mí!», pensó con amargura; pero si bien su inquietud puede parecer excesiva, es preciso recordar que Julia siempre vivía el presente y que en ese momento su presente era por entero de Fred.

      No tenía nada que temer, sin embargo. El rostro del trapecista, cuando apareció en el umbral, rezumaba una admiración empalagosa.

      —Está magnífica —dijo al fin.

      —Usted también —repuso Julia de corazón.

      Y es que ninguna fotografía podía hacerle justicia. Una fotografía solo podía reflejar el brillo de sus mallas negras, no la palpitación de los músculos que había debajo; solo la escultural belleza del equilibrio, no la fluida hermosura del movimiento. Fred cruzó la estancia como una pantera negra y, mientras lo contemplaba extasiada, Julia adquirió sin darse cuenta algo que llevaba largo tiempo codiciando. Adquirió una pizca de cultura, que, si no reconoció como tal, fue porque uno no espera encontrar en el camerino de una sala de variedades lo que busca en los grandes libros. Y sin embargo así ocurrió: una vez vio con sus propios ojos lo mejor de su clase, ya no podía mirar algo de segunda categoría sin reparar en que lo era.

      —Voy demasiado emperifollada —afirmó mirándose de nuevo en el espejo.

      Fred se quedó desconcertado.

      —Está imponente. ¿Qué es lo que no le gusta?

      —Todo esto. —Julia se quitó el bolero y el tocado y los sostuvo a su espalda—. Es precioso, Fred, pero creo que debería llevar algo más sencillo…

      Uno junto a la otra, examinaron ambos su reflejo, pero sin el contrapunto de las plumas, las caderas de Julia, acentuadas por la faldita plateada, parecían ahora desproporcionadamente grandes. Ella misma hizo un gesto de rechazo con la cabeza.

      —No tengo tipo para esto —admitió apenada—. Mejor lo dejo estar.

      —Tiene una figura espléndida —dijo Fred. Y lo decía en serio. La miraba con auténtica admiración. Mientras Julia volvía a colocarse el tocado, le preguntó de pronto—: Ese sitio al que va… ¿La espera también allí el señor Packett?

      —Murió —contestó ella—. Lo mataron en la guerra.

      —Tenía que ser usted una chiquilla para casarse.

      —Dieciséis. Él era un chiquillo para que lo matasen.

      —Pero un héroe, sin duda.

      Julia asintió sin decir nada. Su compasión le agradaba, pero tenía la sospecha de que el espíritu de su difunto marido no lo apreciaría de igual modo. A Sylvester nunca le habían caído bien sus amistades: cuando intentaban decirle lo valiente que era, solía morderse el nudillo del pulgar y se marchaba. Era probable que su fantasma estuviese haciendo lo mismo en ese momento y Julia, para aplacarlo, se apresuró a cambiar de tema.

      —¿No estamos ya a punto de salir, Fred?

      —Quedan cuatro minutos. ¿Nerviosa?

      —Un poco. ¿Es en cuanto los vea saludar?

      —En cuanto nos vea saludar, sale y cambia la pizarra, solo tiene que quitar la que hay encima. No puede equivocarse ni aunque lo intente adrede.

      Le sonrió para darle ánimos y ella, de pronto, se echó a reír. Al menos durante la próxima hora sus destinos estaban unidos, eran camaradas, compañeros de una troupe que era también una familia.

      Durante la próxima hora, Julia no sería la señora de Sylvester Packett, sino la sexta Genocchio voladora…

      —¡Alehop! —exclamó, y el traspunte llamó a la puerta.

      2

      Aunque las piernas de Julia pudieran no ajustarse a los patrones modernos de las modelos, eran muy del gusto de los parroquianos del Casino Bleu. Su segunda entrada fue recibida con vítores y aplausos y, pese a todos sus propósitos en sentido contrario, no pudo evitar hacer ojitos a la concurrida sala. Después de todo, le debía a Fred dar lo mejor de sí misma y lo mejor de sí misma era de hecho muy bueno. Tenía un encanto, una disposición para el disfrute y para hacer disfrutar que le permitía conectar con el público de inmediato y, según avanzaba el número, ese vínculo se hacía más estrecho. Algunos caballeros aquí y allá le gritaban comentarios elogiosos y el francés de Julia, aunque limitado, era suficiente para no defraudarlos.

      —Vive la France! —contestaba a voz en cuello—. Vive l’amour! Cherchez la femme! ¡Y a muchas!

      No era ingenio, por supuesto, en el sentido tradicional, pero pasaba como tal para sus ahora numerosos admiradores y cada vez que salía los cambios se hacían más largos y clamorosos. En cuanto a ella, el tacto de las tablas bajo los pies, el olor del teatro y el sonido de los aplausos, todo se combinaba para embriagarla. Como toda buena actriz, era un poquito vanidosa; su personalidad se había crecido y solo una sana conciencia profesional le impedía acaparar el espectáculo entero. En cuanto veía al grupo en posición, volvía corriendo entre bastidores y no reaparecía hasta que flaqueaba la última salva de aplausos. Aun así, tenía remordimientos.

      —No puedo evitarlo —le susurró a Fred en un momento en el que este no estaba actuando—. Sé que no debería haber respondido, pero lo he hecho sin pensar.

      A él le faltaba el aliento para


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