El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp
cuando Julia, feliz por haberse librado y deseosa de consolarlo, le propuso ir de visita en su próximo permiso, él empezó a morderse el nudillo del pulgar y cambió de tema. Se comportaba, en realidad, como si el futuro hubiera dejado de afectarle. Ni siquiera quiso comprarse camisas nuevas. Para animarlo, Julia insistió en cenar en el Ritz e ir a una comedia musical, pero incluso tales medidas se demostraron inútiles. Y si la tarde resultó un fracaso, la noche de bodas fue un fiasco.
Julia la pasó sola. Su marido estuvo toda la noche escribiendo una carta. Iba dirigida a su familia, pero no directamente: el banco tenía instrucciones, dijo, para remitírsela en el momento adecuado. Cuando hubo que leerla, se descubrió que consistía en una serie de disposiciones muy detalladas para la crianza y educación de su hijo nonato, al cual se refería en todo momento como «el niño». El niño tenía que nacer en Barton y recibiría el nombre de Henry Sylvester. Debía permanecer en Barton hasta los nueve años y luego acudir a una preparatoria que le diese acceso a Winchester. Después de Winchester, elegiría entre el Ejército y Medicina e iría o bien a Sandhurst o a Cambridge. Si no lo tenía claro, debía optar por el Ejército. «Pero en ningún caso —escribió su padre con insospechada aridez— debe hacerse médico del Ejército».
Eso era, en resumen, lo más importante. También había estipulaciones para un poni —«que debe cambiarse en cuanto el niño sea demasiado grande para montarlo; no hay nada peor para un muchacho que ir arrastrando los pies por el suelo»— y para entrenarse en el críquet durante las vacaciones de verano. A los doce años, el niño debía recibir la antigua escopeta del 20 de su padre; a los dieciocho, la Purdey 12: su abuelo le enseñaría a usarlas. Todo aquello, y muchas otras cosas, quedó pensado, estudiado y puesto por escrito, con correcciones, anotaciones entre líneas y mucho de copia, pues en aquel extenso, detallado y exhaustivo documento, mucho más que en su testamento oficial, estaba plasmada la última voluntad de Sylvester Packett.
Había un breve codicilo:
Nunca se lo he dicho a nadie, pero suele haber un nido de herrerillos en el viejo surtidor al fondo del huerto. También uno de camachuelos en el espino rojo que hay en la esquina del prado grande. Lo importante para vaciar un huevo es ir despacio. Desde luego, nunca cogerás más de uno.
Tu padre, que te quiere,
SYLVESTER PACKETT
Dos meses después lo mataron en Ypres y la criatura que nació en Barton fue una niña.
3
La bautizaron con el nombre de Suzanne Sylvester. Lo eligió Julia, pues le parecía tanto patriótico (al ser francés) como bonito, y los Packett la dejaron hacer. Fueron increíblemente buenos con ella. Como madre de su nieta (aunque del sexo equivocado), la aceptaron con los brazos abiertos. Con afecto, sin condiciones, se convirtió en la hija de la casa. Lo único que querían era que la niña y ella se quedasen allí y que fueran felices.
Y Julia lo intentó. Durante diecinueve meses, el maniquí de la joven señora Packett arregló las flores, hizo visitas, fue a la iglesia y jugó con el bebé cuando la niñera se lo permitía. Noche tras noche, ese maniquí se sentaba a cenar con sus suegros; todas las noches, durante una hora después de la cena, tocaba clásicos fáciles en el piano del salón. En las comedidas fiestas que daban los vecinos, tocaba las mismas piezas en el piano de sus anfitriones. Todos sus vestidos de noche tenían espalda, y dos de ellos, manga larga.
Así era la marioneta fabricada por la gratitud de Julia y solo la gratitud movía los hilos. Julia se sentaba en la habitación de la joven señora Packett y lloraba de aburrimiento, pero incluso sus lágrimas, cuando la veían, se interpretaban como un indicio más del tierno y leal corazón del títere. El corazón de Julia, no obstante, también era tierno: uno de los peores componentes de su aburrimiento era la falta de alguien a quien amar. Tenía a su hija, claro, y la quería mucho, pero «alguien», para Julia, quería decir un hombre. Amar a un hombre u otro era su función natural, solo que el hombre tenía que estar vivo, y allí, y devolverle los besos. El amor por un recuerdo —incluso por el recuerdo de un marido— no era lo suyo…
Hay que admitir que haber aguantado como lo hizo, en tales circunstancias, durante un año y siete meses, tuvo muchísimo mérito; y no se lo resta que, después de ese tiempo, se diese por vencida y volviera a entregarse por completo a la mala vida.
4
La mala vida, al principio, fue hacer de figurante en una comedia de la que Julia oyó hablar a una amiga que tenía un novio que conocía a un tipo en la entonces tambaleante industria cinematográfica británica. Se la encontró en Selfridge’s, en una de sus raras excursiones a la ciudad; se cruzaron (en la sección de medias) poco después de las tres, pero entre que tomaron el té y hablaron de los viejos tiempos y fueron a cenar y luego al Bodega a buscar al novio y más tarde al Café Royal a ver a aquel tipo, Julia perdió el último tren de vuelta. Durmió en un sofá en el piso de su amiga, encantada, con un albornoz que olía a maquillaje teatral; y esa noche y ese olor decidieron su futuro. A la mañana siguiente, en Barton, les dijo a sus suegros que volvería a vivir en Londres.
—Pero… ¿y Susan? —preguntó enseguida la señora Packett.
Julia dudó. La carta de su marido, ahora bajo llave en el joyero de la señora Packett, estaba escrita dando por hecho que la criatura iba a ser un varón, pero aun así era una especie de evangelio. Los ponis, en concreto los de las Shetland, suponían una preocupación constante para el viejo Henry Packett, al igual que las exigencias pedagógicas de Girton lo eran para su esposa…
—La niña debe quedarse aquí, por supuesto —dijo Henry Packett sin rodeos.
—Si Julia puede soportar separarse de ella… —siguió su mujer con más tacto.
Julia decidió que podía. Aquellos diecinueve meses siendo la joven señora Packett habían agotado sus reservas de afecto maternal y, además, era consciente de que, para una niña pequeña, la vida en Barton era mucho más apropiada que la que ella buscaba en la ciudad. Aún no tenía planes muy precisos, pero esperaba y confiaba en que, de hecho, sería muy inapropiada.
—Bueno, si no es mucho estorbo…
—¡Estorbo! —exclamó jovial la señora Packett—. ¿Acaso no es este su hogar? Igual que es el tuyo, querida, siempre que quieras volver.
Después, todo fue como la seda. No lo aprobaban, lo lamentaban, pero se mantuvieron firmes en su bondad. Su patriotismo no había consentido que Julia cobrase la pensión; había vivido en Barton como una hija, con la asignación de una hija, y en ese momento ascendía a trescientas libras al año. Julia, con cierto remordimiento, lo consideraba demasiado, pero los Packett fueron inflexibles. Al parecer no tenían muy buen concepto de su capacidad para obtener ingresos y la viuda de su hijo no podía vivir con menos. Era su herencia, debía aceptarla, y cuando quisiera podía volver a casa.
5
Durante el año siguiente, fue cinco veces. Al otro, volvió para el cumpleaños de su hija, pero no se quedó a dormir. En los siguientes cumpleaños, solo le escribió. Sin embargo, cuando Susan cumplió los nueve, Julia sufrió un repentino arrebato maternal e invitó a la niña a pasar una semana con ella para que conociese la ciudad. La ocasión era propicia, pues el señor Macdermot, cuyo piso ya compartía entonces, había tenido que ir a Menton requerido por su esposa inválida, pero Susan no fue y, en respuesta a su invitación, Julia recibió una contraoferta de suma trascendencia. Los Packett estaban dispuestos, le escribieron, a asumir por completo la tutela de la niña en el presente, y a hacerla su heredera en el futuro, si Julia por su parte renunciaba a cualquier reclamación legal. Si lo hacía, podría ver a Susan cuando quisiera, por supuesto, bien en Barton o allí donde sus abuelos decidiesen, pero no podría llevársela a ningún sitio sin su permiso. Esa última píldora iba dorada por una cordial invitación de la señora Packett para visitarlos y quedarse con ellos durante un mes.
Julia consideró con calma las dos propuestas, aceptó la primera y rechazó